Risario -un intento pionero de revista humorística, que terminó agonizando después de una vida tan azarosa como sacrificada, ostentaba como slogan una frase que, por muchos años, confieso que me irritó sobre manera: Ser rosarino es un chiste del destino. Creo incluso haberle reprochado a su fundador, el talentoso Manuel Aranda, aquella definición que me parecía injusta. Como ocurrió con muchas otras cosas en la Argentina de los últimos quince, veinte años, el tiempo y los hechos terminaron por hacerme descreer de aquella lejana indignación.
Tal vez porque la realidad se encargó de demostrarlo con mayor impiedad que nunca en los últimos años (saqueos a supermercados mostrados por la televisión mundial; aumento permanente de las villas miseria en la ciudad; ejércitos de cirujas que pululan por todas partes, pero legitimados; mendicidad infantil en proporciones superlativas) existe un amplio sector de rosarinos que creen ahora que la afirmación de Risario no era para nada infundada, sino una verdad de a puño.
Algunos -seguramente con la aviesa intención de recargar las tintas-, agregan a ello un gremio docente numeroso que cobra uno de los salarios más exiguos del país; que protagoniza paros justificados y pacíficos y recibe, como contraprestación, una andanada de epítetos de parte de ministros y periodistas como en ningún otro lugar del país. Otros terminaron incluso por descreer de aquella otra frase que la historia oficial endilgara como definición de Rosario (“Ciudad trabajadora, hija de su propio esfuerzo”), porque advierten que se esfuerzan cada vez más y no llegan a fin de mes, o ni siquiera tienen trabajo.
Las gratificaciones son dolorosas de tan mezquinas: algún domingo pintado de “canalla” porque perdió la “lepra” o viceversa; algún fin de semana en la Rambla Cataluña o La Florida cuando apriete el calorcito de la mal parida primavera. Eso para el 90 por ciento; porque solo un imbécil ignoraría que el 10 restante, como en cualquier lugar de la Argentina, tiene gratificaciones mucho menos exiguas.
Los creadores que le cantan a la ciudad se van de ella, como otro chiste del destino. No conozco otra donde se dude tanto de la honestidad de los periodistas como en ésta· y en algunos casos (dicen) con justa razón, ni recuerdo alguna donde una institución inquisitorial como la Liga de la Decencia pudiera subsistir tanto tiempo.
Comercios que no venden ya ni ilusiones; pequeñas y medianas industrias, tallercitos que siguen esperando que Alfonsín los ayude a levantar las persianas, pero cada vez con menos esperanzas porque el libro gordo de Sup-Erman viene sin el capítulo Reactivación. Facultades que dan grima en su desamparo de infraestructura y en su raquitismo presupuestario. Semejante realidad circundante y la desproporción demográfica entre sexos justificaría en Rosario el verso de Drummond de Andrade; hambre y deseo sexual...
Mientras los dos barquitos navegan por la corriente zaina borgiana haciendo flamear el emblema patrio, un pintoresco marginal -Cachilo- que inunda con sus graffitti y dibujos las paredes del centro rosarino deslizó en una de calle San Luis una definición que -entre tanta mentira y traiciones del destino- resulta sorprendentemente veraz, acaso sin saberlo: Aquí está la bandera idolatrada/ regalada...
Este texto apareció en el primer número de Rosario/12. Fue la primera contratapa en publicarse. Rafael Ielpi fue un asiduo colaborador del diario. Falleció el 31 de julio de 2024.