Bartolomé Mitre como artillero y poeta le hizo la guerra a Rosas, pero una vez derrocado este en los campos de Caseros hostigará también a aquella raza adversa a la lectura de su lira en una persecución sin cuartel que cambiará al país para siempre. Pero Mitre no solo tenía a la mayoría de la población ajena a los posibles encantos de sus composiciones, también el entonces amigo Sarmiento era insensible a las inspiradas producciones del coronel. En lo que podría definirse como la primera discusión rioplatense entre si es mejor prosa o poesía, Mitre le escribe al sanjuanino su Defensa de la poesía, carta-prefacio en donde invita a Sarmiento a hacerse poeta. Que Sarmiento no lo tuviese en cuenta será una más de las desavenencias que pondrá hielo entre los dos futuros presidentes.
Sarmiento define a Mitre en su primer encuentro como “poeta por vocación” sin que esto lo considere cosa buena. De los poetas rioplatenses dirá que tienen algo de “pueblo español, de inteligencias caídas que se remueven y agitan en su nada. De espécimen inhábil para el comercio, negado para la industria”, los cuales se encierran en sí mismos y hacen versos; monólogos sublimes y estériles. La poesía —continúa— los hace sentirse inteligentes, y capaces, si pudieran, “de acción y de vida”. Y el sanjuanino, con marcada inspiración poética, luego exclama:
“¡Yo os disculpo, poetas argentinos! Vuestras endechas protestarán por mucho tiempo contra la suerte de vuestra patria. Haced versos y poblad el río de seres fantásticos, ya que las naves no vienen á turbar el terso espejo de sus aguas. Y mientras otros fecundan la tierra, y cruzan á vuestros ojos con sus naves cargadas el almo río, cantad vosotros como la cigarra; [...] contad sílabas, mientras los recién venidos cuentan patacones”.
Mitre reconocerá en parte la acusación, pero agregará: “...hace tiempo que le guardo rencor por la parte que me toca como soldado raso en la falange de poetas del Río de la Plata.”
No obstante, si bien Sarmiento desestimaba a los poetas, nunca subestimó el poder de la poesía. Llegó a sostener, por ejemplo, que el poema La Araucana de Alonso de Ercilla (1533-1594) había “estorbado” a las generaciones siguientes en la conquista de Chile por el prestigio épico con que el vate había ensalzado a los indios. Un indignado Sarmiento, con su proverbial franqueza, arremetía contra Ercilla y decía que “Lautaro, Rengo y Caupolicán eran unos indios piojosos, y que así son todos”.
Sarmiento pudo haber empezado su obra más famosa con un ¡Oh Facundo, yo te evoco! muy del gusto de la época. Y, sin embargo, el escritor, contemporáneo de Echeverría, Juan Cruz Varela y Mitre, optó por otro efecto dramático: “¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!”
Dentro del Facundo, el sanjuanino no fue ajeno a la invocatoria oh. Recurrió a ella a modo de exclamación, la más de las veces coloquial y en ocasiones irónica: Oh, el cardenal de Luca!... [...] Oh! Las formas existen aún, pero el espíritu estaba todo en el comandante de campaña. Oh, sí! [...] Pisoteadla!, ¡oh!, ¡sí; pisoteadla!... [...] Oh! ¡Este porvenir no se renuncia así no más! [...] ¡Oh! La Francia, tan justamente erguida por su suficiencia en las ciencias históricas...
En este aspecto la poesía gauchesca tuvo otra mesura y fue, desde un principio, refractaria al artificio de la oh. Practicada por gente culta, principalmente de ciudad, el género nació bajo un signo de técnica realista, con más de narrativa que de lírica, el cual siguió de cerca el modo de hablar de la campaña y su idiosincrasia. El estilo se basaba en una poesía popular gaucha que era practicada por el payador y el cantor, con frecuencia gente iletrada aunque de gran ingenio y talento para entonar al son de la guitarra. Difundida en el ámbito de las reuniones espontáneas, el género poseía un tanto de aquel espíritu de los antiguos copleros y romanceros españoles, adaptado al momento. La poesía de aquellas rimas se desarrolló alrededor de la pulpería, el fogón de estancia o los vivaques de los campamentos compuestos de gauchos, ciudadanos voluntarios y militares de carrera, en la heterogeneidad de blancos, indios, pardos y morenos que conformaron las tropas de San Martín y Belgrano, y más tarde la de los caudillos regionales.
La poesía gauchesca, que entre sus primeros cultores tuvo al montevideano Bartolomé Hidalgo y al mendocino Juan Gualberto Godoy, pasó por varios estados según la mentalidad de cada autor. Supo ser acompañante de la soldadesca que luchó por la independencia (Hidalgo), herramienta de crítica política y partidista durante las luchas civiles (Godoy, Ascasubi), lírica del color local (Mitre), irónica hacia el tipo gaucho (del Campo), y reivindicatoria de ese mismo hombre en sus epígonos (Hernández).
Bartolomé Hidalgo (1788-1822) no encontró inconvenientes en combinar el universo cultural de la campaña junto a referencias de corte greco-latino haciendo, por ejemplo, mención al dios Baco. En su Cielitos, que con acompañamiento de guitarra cantaban los patriotas al frente de las murallas de Montevideo, desestima la oh a cambio de la interjección ay, más familiar y menos impostada al oído de los receptores:
Cielito de los gallegos,
¡Ay!, cielito del dios Baco,
Que salgan al campo limpio
Y verán lo que es tabaco.
Pero en Hidalgo, a diferencia del modelo clásico, no hay invocación a la musa, ni a las sombras sarmientinas, ni a los santos hernandianos, ni a deidad que le otorgue el don de la inspiración. La excusa para cantar es el tiempo libre, o el término de las obligaciones. En su poema Un gaucho de la Guardia del Monte, que contesta al manifiesto de Fernando VII, y saluda al Conde de Casa-Flores, la composición arranca con el tono mundano:
Ya que encerré la tropilla
y que recogí el rodeo,
voy a templar la guitarra
para esplicar mi deseo.
En el Diálogo patriótico interesante entre Jacinto Chano y el gaucho de la Guardia del Monte, Ramón Contreras, el poeta, no deja de expresar el recuerdo dramático por los caídos en la contienda por la independencia. Una vez más, la omnisciente oh que campeará la generación del 37 es dejada de lado:
¡Ah sangre, amigo, preciosa
tanta que se ha derramao!
¿No es un dolor ver, Contreras,
que ya los americanos
vivimos en guerra eterna...
Hidalgo buscó una poesía de lenguaje franco para un público amplio con el que se sentía consustanciado en la lucha por una causa común. Sin embargo, no fue su único estilo, y en composiciones de tono más reconcentrado tampoco fue ajeno al estilo neoclásico. En su poema dedicado A Don Francisco S. De Antuña en su feliz unión del año 1818, expresa:
Mortal: tú como nadie entraste ufano
Del dios de Gnido en el augusto templo,
Y te admiro exaltado y te contemplo
Al coronarte Venus por su mano.
y en su Marcha oriental de 1811, llamada también Himno al Salto vemos posibles influencias sobre Vicente López y Planes para su Himno argentino:
Libertad, entonad en la marcha
Y al regreso, decid: Libertad."
....
Su deseo es salvar el sistema,
O en su honor perecer
José Hernández, en cambio, sin influencias neoclásicas, sin menciones al dios Baco, comienza su gran poema con la invocación clásica a las divinidades para que le otorguen la inspiración necesaria para llevar a cabo su empresa. Esto, por supuesto, desde el tono cristiano de la campaña bonaerense:
Pido a los Santos del Cielo
Que ayuden mi pensamiento;
Les pido en este momento
Que voy a cantar mi historia
Me refresquen la memoria
Y aclaren mi entendimiento.
Vengan Santos milagrosos,
Vengan todos en mi ayuda,
Que la lengua se me añuda
Y se me turba la vista;
Pido a Dios que me asista
En una ocasión tan ruda.
Hace unos cien años Lugones buscó en José Hernández, o más específicamente en su poema Martín Fierro, un asidero donde aferrarse y sacudirse la sombra de Sarmiento, a la sazón el gran escritor nacional. Una operación similar hizo Borges señalando la originalidad y virtudes de Macedonio Fernández para atenuar la tremenda presencia de Lugones, quien para entonces se aparecía como el padre ambiguo pero insuperable de las letras de su siglo. Se podría especular que César Aira hizo algo parecido poniendo en valor a Osvaldo Lamborghini ante ese alud borgeano que en el ámbito literario todo lo tiñe. Y nosotros, humanos al fin, convocamos siempre que podemos al olvidado Ángel Robustillo para contrarrestar así a los dos más grandes poetas actuales: Wenceslao Maldonado con su Proctomaquia y Luis Tedesco con Hablar mestizo el lírica indecisa.
Cuando Lugones resalta a José Hernández no lo hace desde la figura creadora sino de su creación. El Martín Fierro debe a Lugones su actual categoría de poema nacional; pero Lugones elogia la obra a pesar del poeta, en este caso y para él, un simple instrumento cuya función fue poner en valor la altivez y las virtudes de la raza argentina. Un Moisés catatónico recibiendo desde el alto rioplatense las tablas de la nacionalidad.
Es verdad que cuando Martín Fierro vio la luz en 1872 fue advertido por la clase literaria con suma reserva, subrayando, la inmensa mayoría, que no se trataba de poesía sino de otra cosa, algo ingenioso pero sin duda inferior. Lugones, por el contrario, resalta la categoría perfecta de la obra pero deja al creador en una luz poco favorable, como un fenómeno de creación inconsciente hasta que el consciente poeta Lugones, al fin, tuvo el tino de señalarlo.
En El linaje de Hércules, última de las conferencias que integran el libro El Payador donde se ensalza al gran poema, Lugones realiza un curioso tour de force. Aquí el escritor sostiene que Hércules, además de ser el antecedente de los paladines, fue uno de los grandes “portadores de la lira”, al igual que Orfeo, Anfión, Lino y Apolo. Así, los héroes y trovadores de España “fueron de su cepa”, ya que a Hércules se lo consideraba creador del estrecho de Gibraltar y fundador de la ciudad de Ávila. Para Lugones estas dos referencias son suficientes para empujar su idealismo y salvar los dos milenios de confluencias de otras culturas en la península. La herencia caballeresca —de la cual según Lugones el Martín Fierro es continuación— nos viene entonces de allí, y de la corriente de los trovadores-paladines provenzales. Estos últimos, siempre según Lugones, subsistieron en España, donde fueron necesarios durante la guerra contra el moro hasta que se descubrió América. A partir de aquí el espíritu trovadoresco emigró al Nuevo Continente; abandonando España y ubicándose con exclusividad en el Río de la Plata (de otro modo la teoría de Lugones no podría circunscribirse únicamente al Martín Fierro).
Este espíritu, o estos trovadores, trajeron sus conceptos y tendencias, los cuales revivieron en la figura del gaucho como cantor-paladín. Por las dudas, Lugones advierte: “no se crea que esta afirmación comporta un mero ejercicio de ingenio”. Como evidencia, el escritor cordobés nos propone la existencia de un ser que se transmite de generación en generación. Este ser porta dentro de nosotros argentinos la belleza prototípica, la misma belleza que percibieron nuestros ancestros, los trovadores provenzales y los héroes griegos. Y cuando esa belleza prototípica revive en nosotros, ante la indiscutible poesía de Martín Fierro, por ejemplo, el alma de la raza palpita en cada uno. Aquí Lugones realiza otro salto y a renglón seguido afirma: "Así es como Martín Fierro procede de los paladines; como es miembro de la casta hercúlea". Por otro lado, Lugones continúa: somos los vehículos de la inmortalidad de la raza (de los héroes griegos, de los trovadores provenzales). El punto extremo de pulsión para Lugones es el ideal de belleza, el cantar del payador y la actitud heroica ante la adversidad.
Lugones esperaba mucho de la raza argentina, la cual veía ligada al gaucho, “el civilizador de la campaña”. No obstante, el escritor vivía entre muchas tensiones. Una, su admiración por Sarmiento; otra, su necesidad de organizar un modelo desde el cual poder unir su helenismo, su amor por la patria y el camino a seguir. Su idealismo lo cubría todo, al punto que el gaucho idealizado había sido raleado y disgregado en las mil leyes y políticas persecutorias implementadas por argentinos a cuyos hijos, ahora, Lugones arengaba en la cómoda platea. Si el gaucho era, como afirmaba Lugones, un héroe-cantor, heredero de los griegos, las “penas, destierro y soledad” terminaron cortando su canto y su gesta. Lugones rescataba un ideal ido con el gobierno de Roca, al que él, Lugones, adscribía, e invocaba a una figura, el gaucho, a la que Sarmiento había odiado visceralmente. Entre la Argentina del poema de Hernández, publicado en 1872, y la Argentina de las conferencias de Lugones, de 1916, la brecha era inmensa.