Luis Ortega caminaba por calle cuando vio una imagen que lo transportó hasta su primer largometraje, Caja negra (2002): un vagabundo ruso muy alto vestido de mujer, con cartera, tapado de piel y botas. Lo empezó a seguir porque sintió curiosidad, y descubrió que se metía a todas las farmacias, se pesaba y salía. En un momento tomó coraje y se acercó a preguntarle qué le pasaba, a lo que el muchacho, transpirado y nervioso, respondió que en todas las balanzas pesaba cero. “No existo, pero me están persiguiendo”, remató antes de salir corriendo. Aquella escena lubricó sus engranajes creativos y con el tiempo se convirtió en la primera célula de El jockey, su nuevo trabajo luego de El ángel (2018). Estrenada en el marco de la Competencia Oficial del Festival de Venecia y parte del batallón de producciones nacionales de la sección Horizontes Latinos del de San Sebastián, la flamante preseleccionada por la Academia de Cine para representar a la Argentina en la carrera por el Oscar a Mejor Film Internacional llegó el último jueves a la cartelera comercial.
“En un momento Luis le preguntó cómo había venido y él le dijo: ‘Mirá, te voy a decir que vine en avión porque si no te voy a confundir”’, recuerda entre risas Nahuel Pérez Biscayart, a cargo de ponerle el cuerpo a la criatura ficticia “basada” en aquel vagabundo. Se llama Remo Manfredini y es un jockey legendario por sus éxitos al que su comportamiento autodestructivo, con excesos de sustancias de todo y color, lo empuja al abismo de una crisis total. No sólo amenaza la relación con su novia Abril (la española Úrsula Corberó), que sin embargó estará junto a él con estoicismo; también la posibilidad de saldar las deudas con su jefe mafioso. La cereza de este postre tóxico es un grave accidente que lo lleva a un hospital del que se escapa para comenzar a vaguear por las calles de Buenos Aires, iniciando así lo que Pérez Bizcayart llamará líneas abajo una “espiral de transformación”.
Una transformación que abre las puertas a un relato donde el surrealismo se cruza con la comicidad deadpan, donde la lógica del mundo (de este mundo) importa poco y nada. Porque El jockey es tan libre como el espíritu de Ortega y Pérez Bizcayart, un actor que ha hecho de la itinerancia una norma y ha filmado buena parte de sus trabajos más reconocidos en Europa. En Francia, por ejemplo, hizo 120 pulsaciones por minuto, de Robert Campillo, en la que interpretó a un activista de Act Up-París que a comienzos de la década de 1990 lucha por conseguir una mayor visibilidad e implicación del gobierno y de las farmacéuticas en la lucha contra el sida. Esa labor le valió el César (equivalente al Oscar francés) a Revelación actoral y una nominación en los European Film Awards.
Pérez Bizcayart había sido parte del elenco de Lulú (2014), lo que convierte a Ortega en el único director con el que trabajó más de una vez. El actor cuenta: “Casi hacemos El ángel, pero me dieron de baja porque no levanto fondos o no soy famoso, y nos había quedado esa espina. El reencuentro se dio de manera muy natural porque con Luis tenemos un vínculo casi de cuando éramos chicos. Puedo verlo muy seguido o no verlo por años, y el entendimiento siempre está intacto. Un día me dijo que tenía una idea, que en ese momento se llamaba Cabeza de sandía, y me mandó una versión del guion. La leí, me copó, y después me mandó una más finalizada. Fue todo muy fluido. Cuando las cosas se dan de manera muy orgánica, ni te ponés a pensar cómo se dio. Supongo que teníamos ganas de trabajar juntos. Y él además había escrito esta película inspirado por un hombre ruso al que conoció en la calle…”.
-Dónde encontrará ese tipo de personajes, ¿no?
-Bueno, Luis es experto en eso. Es un arltiano: anda por la vida explorando el inframundo y el supramundo con mucha picardía. Él atrae, es un imán de personalidades, de experiencias, de adrenalina. Es un productor de situaciones de la vida que no hace diferencia entre la vida y el cine. Creo que por eso hace películas, porque es el único momento en el que legalmente, oficialmente y siendo pago, puede soñar despierto. Filmar con Luis es eso, no es “ah, bueno, es un proyecto profesional”. Sí, por supuesto que lo es y que es un rodaje que ocurre en determinado momento, pero es más una experiencia humana que nos vuelve a vincular y nos hace viajar juntos. Es una aventura compartida.
-¿Cómo se articula esa libertad y el proceso creativo medio caótico con los esquemas más profesionales donde conviven productores de varios países, intereses en juego, un plan de rodaje con horarios y decenas de personas dependiendo de eso? El jockey mantiene la impronta de las películas que filmaba hace diez o quince años con un par de amigos…
-No sé cómo se articula, pero se articula. Cuando uno es sensible al juego y sabe jugar, aunque te cambien un poco las reglas, la esencia y el fuego profundo siguen siendo los mismos. El rodaje fue lo mismo que Lulú y que cualquier otra cosa que podríamos haber hecho con Luis con dos mangos. Es la misma curiosidad, la misma entrega, pero con recursos para poder fantasear con más colores. Pensé mucho en eso en el rodaje. Me decía "qué hermoso ver cómo el núcleo duro sigue siendo igual, con el mismo nivel de desparpajo, sensibilidad, irreverencia y disponibilidad al juego, como si estuviéramos haciendo una película en la que no nos corre nadie". Y sí nos corrían, porque al final de la jornada aparecía la jefa de producción haciendo mala cara. Lo cual está muy bien, porque es su trabajo y, si no, las cosas no terminarían nunca.
-Quizá para un proyecto con tanta libertad, esa estructura es un dique de contención, una forma de poder concretar.
-Nos ha pasado cuando filmábamos a nuestro placer y la película se terminaba más por decantación que otra cosa. Está buenísimo que diferentes contextos de producción puedan dialogar. Trabajamos con la limitación. En el cine, todo el tiempo estamos trabajando con una realidad, que es un poco limitada. Y dentro de esa realidad, uno, abre, abre y abre, pero siempre volvemos a lo concreto. La tensión en el cine está muy marcada por eso. Después, por qué quisieron producir esta película, no lo sé. Pero que exista en este momento es un signo de que hay una necesidad de extrañeza, en el sentido de la sorpresa, y de salir un poco de lo establecido. Sin que sea una película súper críptica o de nicho, siento que invita y después demanda, solicita participación. Y estamos un poco saturados de la tiranía del argumento y los guiones que sólo son buenos, producen ansiedad en el espectador y no lo sueltan de la pantalla. El jockey te invita de manera muy feroz a un espectáculo y después te suelta ahí adentro para puedas hacer su propia experiencia, y perderte sin que eso sea sinónimo de abandono.
-Mencionás los guiones que producen ansiedad y en Venecia dijiste que la libertad era algo que daba ansiedad, pero que era una responsabilidad muy linda. Remo es alguien que está ejerciendo su libertad para buscar quién es y qué quiere. ¿Es así?
-Sí, de hecho, Remo se hace cargo de ella, y hasta diría que la busca y la provoca, porque lo del caballo no se sabe muy bien si es un accidente o no. Es como si ahí hubiera un portal que tiene que abrirse y en el que la llegada de este elemento ovni, que es un caballo de Japón, es el punto de partida hacia esta espiral de transformación que Remo abraza de manera llena, como si fuera profundamente propia.
-Remo tiene algo de clown, incluyendo la comicidad silente y la tristeza. El diario inglés The Guardian dijo que era una suerte de "Buster Keaton con fusta". ¿Hubo algún comediante o registro que hayas usado como referencia?
-No tengo referencias, no tengo modelos, no soy fan de nadie. Soy un desastre en ese sentido. Obviamente trabajo en una línea, pero es simplemente por una cuestión de la vida sobre la Tierra y porque venimos después de otro. Pero no trabajo desde un lugar reproductivo o referencial, para nada. Y tampoco me interesa. Pero sí es cierto que todos los que nos antecedieron viven en mí porque la vida es una sucesión. Lo de Buster Keaton me lo han dicho varias veces, lo re admiro y me parece un súper halago…
-Hay algo más intuitivo, entonces…
-Completamente. Lo único que me conecta con el trabajo de manera inspiradora y poderosa -en el sentido de creatividad, no de jerarquía- es que se aproxime lo más posible a mi entusiasmo infantil. A fin de cuentas, el lugar donde algo se activa es personal, genuino, sorprendente incluso para uno, insondable y muy lúdico. Es una felicidad que no tiene explicación, que es porque es. Si podés conectar desde ahí, va a aparecer tu lenguaje. Creo que me ayudó el trabajo que hice cuando era más adolescente y éramos cinco filmando. Desde ahí, uno puede disolverse, ampliar, explorar, impregnarse de todo. Pero siempre desde un lugar que te mantenga en vilo, con curiosidad y ganas de seguir explorando.