Hace unos años tuve la oportunidad de recorrer el Centro de Documentación sobre el Nacionalsocialismo de la ciudad de Colonia (Alemania). Ubicado en un edificio de la primera mitad del siglo XX, desde afuera parece un lugar gris, olvidable, si no fuera porque durante el nazismo ahí funcionó la Gestapo. Tras la Segunda Guerra Mundial los propios alemanes prefirieron hacerse los desentendidos y no recordar para qué había sido usado ese lugar, dedicado a la persecución, espionaje, delación, hostigamiento y detención de los que se oponían al nazismo. Recién a fines de los años 70, cuando unos jóvenes tomaron el lugar y llamaron la atención sobre su pasado, el edificio de aspecto gris se convirtió en un centro de investigación sobre el nacionalsocialismo y sus víctimas. Desde 1987, el Centro de Documentación se encuentra abierto al público general. Hoy se pueden visitar las oficinas y las celdas de detención de la antigua Gestapo, incluso de manera virtual.

Los escritores argentinos, invitados por la Universidad de Colonia, recorrimos el lugar bajo la guía del director del Centro, Rainer Starch. Entre los datos que nos ofrecía, explicó que esa sede de la Gestapo no solo controlaba la ciudad de Colonia, sino toda la región. Cerca de ocho millones de personas dependían de que la policía secreta alemana no los detuviera por amenazar al Estado alemán, ya fuera por su origen (judíos, gitanos), por su pensamiento (todo lo que no fuera nazismo, pero especialmente los comunistas) o por falta de compromiso con el régimen nazi. La verdad es que la edificación parecía bastante pequeña para un despliegue de espionaje interno tan amplio. Le preguntamos cuánta gente trabajaba en la Gestapo y nos respondió un número ridículamente bajo. No llegaba a cien agentes. Pero entonces, volvimos a preguntar, cómo hacían para controlar a tantos millones. La respuesta fue reveladora: no era necesario tener más agentes, la gente se autocontrolaba o, directamente, participaba de buen grado vigilando y denunciando a sus vecinos.

No hay régimen autoritario --ya sea una dictadura o un gobierno elegido por el voto-- que pueda prescindir de la complicidad de sectores importantes de la población para imponer sus medidas.

Lo ocurrido en estos diez meses de presidencia de Milei puede entenderse bien desde esa perspectiva: no se podría implementar la destrucción del Estado, el fin de la clase media y dejar morir a los pobres sin el apoyo de legisladores, líderes políticos, medios de comunicación, empresarios, jueces que, sin ser de La Libertad Avanza, hacen todo lo posible para que Milei logre su objetivo.

La división en tres poderes está pensada para evitar gobiernos autoritarios. El Estado democrático está estructurado, aquí y en gran parte del mundo, con mecanismos que ponen límites a los intentos de autoritarismo. En estos diez meses, el poder legislativo y el judicial pudieron activarlos, pero prefirieron no hacerlo.

La puesta en escena es admirable y se engarza con tradiciones literarias: mezcla de bufón de teatro shakespereano, de las reinas de Lewis Carroll y de los payasos asesinos de toda la literatura y el cine de terror, Milei nos ofrece un show de crueldad, mentiras, amenazas y violencia. Es un showman que nació en la televisión y que impone sus cadenas nacionales en horarios centrales, como si fuera una estrella. Es tan ridículo, tan infantil y tan mediocre que si no fuera porque sus políticas matan y empobrecen, lo único que despertaría sería una risa cargada de desprecio.

Pero que las luces del prime time televisivo, los retuits cargados de odio, los titubeantes discursos de megalómano al que no lo quieren ni sus mascotas no nos confundan. Milei sería incapaz de llevar a cabo su plan si no contara con la complicidad de Mauricio Macri, de la autopercibida centroderecha, de gran parte del radicalismo, sectores del peronismo, los grupos empresariales, jueces y fiscales. En realidad, el listado es mucho más amplio.

Unos cuarenta diputados propios y unos seis senadores le permiten a La Libertad Avanza manejar el país. Una prebenda aquí, un carpetazo más allá, una amenaza si es necesario y los votos a su favor florecen como hongos después de la lluvia.

El infame mega DNU es la más clara muestra de que el gobierno de Milei en solitario no podría tomar las medidas extremas de las que se vanagloria si no contara con el apoyo de quienes fueron votados para ser una fuerza opositora en el Congreso. ¿Cómo puede ser que la Cámara de Diputados no lo haya rechazado? Si había votos para aprobar una ley de movilidad jubilatoria con mayoría simple también debería haberla para rechazar el mega DNU. ¿Por qué la Corte Suprema de Justicia --tan rápida para fallar en otras causas políticas-- hace la plancha y no emite juicio sobre su inconstitucionalidad?

Todos cómplices: esa debería ser la pintada en todos los muros de la Argentina.

Córdoba se prende fuego, el gobierno nacional ignora la catástrofe y el gobernador Llaryora no tiene mejor idea que regalarle un poncho al presidente. En las obras de Shakespeare los reyes tenían sus bufones, pero es la primera vez que se ven bufones con su propia corte de los milagros.

Todos cómplices: el gobierno de Milei decide hacer todas las concesiones posibles a Reino Unido, dejar de lado el reclamo histórico de nuestra soberanía. ¿Qué hacen diputados como Margarita Stolbizer, Silvana Giúdice y Martín Tetaz? Se apuran a sacarse una foto con la embajadora británica, ofendida porque la diputada Agustina Propato tenía una remera que reivindicaba la soberanía argentina en las islas Malvinas.

La pobreza y la indigencia llegan a su punto más alto y el Ministerio de Capital Humano sigue sin repartir los alimentos que heredó del gobierno anterior, ni dar una respuesta al hambre que viven millones de argentinos. Eso sí: envían 240 toneladas de alimentos y medicamentos como ayuda humanitaria a Ucrania. Frente a esto, el silencio político y mediático es abrumador.

 

Setenta agentes de la Gestapo alcanzaban para controlar a millones de alemanes durante los años del nazismo. Los cómplices son mucho más peligrosos que los malos. Allá, acá y en todas partes. En dictaduras y en democracias autoritarias. Desarmar su discurso, ponerlos en evidencia y desconfiar de ellos resulta fundamental para disputarle el poder a este gobierno cada vez más cruel y violento.