La vida era en color pero las películas en blanco y negro. La vida era tridimensional y empezaba la sicodelia, pero eso a nosotros no nos llegaba: el calendario atrasaba, las mariposas se tornaban víctimas porque tentaban al crimen y había un Vietnam lejano que desconocíamos. Empalagados con Johnny Hazzard en cuadritos hacíamos justicia con aviones de plástico sobre casuchas que ardían por el fósforo de cabecita roja que dejábamos dentro. Carlitos era un especialista en matar: había diseñado una cerbatana -caño de aluminio, dardo y soplido- que daba en el blanco, un recipiente saturado de alcohol cuya mecha ardía al contacto con el fuego y producía al implosionar un chasquido seco .

Los insectos ardían y dejaban al expirar un aroma a plástico.

-El olor de los muertos -dictaminaba con el dedo vendado producto de una cortadura. Fuimos a su casa y por vez primera conocí un conventillo.

Los otros solo aparecían en las películas que evocaban los encantamientos o tragedias italianas en los filmes porteños del Riachuelo. Al fondo, tras una parra estaba la cocina. Sobre la pared un Rojitas con pelota marrón sonreía y un Marzolini sorprendido en pleno despeje ilusionaba con tardes arrabaleras, lejanas y perdidas de la Bombonera. Carlitos fue el primero que me pegó duro y me hizo llorar. No se pueden detener las lágrimas, la vergüenza hace llorar más que el dolor o la falta de aire. Fue en el patio a la vista de todos y mi primera humillación: el público es bestial, nada recordaba que el día anterior había hecho yo lo mismo con Gerónimo. Esa postal me persiguió por años y nunca la pude borrar. 

Con los días se armó el primer cuadrito donde me desempeñaba con el entusiasmo y la habilidad que fui perdiendo con la edad. Carlitos jugaba detrás, con la camiseta de Boca flamante. Era un patadura. Pero en esa torpeza residía su poder de amianto: te sacudía sin gracia, de punta, dejando un surco invisible de fricción a su alrededor. Todos evitaban la zona, salvo yo. La recibí en el medio y me saqué de encima a Sastre, y a Tobach para irme solo al arco. Claro que Carlitos esperaba en el área de muerte. Lo esquivé y sentí el roze en mi pantorilla de sus zapatillas. Me alcanzó y ví su sombra junto al arquero, un tal Moyano que me recibía de frente. Giré como para evitar la colisión y extendí el pie de plancha con el destino hacia Carlitos. Se sintió como una madera al quebrarse. La pierna no era la de él sino la del arquerito que yacía en el piso. Carlitos se acercó, extrajo de no sé dónde un trapo que puso sobre la herida y dos maderas a manera de tabique mientras llegaba la enfermería. Lo había visto en "Combate". El ni me miró: tenía los ojos celestes atentos en la herida, denotando el cirujano en que se convertiría con los años. Ahora estábamos allí y por vez primera advertimos las mariposas alrededor y la luz violeta del sol de 40 grados, el piso humeante y la sangre en un costado. Era de Carlitos, quien agachado sobre el herido no había advertido su tabique roto.

Dos muertos, recordé cuando escribí este relato. Soy el herido más competente de la compañía. Dos bajas, una involuntaria, la otra deseada. Le toqué el hombro, se volvió y me miró con lástima. La misma cara que ví cuando años después, en un choque cuando fui a dar a la guardia del hospital y Carlitos me atendió, sonriente, retenida su furia en aquellos ojos celestes ya cincuentones y profesionales. La vida es circular.

-Vos que escribís, anotá este encuentro -me dijo para irse por el costado de la guardia, firmarme el certificado y nunca más verme, salvo en esos encuentros posteriores de ex alumnos donde apenas nos dirigimos un saludo a la distancia. Entendí que jamás había olvidado y yo tampoco. Así, con esa dosis de leyenda y estupidez empiezan las guerras, pensé melancólico ,mientras Ester, mi compañera de mesa de la primaria venía hacia mi con un vaso de cerveza helada en la mano, sonriente como un fantasma del pasado.

Afuera del club Horizonte donde nos habíamos reunido la gente regresaba de votar. Era domingo y se asemeja a los de antes: una neblina que auguraba frío, dos caballos sujetos de un tercero uncido a un carro. El que manejaba la cuadriga me chifló para darse paso. Desde atrás Carlitos me siguió y la incomodidad de ambos no pudo con la costumbre: llavero en mano, abriendo la alarma del auto quiso llevarme.

-No, voy caminando, mejor. 

Y esa fue la última vez que lo vi , entrando a su auto blanco, médico en funciones, optimista y helado como siempre, pero más ancho de espaldas y con dinero. Había votado a los libertarios, lo supe. Su tabique roto estaba grabado en mi impericia de haber sido amigos y enemigos a la vez, como esas boletas que nos separan con cada voto, en cada vida distinta. Lejos de su conventillo y mi casa de ladrillos cuando éramos inocentes y no sabíamos nada sobre urnas. Nuestros padres apenas si las habían vivido. Intuí el resultado por algunas caras que fui encontrando por la calle. Uno se pone del lado de la frenología en estos casos. Esas caras eran de mi manada errática desnuda ante el lobo feroz. 

Pasó Carlitos y me tocó un repique de bocina. A su lado iba Claudia , mi primera novia de cuando éramos chicos quien me sonrió invitándome a subir. Dije que no con la cabeza y les tiré a ambos un besito: el beso Judas de la despedida, del nunca más volver a vernos ni ser libres de todo castigo, porque amigos, el Mal quizás se enseñoreaba por esas veredas del destino, en las boletas y yo no quería percibir un mal augurio, ni nada que me entorpeciese esta noche tanguera de nostalgias y posible derrota. Crucé los dedos y abrí el celular para ver los números.

Carlitos iba ganando como cuatro a cero aún con la cicatriz de su nariz quebrada.

 

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