La danza de los bordes

“Fui sentenciado a muerte dos veces. Fui secuestrado, torturado. Durante cuarenta años me dediqué a todos estos asuntos sangrientos. Así que disparame o no pero por favor no hables porque tengo una foto para sacar y necesito concentración”. Esto es lo que el fotógrafo Yan Morvan le hubiera querido decir al integrante del ejército talibán que lo sacó a las patadas del hotel una medianoche cualquiera. No se trata de un acto de fanfarronería, explicó en una entrevista reciente, sino de mera supervivencia: la única manera de sobrellevar el horror es con un sentido del humor oscuro y espeso como una mancha de petróleo. De origen, Morvan fue uno de los grandes fotorreporteros bélicos en el mundo y acaba de morir a los 75 años. Comenzó a hacer fotos de manera autodidacta en su juventud: “No había dónde aprender lo que en definitiva la calle te enseña”, conto alguna vez. A mediados de los setenta publicó su primer foto en el diario Libération. Poco después, devino miembro de Sipa Press y corresponsal de la revista Newsweek y cubrió los principales conflictos bélicos del mundo: Irán, Irak, Líbano, Irlanda del Norte, Filipinas, Ruanda, Kosovo y la caída del Muro de Berlín. “Hago trabajos como Henri Cartier Bresson, Jacques Henri Lartigue o Eugene Smith. En el momento en que comencé, no era costumbre hablar de uno mismo. Ahora la fotografía se ha convertido en una especie de psicoterapia”, dijo Morvan, que además se adentró en las zonas menos glamorosas y punkies de Europa para mostrar sus márgenes en ensayos como Gangs, de los años setenta, o Pigalle, publicado en los noventa (donde aparece en algunas fotos). Sobre su trabajo, consideró: “Siempre cuento las mismas historias sobre violencia y poder. Son fotos que no quedan bien en el living y por eso he creado revistas y espacios de exhibición para imágenes que no son fáciles de mirar. En definitiva, a mí tampoco me ha interesado quedarme sentado en el living”. Y esa incomodidad hecha imagen también es parte de su legado.

Plastificados

Fragmentos de plástico han sido encontrados en los lugares más remotos de la Tierra, como la Antártida y también, en animales de zonas recónditas, como los peces que viven a más de mil metros de profundidad en el océano. Así que no es raro que el plástico venga también por nosotros. Si bien sus vestigios fueron encontrados en diversas zonas del cuerpo humano, los científicos están azorados: microfragmentos de plástico aparecieron alojados por primera vez en el cerebro humano. Más específicamente, en bulbos olfatorios. Esto hace pensar que estas micropartículas pudieron haber ingresado a través de la nariz. El hallazgo fue reportado por un grupo médico de la Universidad de San Pablo, en Brasil, tras analizar quince cuerpos y encontrar plástico en ocho de ellos. “Es preocupante porque, para entrar en el cerebro, el plástico debió atravesar la barrera hematoencefálica, una membrana selectivamente permeable que regula el paso de moléculas desde el torrente sanguíneo al tejido cerebral”, especificaron los especialistas. El asunto aquí es el impacto sobre la salud. Un grupo de médicos italianos, por ejemplo, publicó en The New England Journal Medicine que los pacientes con partículas plásticas en sus arterias tienen más propensión a derrames cerebrales. En un mundo donde el plástico es legión, no resulta extraño pensar que nos vamos momificando por dentro y que en algún momento, no seremos más que unos miles de millones de Tuppers arrojados al vacío por la mano de Dios.

Retorno del gato arco iris

Nadie puede explicar cómo es que un gato gris llamado Rayne Beau (se pronuncia “Rainbow”) recorrió los 1500 kilómetros que separan Wyoming de California. Pero tras dos meses de estar perdido, Rayne Beau apareció merodeando a unos 300 kilómetros de su casa en Salinas, flaquísimo y con las patitas destrozadas, aunque vivo. Todo empezó cuando Benny y Susanne Anguiano y sus dos gatos fueron un fin de semana al parque Fishing Bridge de Yellowstone el 4 de junio. Según sus dueños, los bichos están acostumbrados a las excursiones al aire libre pero ni bien llegaron, Rayne Beau se sobresaltó y desapareció tras unos árboles cercanos. La pareja lo busco durante cuatro días y finalmente volvieron a casa sin él aunque Susanne, dijo, vio un arco iris doble mientras atravesaban el desierto de Nevada que le dio esperanzas. El hallazgo de Rayne Beau fue menos etéreo. En agosto, una empresa de microchips les envió un mensaje a los Aguiano informándoles que su gato estaba en la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales en Roseville, California, a 1448 kilómetros de Yellowstone. Una mujer que vio al gato deambulando por las calles, lo alimentó y pudo llevarlo a la protectora. Tras el aviso, la pareja viajó hasta Roseville y volvió a Salinas con el gatito. La única posibilidad, creen, es que Rayne Beau haya intentado retornar a casa por las suyas, en uno de los múltiples actos cotidianos de independencia felina que se ignoran hasta que algún gato decide hacer patria.

Por una cabeza

A veces las ideas geniales se pueden convertir en pesadillas. Esto es lo que pudo haber pensado Michal Renvillard mientras estaba cómodamente instalado viendo un recital en Nueva York cuyo lineup incluía a Alicia Keys y Hugh Jackman entre otros. En cierto momento, empezó a ver a un grupo cada vez más nutrido que burlaba los controles sólo para acercarse a él. Porque en sus bolsillos, seguramente, llevaba un tesoro. Para entenderlo, hay que saber que lo siguiente: Renvillard ha sido uno de los directores creativos de la empresa Lego y actualmente tiene un cargo jerárquico en la Fundación de la empresa, destinada al trabajo con infancias en todo el mundo. A fines del año pasado, Lego decidió discontinuar la idea de que su plana principal tuviera muñequitos personalizados en vez de las típicas tarjetas corporativas, de esas que se reparten en conferencias y encuentros laborales. Se trata de minifiguras con la imagen de los empleados, sus nombres en el frente y datos de contacto impresos en el reverso. Por lo general, estaban reservados para empleados de alto nivel. No pasó mucho tiempo hasta que se convirtieran en furor para los coleccionistas por su rareza, dando lugar a un mercado paralelo capaz de pagar mil dólares por una de estas miniaturas. “Cuando entendí que se acercaban por eso, entregué la docena o más de muñecos que tenía, por las dudas”, le comentó Renvillard al Wall Street Journal con una mezcla de alivio y alarma. El asunto no termina ahí. Porque los fans de Lego conocen a quienes cortan el bacalao en la empresa danesa ya que el rol de unos cuantos, justamente, es participar de convenciones sobre cómics y ñoñeces varias, manteniendo en alto la llama del fandom. En consecuencia, los muñequitos también son codiciados por eso. Por ejemplo, un tal Debreri, que vive en Roma y debe ser muy serio porque se dedica a las finanzas, tiene en su casa una vitrina con 150 muñequitos que representan a otros tantos trabajadores. Un auténtico organigrama que, por supuesto, no atesora por su valor monetario. “Solo soy un romántico, un coleccionista”, asegura. La empresa decidió que los únicos que tengan los muñequitos super exclusivos a modo de tarjetas sean integrantes de la familia propietaria activa. Es decir, sucesores del clan Kristiansen, fabricantes de juguetes de madera primero y de plástico después desde hace casi cien años. Esta gente no sabe si celebrar o temer por su cabeza que, como es sabido, está hecha con piezas de encastre fácilmente manipulables.