Hasta hace un año, la opinión consensuada en el aparato de seguridad israelí era que Hezbolá constituía una amenaza mucho mayor que Hamas.

Mientras que la organización palestina es de formación más reciente, Hezbolá en cambio lleva décadas de conflicto directo con Israel. Conformado luego de la desastrosa invasión israelí al Líbano en 1982, la milicia chiita ha sostenido conflictos bélicos con Israel en múltiples ocasiones, las más recientes, en 2000 y en 2006.

Sin embargo, y pese a su amplia superioridad, Israel nunca consiguió derrotar completamente a Hezbolá que no sólo fue capaz de reorganizarse en términos militares, sino que además logró incursionar en la dinámica partidaria, formando parte del gobierno libanés.

El apoyo político, militar y, especialmente, financiero por parte de Irán fue clave para la supervivencia de una organización destinada a golpear continuamente a Israel en su frontera norte o, al menos, a generar una amenaza constante frente a la posibilidad de un ataque masivo.

El inicio de la ofensiva israelí contra Gaza luego de la incursión terrorista de Hamas del pasado 7 de octubre evidenciaría la solidaridad entre las distintas milicias de carácter antiisraelí. El incesante ataque de Hezbolá a través de misiles y drones no sólo apuntó a desviar los recursos militares y de inteligencia israelíes, sino también a mostrar solidaridad con la causa palestina y, finalmente, a convertir el conflicto en Gaza en una guerra regional.

La cúpula militar israelí considera hoy que la guerra en Gaza finalmente ha entrado en un período de estabilización y que es el comienzo de una nueva etapa marcada por el fin del predominio político de Hamas. No hay claridad sobre lo que vendrá a continuación: lo que sí resulta evidente es que, una vez más, el foco de atención se ha situado en el límite de Israel con El Líbano.

La sorpresiva explosión simultánea de beepers y dispositivos tecnológicos no sólo buscó desarticular a la organización chiita: fue un grito de guerra contra Irán, así como también contra quienes se opongan al renovado imperativo de seguridad manifestado por el gobierno israelí.

Benjamin Netanyahu sabe que cuenta con poco tiempo para encarar una ofensiva que apunta no sólo a doblegar a Hezbolá sino también a reconfigurar un nudo esencial de la geopolítica global.

Si bien las continuas y multitudinarias movilizaciones en contra del gobierno han contribuido a mellar su autoridad, el primer Ministro todavía es considerado como el árbitro de la política israelí.

Ni siquiera los familiares de los secuestrados por Hamas, convertidos en la principal voz de protesta en contra del avance en Gaza, han logrado refrenar el impulso bélico de una figura capaz todavía de abroquelar a los sectores conservadores, religiosos y nacionalistas en un bloque mayoritario dentro de la escena política local, mientras la oposición todavía actúa de manera fragmentaria y carente de liderazgos amplios y efectivos.

Con todo, Netanyahu es consciente de que su debacle y posterior ocaso político podría sobrevenir nada menos que desde los Estados Unidos. Si bien los dos candidatos presidenciales sostienen que la histórica alianza con Israel es inmodificable, lo cierto es que la relación entre ambos gobiernos podría sufrir cambios si es que Kamala Harris triunfa en la contienda electoral.

Si Donald Trump manifestó en todo momento su cercanía ideológica con Netanyahu, en cambio han resultado públicas las diferencias entre el caudillo israelí y la actual vicepresidenta y candidata presidencial demócrata. Harris también ha planteado en reiteradas oportunidades que, en caso de llegar a la Casa Blanca, Estados Unidos podría limitar su apoyo a una aventura bélica que, sobre todo en estas últimas semanas, ha profundizado la incertidumbre y la zozobra en Medio Oriente.

Para buena parte de la dirigencia política en Washington, Netanyahu se ha transformado de aliado en una figura imprevisible, capaz de detonar conflictos sólo por su irredimible voluntad de supervivencia en un contexto político cada vez más adverso.

Con Europa y el Reino Unido todavía concentrados en la defensa de Ucrania y en el ataque a Rusia dentro del paraguas militar de la OTAN, y con Estados Unidos inmerso en una contienda electoral con resultados impredecibles, Medio Oriente parece librada a su propia inercia política y, especialmente, militar.

Probablemente sea ésta la última oportunidad que tenga Netanyahu para recuperar su alicaída impronta valiéndose de la embestida a una organización directamente ligada con los intereses de Irán en Medio Oriente.

La derecha israelí asume que, al menos esta vez, su éxito será inevitable al aprovechar a su favor el creciente rechazo de la empobrecida sociedad libanesa contra Hezbolá y, más aún, frente a la posibilidad de una nueva guerra contra el vecino del sur. Mientras tanto, el asesinato del líder máximo de la organización chiita, Hassan Nasralá, durante un bombardeo en Beirut elevará las tensiones a un punto de no retorno y hará fracasar cualquier tentativa de tregua en un corto plazo.

Por su parte, la maquinaria bélica en que ha devenido Israel en estos últimos tiempos pretenderá demostrar que la única política de seguridad y defensa realmente efectiva se construye a partir del ataque frontal a organizaciones terroristas, pero también con un poder de fuego sin tregua en contra de la sociedad civil, sin contemplaciones ni límites de ningún tipo, y más allá del amplio rechazo generado en casi todo el mundo.