Hacía un siglo que los Guerrero habían fundado el fuerte de Carmen de Patagones cuando Víctor, uno de los primeros telegrafistas de aquel páramo, migró a Baradero, al norte de la provincia. Allí conoció a Luisa Welter, una joven descendiente de los suizos invitados a poblar la zona por Sarmiento. Del matrimonio nació en 1899 Luis Juan Guerrero, que estaría destinado a ser uno de los tan grandes como ignorados filósofos argentinos.

Curioso e inquieto, al egresar en 1915 del Colegio Nacional de La Plata sintió el llamado de la aventura y se embarcó como lavaplatos hacia los Estados Unidos. Por tres años, hasta el final de la primera guerra, estudió ciencias naturales y matemáticas en las Universidades de Pennsylvania y Michigan: ello bastó para disuadirlo del rumbo adoptado. La efervescencia de la hora inclinó su inquietud hacia el anarquismo; asistió a las conferencias de Emma Goldman, a quien editará, y se unió a las manifestaciones callejeras contra la guerra y a favor de la revolución rusa.

Al volver al país participó de la Reforma Universitaria en La Plata junto a Saúl Taborda, Alejandro Korn y Carlos Astrada, con quienes se inició en la filosofía alemana, mientras militaba en la Liga Racionalista dirigida por Julio Barcos, adalid del comunismo libertario que lo puso a hizo cargo de la editorial Argonauta. En apenas seis años dio a la luz ochenta libros de la tradición ácrata. Nombres como Rudolf Rocker, Emma Goldman, Enrico Malatesta o Luigi Fabbri vieron la letra de molde en publicaciones cuidadas por él, con quienes se vinculó a través de Diego Abad de Santillán, que le enviaba libros de filosofía neokantiana desde su exilio en Berlín tras la Semana Trágica. “He heredado del diablo sus dos mayores atributos: curiosidad e ironía”, se jacta el joven Guerrero en sus cartas, en las que postula la necesaria actualización filosófica del anarquismo. Estaba decidido: en marzo del 23, habiendo estudiado idioma alemán solo por tres meses, marchó con destino a Marburg. Pobre, al borde de la miseria, sobrevivía malamente mientras cursaba con los adalides de la renovación filosófica junto a Taborda. En algún momento lo visitó su madre, que al verlo débil y enfermo acabó por internarlo en Davos, Suiza. Repuesto, terminó la carrera en Zurich, donde presentó su tesis sobre Teoría de los Valores que recibió la máxima calificación y fue la primera publicada por un argentino en alemán.

En la Navidad del ‘27 le escribe a Astrada, que estaba en Colonia estudiando con Max Scheler, una carta memorable: “El espíritu de Marburgo me tiene hoy tan aprisionado como durante mi primera estancia en este pueblo -hace 4 o 5 años- cuando dócilmente seguía el curso de las impenetrables elucubraciones de Heidegger, igual que ahora... sin entenderlo. Entonces era Heidegger un novato en la cátedra de filosofía. Las ropas de Cohen y Natorp le sobraban por todos lados. Nadie creía que esa personilla insignificante fuera el nuevo jefe de la Escuela de Marburgo. Pero así como otros podrán contar a sus nietos que pelearon en las trincheras desde el primero hasta el último instante, así también yo podré - con los ojos llenos de lágrimas- contar a mi tataranieto (que será por aquel entonces profesor de Crítica neo-heideggeriana en la Universidad de Tierra del Fuego) que he asistido -lleno de unción, de reverencia, de devoción- al nacimiento y desarrollo de la más brillante constelación del firmamento filosófico contemporáneo. (¡Agarrate Catalina!). Aún más. Podré decir que -a diferencia del Apóstol Pedro- no perdí mi fe ni por un instante en el curso de los años”. 

“Al llegar de nuevo a Marburgo he tenido la enorme sorpresa de ver recién publicada la obra primeriza de Heidegger: Sein und Zeit. Ud., amigo Astrada, debe comprar inmediatamente esta obra y leerla. Con el transcurso de los años (cuando se haya convertido en receta de cocina) también la entenderemos…”. “Mi vida en Marburgo es muy sencilla: trabajo en la Biblioteca o en casa todo el día. Solo concurro a los cursos de Charlie Chaplin Jaensch (que hace toda clase de “pruebas” psicológicas) y de Buster Keaton Heidegger (que se estrella contra todo el mundo sin dejar escapar una sonrisa)”. Aunque en tono burlón, esta notable pieza testimonial pone en escena todas las vicisitudes de la transmisión de un pensar atravesado por humores de conciliábulo conspirativo y chismorreos subrepticios acerca de los espacios sociales y culturales en disputa. Por lo demás, en ella están anunciados los debates que agitarán las aguas de buena parte de la filosofía del siglo veinte.

Al año siguiente, ya en Argentina, Guerrero inició la que será una fructífera carrera docente. Casado y con dos hijos, vivió en Ciudadela a pocas cuadras de la General Paz. A lo largo de la década se prodigó en la cátedra introduciendo los últimas vertientes del pensamiento europeo. En la UBA, en la Universidad del Litoral y en La Plata se abocará a las cátedras de Ética y Estética, hasta ser cesanteado por la intervención peronista del ‘46. Durante años enseñó Psicología en el Instituto Nacional del Profesorado de Buenos Aires, de donde surgiría su trasegado manual de Psicología, de 1939, texto canónico que formó generaciones de estudiantes. Participó de la Sociedad Kantiana, del Colegio Libre de Estudios Superiores, y escribió algunos textos de gran importancia para la historia de las ideas. En el ‘32 encabezó el FANOE, Frente de Afirmación del Nuevo Orden Espiritual, una agrupación de intelectuales fundada por Taborda, donde se aboga, con críticas a las izquierdas existentes, por una reposición de problemáticas culturales en la escena política. En ese período Guerrero confeccionó una serie de ensayos sobre historia de las ideas en los que reflexiona sobre la secularización, el cambio de temporalidad y la pérdida de sentido histórico que advino con el debilitamiento de la tradición propio de la era moderna en textos que hoy adquieren una extraña e inesperada vigencia. La dialéctica entre pasado mal resuelto y su voluntario desconocimiento por la innovación revolucionaria se le aparece como una aporía de la que emanan no pocos males.

Como Director del Instituto de Filosofía editó algunos grandes textos del pensamiento argentino, como el Spinoza de Dujovne o Idealismo Fenomenológico y Metafísica Existencial, de Astrada (la primera exposición de Husserl y Heidegger en castellano) y estableció contacto con los miembros de la Escuela de Frankfurt, a través de Franz Neumann, el autor de Behemot, uno de los primeros análisis del nazismo, y del argentino Felix Weil, que la financió, en el intento por acoger a sus miembros condenados a la diáspora inminente. Por lo demás, fue el primero en citar a Walter Benjamin, dos décadas antes que Theodor W. Adorno lo difundiera en Europa, cuyo trabajo sobre la pérdida del aura (“destrucción del nimbo de la tradición”, escribe) de la obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica pondrá a operar en sus trabajos sobre Estética. Pero el libro que corona el período es sin duda Tres temas de filosofía argentina en las entrañas del ‘Facundo’ (1945) en el que aborda el tema de la “conciencia nacional” contrapuesta a la voluntad política que pretende arrasar con el pasado; obra que sería rescatada por Rodolfo Agloglia en el 75 durante su rectorado en La Plata.

Reincorporado a la facultad por gestión de Astrada durante el peronismo, fue el encargado de Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía de 1949, en el que Perón proclamó su doctrina de la Comunidad Organizada. Allí Guerrero presentó sus ponencias Escenas de la vida estética y Torso de la vida estética, que serían glosados por Hans-Georg Gadamer, participante del Congreso, en La Actualidad de lo Bello. Esos textos son versiones condensadas de su gran obra, la Estética Operatoria en Tres Direcciones, que verá la luz poco antes de su muerte, habiendo sido dejado, nuevamente, cesante de la universidad por el demócrata Francisco Romero, que ejecutó la intervención vengativa de la dictadura del 55 sobre los profesores como Astrada, Virasoro -traductor de El Ser y la Nada- o el propio Guerrero. Quien, por otra parte, ni siquiera se había identificado con el peronismo.

Su ¿Qué es la belleza?, antesala de su saga mayor, enfoca, por sobre las mallas con que la época creía eclipsar la idea misma de belleza, el mundo de la verdad cuando reluce como revelación del ser en todo su esplendor. El relato de las peripecias del Aura a través de la historia pondrán a Guerrero de cara a la modernidad definida como la era en la que se ha producido la retirada de los dioses vencidos por la técnica. Su intención es construir las escenas desde las cuales es dable pensar el arte como “operocéntrico”, es decir, enclavado en la historia actual, a la cual formatea, da pulso y potencia, porque modula la percepción del hombre centrado en su ser, en el cual deposita sus esperanzas. Hay en él una certeza sobre la eficacia histórica del arte ligada al carácter de promotor de nuevas sensibilidades que posee; habría una suerte de profetismo utópico basado en la capacidad de apertura de un horizonte real que el arte -y solo el arte- tiene. A la salida de la modernidad, como en una rueda del destino, Guerrero postula una reposición del ansia revolucionaria del romanticismo decimonono en el universo tecnológico en nombre de un nuevo humanismo.

Habiendo mejorado su economía con el peronismo, Guerrero construyó una casa en Mar de Ajó donde pasaba los veranos escribiendo, y encargó a Jorge Hardoy, uno de los grandes arquitectos argentinos, una vivienda en Belgrano en la que reunió una gran biblioteca y pinacoteca. Esa casa fue centro de tertulias literarias en los años cincuenta animadas por su hija Diana, que integraría los grupos de la nueva izquierda y acabará desaparecida por la última dictadura. En los últimos años ha sido mérito de Ricardo Ibarlucía recuperar la obra de Luis Juan Guerrero, pensador extraordinario, que reclama nuevos lectores.