Este 28 de septiembre se conmemoró el Día Internacional de la Cultura Científica en recuerdo de la primera emisión del programa Cosmos de Carl Sagan. Pensaba, retomando el gesto cartesiano que nos otorga como atributo la capacidad de (re)conocer el mundo, que más allá del símbolo elegido, el objeto de la fecha es señalar tanto la importancia de la divulgación del conocimiento científico como su valor en la construcción cultural y su incidencia en la experiencia cotidiana de todas las personas.
Me parece que, hoy —y más que nunca en un momento tan anacrónico que niega la ciencia y la cultura, y en el que hay una relación tan inequitativa en la circulación tanto de los bienes como del conocimiento—, la relevancia de la inserción de la ciencia en la realidad podría dividirse en tres cuestiones fundamentales.
La primera es el hecho de que la ciencia es, antes que nada, un método de conocimiento de la naturaleza, una estrategia sistematizable de aproximarnos a entender los fenómenos, las cosas, el mundo. Como tal, es una forma posible —y bastante efectiva— de distinguir con certeza, incluso reconociendo sus limitaciones y errores, cómo suceden los eventos de la naturaleza (las ciencias naturales) o los de la humanidad en la naturaleza (las ciencias sociales). Por lo tanto, la ciencia posibilita un modo de conocer y entender en sí; es una herramienta para resolver preguntas. Promover la difusión y la enseñanza de las ciencias, en las escuelas, por ejemplo, implicaría en este primer sentido, ni más ni menos, que promover su método, no ya de una forma “resultadista”, sino solo por lo que implica como dispositivo de análisis, como herramienta crítica. Estimular esa dimensión de la ciencia en la cultura sería como enseñar a leer, enseñar a pensar, a comunicarnos, con un lenguaje que es muy potente para eso, por su metodologización de la observación, por su racionalidad y por su transparencia también: siempre está sujeta a revisión.
En segundo lugar, está la parte de los saberes producidos por la ciencia, que se ha dividido a lo largo de la historia de la humanidad en cientos de disciplinas de estudio y constituyen las piezas con las que armamos nuestra interpretación del mundo y las bases de las técnicas con las que se hace posible la transformación del mismo, hasta que nuevos saberes los completan o los desplazan. Esto último incluye, por ejemplo, a los saberes de las ciencias de la vida, que permiten aplicarse a la salud de los seres vivos; los de otras ciencias exactas, como la física o la matemática, que permiten aplicarse al dominio de la materia y el cálculo; y, por supuesto, a los conocimientos de las ciencias sociales, que permiten analizar los procesos históricos, las formas de organización o, incluso, las formas posibles de la economía, que efectivamente es una ciencia que cabalga un poco sobre las ciencias sociales y la matemática. Promover y hacer públicos los resultados de la ciencia es complejo, claro, no solo por su volumen, grado de variedad y profundidad, sino porque debería democratizarse su uso: tendría que existir una mayor distribución del conocimiento generado para su provecho humanitario. Actualmente, esta parte se da a medias. Por ejemplo, en las ciencias biológicas, que son las que conozco, hay unas seis mil publicaciones científicas periódicas que están indexadas y que se organizan en la base de datos de la Biblioteca Nacional de Medicina de Estados Unidos (NLM). Este organismo es público como el NIH y, si bien pueden leerse los artículos científicos de muchas revistas, no todos son gratuitos, dependiendo de las editoriales, y falta aún adecuar un sistema que sea de acceso completamente abierto. Aun así, lo más difícil es su jerarquización y su pasaje a limpio: el trabajo de ordenar para los ojos de cualquier lector semejante estantería con cientos de miles de publicaciones científicas mensuales en todos los temas de la investigación biomédica, en este caso. Aquí es necesaria la intermediación cuidadosa de divulgadores y comunicadores, y es un desafío grande, pero no imposible, que tiene lo bueno y lo malo de la accesibilidad y la velocidad de difusión que permite internet.
La tercera es la cuestión de la financiación de la ciencia. En algún punto, esta valorización de la importancia de la ciencia en la cultura viene también a hacernos notar que nada es ni neutro ni gratuito, por lo que está sujeto a reglas externas, y esas reglas son las que se imponen por ideología, por conveniencias, por poder. Parece claro que el desarrollo científico merece apoyo porque son muchos sus beneficios; sin embargo, es más difícil entender el modo de su desarrollo, sus tiempos y sus debilidades. El conocimiento científico, un poco como el arte, requiere de trabajo y de creatividad por igual. Por eso, en general, la ciencia y la cultura -en definitiva- son una mezcla de tradición e innovación. La academia griega era también eso: maestros, mentores, alumnos, seguidores, todos construyendo a partir y junto a otros. El conocimiento científico es decididamente una construcción colectiva, incluso en los casos en que lo produzca una sola persona, porque siempre se hace en base a algún conocimiento previo. Puede ser discutible el interés en algún hallazgo científico más que en otro, pero no lo es la manera en que se hace el conocimiento, que no es caprichosa, y mucho menos mágica. Es todo lo contrario: requiere de mucho (bastante) tiempo, de rigor en los métodos y de búsqueda de entendimiento.
Finalmente, imagino, hipotetizo, una sociedad, una comunidad, que esté cada vez más interesada en conocer el mundo para cuidarlo, también. Una sociedad con más y más cultura científica, con más lugares donde se haga ciencia y con más personas que se beneficien de ella. Que no se interrumpan años o décadas de estudios en cualquier campo del conocimiento científico, el mismo que nos hace saber siempre algo más de las cosas: de cómo se replica una levadura, de la resistencia a la sequía de una semilla o de la de un nuevo material cerámico, de cómo se pueden tratar problemas sanitarios globales o locales, de cómo pueden repensarse las obras de autores clásicos como Marx o de autores menos estudiados como Hayek. Imagino a la ciencia igualándolo todo.
*Doctor en Ciencias Biológicas. In vestigador y docente, CONICET-UNR