En medio de todo lo malo y perverso que en estos días ensombrece la vida cotidiana del pueblo argentino, esta columna considera necesario, adecuado y útil compartir algunos apuntes heterodoxos acerca del nombre de las cosas.

Porque nombrar es la primera y decisiva marca de identidad de todo lo que nos rodea y aún de lo que está más allá. Así, el nombre de las personas y de los objetos, como de todo lo que se ve y se señala –como dice el Diccionario de la Lengua Española– es la “palabra que designa o identifica, o sea que representa una cosa”. Todas las cosas tienen nombre. Cosa es todo lo que tiene nombre.

El Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, fue durante décadas uno de los auxiliares más importantes del bien hablar en castellano. Doña María era capaz de poner de rodillas a la mismísima Real Academia, y así normaba nuestra lengua con implacable autoridad. Hoy se consulta poco ese Diccionario, es cierto, y ése es todo un dato informativo porque la ignorancia y el despalabramiento han crecido extraordinariamente.

Lo cierto es que hoy muchas renovaciones lingüísticas se imponen mediante el abuso de textos sintetizados, concisos, confusos, faltos de ponderación o de poca meditación, y los cuales superabundan en las llamadas redes sociales, que en realidad son bastante antisociales si bien contribuyen, por acción y efecto de cierta velocidad irreflexiva a la moda, a que la comunicación humana sea hoy verdaderamente masiva, aunque de lenguaje muy deteriorado.

Nombrar algo es representarlo. Darle vida, reconocerlo. En todas las civilizaciones se comenzó por llamar a las cosas de un modo determinado, y sin dudas a los seres humanos, animales, objetos de uso, lugares, costumbres... Todo empezó por tener un nombre. Así los mares, los países, las ciudades, los sitios de referencia, los héroes y los villanos, una vez fijados en la Historia con un determinado nombre quedan grabados para siempre en el repertorio de la humanidad.

Los nombres sirven para designar y para hacer conocer y distinguir las cosas, sean físicas o ideales. Los nombres se constituyen así en referencias indispensables. La Torre Eiffel, por ejemplo, es el símbolo de París por la historia de su construcción, y su solo nombre define y evoca. De igual modo que Agrigento y el tesoro milenario que hoy es Sicilia sirven desde tiempos inmemoriales para designar personas, lugares, dioses y acontecimientos. Y los nombres argentinos también: el uso y el tiempo los fijan y sintetizan. San Miguel de Tucumán hoy es sólo Tucumán; lo mismo San Fernando de la Resistencia, en el Chaco, y así en otras provincias.

Lo que siempre referencia es el nombre, que identifica, describe y representa. Y por eso cuando es sustituido por otro nombre, es como que se distorsiona también el paisaje. Está pasando desde hace años en la capital de la República Argentina, cuyo nombre ha derrapado al vocablo “CABA", horrible designación que aniquila la poesía y el encanto del nombre original que en 1536 le puso Pedro de Mendoza al llamarla Ciudad del Espíritu Santo y Puerto de Santa María del Buen Aire. Y eso que entonces era apenas un caserío hecho de tierra y de barro, y al que atacaban los habitantes originarios, como fantásticamente narró Juan José Saer en su novela "El entenado". Y ciudad, además, que en 1580 refundó Juan de Garay, que fue el primero en achicarle el nombre, dando inicio acaso involuntariamente a la mala costumbre argentina de andar –siglos después– cambiándole el nombre a las cosas.

En general, en el mundo, no es habitual cambiar los puntos de referencia. Naciones, ciudades, calles, ríos, topografías, no sólo no mutan su designación sino que con el tiempo se reafirman, se prestigian y casi siempre para orgullo de los lugareños. No como aquí en la Argentina, donde generalmente por obra y gracia, o des-gracia, de gobernantes y dirigentes, no pasa década ni gobierno sin que algún funcionario distorsione la historia llamando pato a la gallareta, respetables a los canallas y campesinos a los latifundistas. Como que aquí ni los nombres tienen paz y siempre hay un nuevo prócer a mano, militar o civil, para alterar la representación de las cosas.

Así en el Chaco una ciudad de nombre precioso y significante, El Zapallar, devino hace años en el trillado “General San Martín”. Que no está mal dado el respeto debido al Padre de la Patria, pero El Zapallar había uno solo.

Algo parecido, o peor, pasó en Córdoba, donde a una ciudad de sugerente apelativo –Fraile Muerto– la renombraron “Bell Ville”, anglicismo que degeneró enseguida en el actual y desabrido Bell Ville.

Esa manía de cambiar nombres se aquerenció nomás, en todas las generaciones y todos los gobiernos: la calle porteña que en tiempos de la Colonia se llamaba Cuyo, ahora es Sarmiento; y la calle Victoria se convirtió en Hipólito Yrigoyen. Piedad se transformó en Viamonte; y la mitad de la calle Charcas hoy es Marcelo T. de Alvear. Y en el barrio de Coghlan la sutil Bebedero pasó a llamarse Pedro Ignacio Rivera en memoria de un abogado y político que fue diputado por Mizque, Bolivia, en el Congreso de Tucumán de 1816. Y así siguiendo, la Avenida Republiquetas ahora se llama Crisólogo Larralde y sobran ejemplos, barrio por barrio, de la manía de “desnombrar”, tara que no fue sólo de políticos, sino también de militares y oligarcas, que nos llenaron el país de Rocas y Mitres y Urquizas.

Es de esperar que a los cipayos delirantes que hoy gobiernan no se les ocurra cambiar los bellísimos nombres referenciales que todavía quedan, como Esmeralda o Florida en la Capital Federal de esta República en desguace. O como Huinca Renancó o Venado Tuerto, o en el Chaco Ciervo Petiso y en Santa Fe Gato Colorado. Ni los tantos hermosos nombres originarios que hay en la Patagonia.

La extraordinaria escritora rosarina que fue Angélica Gorodischer renegó hasta su último aliento porque en Rosario a la antigua Calle Real algún ignoto intendente la rebautizó Buenos Aires, y a la Calle de la Aduana la convirtió en Maipú, y Progreso pasó a ser Presidente Roca como la Plaza de las Carretas fue rebautizada Plaza López.

Excepcional provincia, sin embargo, en el interior de Santa Fe sobrevive la hermosa costumbre de finales del siglo 19, cuando decenas de pueblos y ciudades fueron bautizados, todos, con nombres de mujeres: Rafaela, Florencia, Esperanza, Rosario, Margarita, Emilia, Vera, Susana, Guillermina y la lista parece infinita. Y mejor no seguir para no darle ideas a algún tarado municipal de los que hoy sobran en el país.

Nombrar es, desde luego, plantar memoria. O sea reforzar identidad en bien de las jóvenes generaciones. Que están sometidas, hoy y sin que lo sepan, a repertorios lingüísticos extranjeros y colonizantes. Desnombramientos, cabe decir, de los que nuestros chicos y chicas son víctimas.

Como lo fueron y siguen siendo varias generaciones de argentinas y argentinos que en uno de los países más ricos del planeta Tierra fueron y siguen siendo condenados al hambre y la falta de trabajo y de futuro. Ahora por decisión de un maligno desequilibrado y sus cohortes, que rifan este país en nombre de un libertariaje falso como moneda de 7 pesos.