Desde Barcelona

UNO Rodríguez lee acerca de otra de esas medidas para contener barbarismo turista azotando capitales y pueblitos del Viejo Mundo. Se cobrará por arrojar moneda a la Fontana de Trevi. Dos euros por cabeza por lanzar lo que, se presume, era una moneda de un euro o menos. Mal negocio y segura disminución de lo que allí se recaudaba. Y la noticia remite a Rodríguez a su biblioteca; porque, por el otoño (que parece, Rodríguez toca madera de estante, este año existirá para no ser, como en ediciones anteriores, suerte de larga coda estival) se presenta refrescante para poner algo de orden en el caos donde, como canta una canción, no hay error pero hay erratas. Sí: ahora mismo todos los caminos conducen a la tan ruinosa y eterna Roma de su biblioteca. Y los de la fontana monedera le inspira a Rodríguez dictar cesárea ley de esas que ahora se estilan por estos impagos pagos. A partir de ahora, se dice, por cada nuevo libro que entre --a modo de inhumano sacrificio-- tendrán que salir tres. Y Rodríguez la proclama con la firme y épica y laureada erecta seguridad de quien, impotente, sabe que no hará nada por cumplirla.

DOS Y, claro, anteriores purgas, Truman Capote (quien ayer mismo cumplió cien años de inmortalidad) siempre se salvó y nada lo moverá de ahí porque tantas veces lo salvó a Rodríguez. Capote primero como ejemplo de precocidad genial a emular y después (enseguida) por enseñar que Truman hay uno solo y que es imposible hacer capote como lo hizo él. Rodríguez lo leyó --y lo tiene-- todo; pero vuelve una y otra vez a Música para camaleones. Allí, eso de "Es una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo", de "No compito con otros escritores porque no escribo sobre las mismas cosas que nadie que conozca", de "Cada vez que Dios te da un don, también te da un látigo, y la única utilidad de ese látigo es la autoflagelación", de "Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio". Todo escrito, además, durante la más profunda crisis creativa y alcohólica y drogadicta y final del autor, pero aún así... Por entonces, Capote jurándole a todos --en duelos telefónicos o en el campo de batalla de discotecas-- que está escribiendo su gran novela social-proustiana: Plegarias atendidas (algo así como su Megalópolis jamás inaugurada, piensa Rodríguez, quien aún no se repone de su viaje a lo viejo/nuevo/último de Francis Ford Coppola con su magno-arquitecto new-antiguo romano-romántico). Y Capote llegó a publicar puñado de capítulos en Esquire que escandalizaron a sus amigas de la alta sociedad en rascacielos de Manhattan y cayó en desgracia (y por ahí hay serie de tv contando su caída desde penthouses góticos; pero, mejor, vean Hacks, con esa tan capoteana Deborah Vance y, se alegra Rodríguez, habiendo masticado y escupido en los Emmy al intenso e indigesto chef de The Bear quien, seguro, no tiene la menor idea de lo que es "La Côte Basque, 1965"). Y hay noches de insomnio en las que --en lugar de contar tan poco ocurrentes ovejas-- Rodríguez se imagina como versión literaria de Indiana Jones tras alguna de esas reliquias mágicas. Y lo que rescata es el manuscrito completo y extraviado de Pleagarias atendidas de Truman Capote. Eso a lo que Capote --drogado por la emoción o emocionado por la droga-- consideraba "mi novela póstuma; porque si no la mato yo va a matarme a mí... Un libro tan perfecto que nadie salvo yo podría escribirlo". ¿Y qué paso? Pasó que Capote empezó a escribirse a sí mismo y eso fue lo que lo acabó. Capote descubrió que era más fácil inventarse que inventar; y se convenció de que la propia vida es la mejor obra posible y que entonces ya no tiene mucho sentido seguir escribiendo. Lo que le sucedió a Capote --o lo que Capote permitió que le sucediera-- ya le había pasado a Fitzgerald, a Hemingway, a Kerouac y a Salinger (aunque éste último tuvo la astucia de neutralizar el síntoma: porque sus personajes tendían a la desaparición y la misantropía). Pero Capote empezó muy temprano con la (re)creación de Truman, niño prodigio con madre disfuncional y padre ausente y cierta tendencia a reescribir lo que lo rodeaba. Las primeras dos cartas --desde un adolescente 1936, incluidas en Un placer fugaz-- ya dan cuenta de elección de nuevo apellido y de la admisión de que "por la presente afirmo solemnemente" que todo lo que dijo sobre un compañero "fueron nada más que mentiras y calumnias de mi parte". Y ya se sabe cómo sigue y cómo termina. Una mañana de Los Angeles le dice a su anfitriona, Joanne Carson, que "Creo que me estoy muriendo". Enseguida le pide que lo abrace y que, por favor, no llame a ningún médico. "Estoy muy cansado de todo eso", suspira. Su última palabra –la primera palabra que aprendió a escribir– fue "Mamá". La repitió tres veces. Después –cansado de ser Truman– murió como buen personaje para poder así, por fin y al fin, seguir viviendo eternamente como gran escritor.

 

TRES Y ahora --entre los centenarios fuegos artificiales-- hay nuevo libro no de Truman Capote sino (más o menos lo mismo) sobre Truman Capote y su vida. Y en una de sus últimas entrevistas —concedida al escritor Edmund White— un Capote borracho y duro de cocaína se despide casi gimiendo: "Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros y... Es una vida verdaderamente horrible". Y este libro --Truman Capote: Remembranzas y confidencias de amistades, enemigos, conocidos y detractores-- es la demorada traducción de fiesta coral de donde anónimos y ultra-famosos y colegas compiten por ver quién tiene la anécdota más graciosa, reveladora, emotiva, feroz, desoladora o, sí, horrible del pequeño gigante con cascabelera voz de serpiente para cuyo veneno no había antídoto. El anfitrión y magistral maestro de ceremonias no es otro que el casi gatsbyano y festivo George "The Paris Review" Plimpton quien --junto a la formidable Jean Stein-- ya había aplicado este sistema a su magnífica reconstrucción de la heredera contracultural warhol-dylanita Edie Sedgwick. Eso que Plimpton definía como "periodismo participativo" y que no era otra cosa que el permitir que gente que sabe (o no) lo que dice hable y cuente a micrófono abierto y luego ordenarlo con gran pulso narrativo y a sangre caliente. El Show de Truman, sí. Y, claro, hay tanto para decir sobre Capote que aquí cuesta escoger algo. Puesto a elegir, Rodríguez se queda con ese formidable testimonio (casi un cuento de Capote) de la muy joven Kate Harrington a la que Capote abduce como a su experimento en plan My Fair Lady. Pero, también, por encima del chisme y la maledicencia, el libro a muy vivas voces de Plimpton no descuida el hecho de que --más allá de la propia definición de Truman por Capote-- además de adicto a las drogas y homosexual, este hombre era un genio genial.

 

Y Rodríguez se pregunta cuáles serán los tres títulos/ovejas (en realidad seis: porque también acude a la llamada del brillante La dificultad del fantasma: Truman Capote en la Costa Brava de Leila Guerriero) a sacrificar para que entre éste. Y para escogerlos arroja moneda al aire a la vez que piensa en esos tan de moda indultos/amnistías y conciertos/desconciertos y pan/circo: medidas sin medida para que, por su obra y gracia, todos amen al musical y camaleónico Rodríguez César I. Y puntual Ave y S.O.S. Salve y los que van a leer te saludan hoy pero --susurrado memento mori-- tal vez te acuchillen mañana.