A veces comía así, a deshoras. Por aburrimiento, por ansiedad o quizás, por el solo hecho de sentir que hacía lo que quería. En cierta forma, era una manera de asumir su poder.

Hacía casi un mes que estaban en la Costa. La casita de los padres de Pedro casi no se usaba, así que no tuvieron problemas en pasarse todo ese enero tirados al sol ignorando el tiempo.

Pedro y Virginia se habían conocido en la secundaria, aunque recién empezaron a salir dos años después de haber egresado. Fue en una de esas reuniones de ex alumnos a las que Virginia le escapaba, donde por fin, Pedro pudo salir del caparazón y conquistarla después de estar enamorado durante varios cuatrimestres.

Casi que llegaron con lo puesto. Solo un bolso para los dos. La idea era pasar unas vacaciones sin planificar nada. Que la historia se vaya escribiendo a medida que movieran sus pies. A pesar de que Pedro era bastante estructurado, siempre se dejó hipnotizar por la mirada furtiva de Virginia. De a poco fue aceptando su filosofía hippie y fue copiando sus movimientos como un condenado que vive dentro de un espejo.

El sol, la cerveza helada, la música de Los Stones, le daban un recreo a la idea que a Pedro le venía zumbando en la cabeza desde que habían empezado a salir: esta historia no puede durar mucho tiempo.

Estar con ella fue lo que siempre había buscado, pero a su vez, se daba cuenta de que el flaco que estaba loco por ella iba desapareciendo. De pronto se sentía un extraño sentado en la arena armando pulseritas y collares para que Virginia después las vendiera por la playa. Antes de viajar, habían ido a Once a comprar una bolsa con mostacillas, hilos y piedritas de diferentes colores para hacer las pulseras que Pedro ahora veía dentro de una madera cilíndrica, bien acomodadas. Virginia las exhibía por la arena con total naturalidad, con una seguridad que Pedro siempre le había envidiado. Desde su lugar miraba como algunos chicos de su edad le miraban el culo cubierto con su jean cortado. O se perdían en la dulzura de su cara mientras les ofrecía las pulseras. Tenían la misma mirada que tenía Pedro en la secundaría cuando la veía en el recreo mirando ciego su remera de los Stones, el flequillo enmarcando los ojos marrones, la pollera hindú, su andar despreocupado como si supiera que no existiría un después. Cada vez que la observaba confirmaba su teoría de que esa historia no podía prosperar. Pero tampoco lograba alejarse. Se sentía un preso sin cadenas, como un hierro intentando escapar de un imán.

En todos los años que habían pasado juntos en la escuela nunca le había conocido un novio estable. Había tenido algunas historias pasajeras con algún chico de otra división. Pero siempre terminaba igual, después de un breve tiempo se separaban, como si ella se aburriera de las relaciones, de las ataduras.

Con Pedro pasaba lo mismo. O él presentía que iba a pasar lo mismo. Algo irremediable, como la muerte. Con Virginia siempre era así, podías tenerla cerca, pero era inalcanzable.

La última noche, como anticipando que no habría otro verano juntos, Pedro le preguntó que le gustaría hacer. Algo nuevo, que siempre hubiera querido y nunca se hubiera animado. Algo que solo pudiera hacer con él. Se lo preguntó con seguridad, diferenciándose del Pedro que caminaba a su lado cada día, como un manotazo de ahogado.

Virginia lo miró a los ojos gastados y le dijo:

—Nadar desnudos.

No hizo falta que Pedro respondiera algo o asintiera. A la medianoche se fueron a la playa, a la parte alejada donde el agua estalla contra las rocas. Ahí donde nadie se mete. Donde alguna noche escondidos hicieron el amor a las apuradas, confundiendo el sonido de sus cuerpos con el ruido que hacen las olas cuando besan a las piedras.

Se desnudaron cuidando que nadie los viera. Guardaron toda la ropa en un bolsón de hilo tejido que Virginia siempre llevaba a la playa y lo ataron a una de las rocas. Ella salió corriendo y se metió al mar como si no existiera nada alrededor. Pedro quiso hacer lo mismo, pero algo lo detuvo en la orilla. Necesitaba ver el mar de frente, sintiendo el viento salado en sus ojos. Lo miró en detalle, sin tiempo, como cada vez que la miraba a Virginia. Su inmensidad, su bravura, su seguridad, su temperamento, su oscuridad, su peligro, su tentación. A pesar de su miedo al agua corrió hasta encontrar los brazos de Virginia que se reía excitada, nunca la había escuchado reírse de esa manera. Una risa tan contagiosa que Pedro se dejó llevar. Los besos se perdieron en la oscuridad de la noche. El agua helada se les clavaba en los huesos.

En un momento Virginia lo empujó y muerta de frío volvió hacia las rocas. Se tapó apenas con una toalla y con piel de gallina y los pezones endurecidos, veía como Pedro danzaba junto con las olas. Los brazos en alto mientras el mar lo zamarreaba para todos lados como si estuviera bailando con alguien que no sabe llevar los pasos. Después de vestirse y antes de volver sola a la casa, Virginia miró a Pedro mecerse en la profundidad y por primera vez lo sintió cerca de ella.

Cuando llegó a la casa se puso un pulóver de Pedro, necesitaba sentir el calor de la lana acariciando su cuello. Se acercó hasta la heladera y sacó unas porciones de pizzas que habían sobrado de la cena. De uno de los estantes agarró un CD de Los Stones, el mismo CD que le había regalado Pedro porque ahí se encontraba la canción que le había dedicado. Lo metió en el equipo de música, buscó el tema y apretó Play. Recién cuando escuchó que la melodía de Sweet Virginia iba pintando las paredes de la habitación, se sentó a comer en el piso, arriba de unos almohadones, mientras esperaba que Pedro volviera.

 

A veces comía así, a deshoras. Por aburrimiento, por ansiedad o quizás, por el solo hecho de sentir que hacía lo que quería. En cierta forma, era una manera de asumir su poder… al igual que el mar.