Dentro de una programación cuidada y de gran calidad (ver aparte), hay una película que sobresale en la 12° edición del Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires (FIDBA). No solo por sus virtudes cinematográficas o su temática urgente, sino también por el nombre de uno de sus directores. Se trata de A Queda do Céu (La caída del cielo), último trabajo del cineasta brasileño Eryk Rocha, codirigido junto a su compatriota Gabriela Carneiro da Cunha: una exploración a través de la cultura yanomami, uno de los tantos pueblos nativos silenciados que forman parte de ese subcontinente que representa Brasil en Sudamérica.
La película los retrata de forma integral, observando su vida cotidiana, registrando las dificultades que atraviesan en su relación con la cultura occidental que rige el país y, sobre todo, intentando comprender su cosmogonía. En ella, sueño y realidad se trenzan para forjar un vínculo con el mundo, que en apariencia es casi opuesto al que conocen quienes habitan el ámbito urbano.
Dueño de una mirada cinematográfica lúcida y precisa, Eryk Rocha es además el hijo del notable cineasta Glauber Rocha, fundador del Cinema Novo en los años ‘60 y uno de los nombres clave del cine social latinoamericano. Las conexiones entre el cine de Glauber y el de Eryk son evidentes, pero no obvias. Hay algo en la mirada del hijo, en la forma en que su película junto a Da Cunha intenta dar cuenta de un universo ajeno, que indudablemente dialoga con la obra del padre, siempre atenta a los espacios menos visibles de la sociedad. A Queda do Céu se proyecta este martes a las 21 en la Sala Caras y Caretas, Sarmiento 2037, luego de la ceremonia de apertura del FIDBA.
-Tu filmografía incluye más de diez largometrajes que en su mayoría retratan cuestiones vinculadas a la vida urbana. ¿A Queda do Céu es tu primera aproximación al Brasil rural y selvático?
Eryk Rocha: -No, mi anterior película, Edna, en la que Gabriela fue guionista, también se rodó en la frontera entre los estados de Pará y Tocantins. Esa fue nuestra primera experiencia en la Amazonia brasileña.
-¿Y por qué decidieron retratar esa otra parte de la realidad de su país?
E. R.: -Quisimos mostrar la lucha y la cultura yanomami, pero también la cultura de destrucción y explotación que prevalece entre lo que Davi Kopenawa, el líder tribal de los yanomami, llama con acierto el “Pueblo de la Mercancía”. Son estas visiones del mundo, de la imagen y del cine las que se debaten. Davi es perfectamente capaz de nombrar a las personas que quieren robar la selva yanomami y las huellas que estas personas y su sistema económico han dejado en la tierra. Nuestro deseo es que la cultura yanomami se vea como una cultura viva, contemporánea y floreciente, pero también que la cultura napë (no indígena y blanca) se vea a sí misma desde una perspectiva chamánica y una geopolítica anticolonial.
-A Queda do Céu está basada en un libro escrito por Davi, que en la película oficia más como narrador que como protagonista. ¿Qué es lo que les atrajo del libro para adaptarlo al cine?
Gabriela Carneiro da Cunha: -El deseo de hacer la película surgió del libro y de la relación que tuvimos con él. Es un libro precioso que da pie a no una, sino a muchas películas. Sin embargo, nunca pensamos en adaptarlo, porque es enorme e inadaptable. Se trata más bien de un nuevo capítulo cinematográfico del libro. La cosmogonía yanomami es muy audiovisual. Nos centramos en la tercera parte del libro, donde Davi vuelve el espejo sobre nosotros mismos, los napë, para decirnos quiénes somos desde su perspectiva, que es la de los yanomami y la de los espíritus de la selva amazónica brasileña.
-¿Cuáles fueron los principales desafíos a los que los enfrentó esa relectura cinematográfica y de qué forma los resolvieron?
E. R.: -La película es la expresión cinematográfica del embeleso que sentimos al leer el libro, por supuesto, pero sobre todo de lo que hemos vivido en carne, hueso y espíritu a lo largo de los últimos siete años de relación con Davi y los yanomami. Así que el guión que escribimos sirvió más como base de estudio que como algo a seguir durante el rodaje. Una vez ahí, nos sentimos mucho más impulsados por los yanomami y provocados por el lenguaje estético de esas ceremonias de las que participamos, que en gran medida supusieron un reto para ampliar nuestra comprensión del cine. Es una película en la que la cámara no sólo mira a los yanomami, sino también a nosotros, los no indígenas.
-En ese mismo sentido, ¿ustedes como cineastas creen que la inclusión e integración de estos pueblos es un proceso viable?
E. R.: -Mirá, esta película se rodó con un equipo híbrido de indígenas y no indígenas, muy reducido. La cámara entra en esta relación, igual que el cuerpo, los ojos y los oídos. No se trata de mantener algo inmutable y distante, sino de cambiar junto con lo que te afecta. En este sentido, nuestro encuentro y relación con Davi y el pueblo yanomami se produjo como una confluencia entre cines: el cine de la cámara, el micrófono y el montaje; y el cine de la teatralidad y el ritual. Ambos en un esfuerzo mutuo por encontrarse, provocarse, tensarse, cruzarse y crear imágenes y sonidos que sostuvieran el cielo a punto de derrumbarse.
G. C. D. C.: -Todo empezó con una coproducción entre nuestra productora y la Asociación Hutukara Yanomami. Pasamos años trabajando en la preparación de la película y formando ese equipo híbrido. Formamos a jóvenes directores yanomami, como Morzaniel Ɨramari, Aida Harika, Roseane Yariana y Edmar Tokorino, que trabajaron durante el rodaje y además realizaron sus propios cortometrajes, que ya se han proyectado en varios festivales de cine y arte de Brasil y de todo el mundo.
-A partir de experiencias como esta, ¿creen que es imposible plantear la negociación entre pueblos como los yanomami y el Brasil “blanco” por fuera de la idea de una guerra, una palabra que aparece de forma repetida en el discurso de Davi?
G. C. D. C.: -En Brasil tenemos una indígena del pueblo Xakriabá, Célia Xakriabá, que dice algo muy bonito al respecto: “Somos los que insistimos en la fiesta sabiendo que estamos en guerra”. La guerra y la fiesta son la lucha, y nos parece que aún queda mucha lucha por delante. Una lucha que nunca termina porque los blancos insisten en no escuchar, en no soñar. O en soñar sólo con ellos mismos, con su proyecto de habitar la Tierra. El territorio yanomami fue demarcado en la década de 1990, después de muchas luchas, y esto no significa que su tierra no siga siendo invadida. Ellos viven hoy una de las peores crisis sanitarias y humanitarias de su historia, provocada por un nuevo agente llamado narcogarimpo. Así que es muy difícil pensar “fuera de la guerra”. Necesitamos una acción estatal inmediata para expulsar a los invasores de la tierra indígena y un cambio radical en las políticas gubernamentales.
-¿Y creen que el cine es una herramienta útil para mediar o aportar soluciones a este tipo de conflictos sociales?
E. R.: -En un continente tan desgarrado y en permanente convulsión social como el nuestro, y en un mundo donde la publicidad y los lenguajes hegemónicos estandarizan y orientan cada vez más cierto tipo de monocultura de la comunicación y de los imaginarios, nos sentimos más libres para buscar otros caminos y alianzas. Y creo que el cine documental, por su ligereza de estructura y presupuesto, está dando testimonio de este Brasil y de esta compleja América Latina en llamas del siglo XXI. Necesitamos relanzarnos en el corazón de nuestro tiempo y reactivar el riesgo, repensar el espacio social y cómo el cine puede insertarse allí.
G. C. D. C.: -Nuestra búsqueda pasó por ver, oír y hacer estallar en la pantalla el sueño y la lucha del pueblo yanomami. Y al mismo tiempo, hacer estallar esta trayectoria de un cine que creemos que navega por lo desconocido, que se mueve entre la materialidad y el espíritu. Davi habla a menudo de que sus palabras son “una flecha en el corazón de los napë". La película trae estas palabras en la voz de Davi, trae los cuerpos y las canciones, y también preguntas que son específicas de nuestro tiempo y que urgen ser respondidas.