Agosto. Qué mes jodido. Uno ya está cansado del invierno, pero el frío no afloja y el viento lo acompaña. Corren una carrera de postas. Se pasan el testimonio y no hay abrigo que los frene. Yo vengo usando este mismo polar todos los días creo que desde junio. Tiene una mezcla de olores tan grande que ya no los siento. Es que me queda más cómodo. Con la campera me siento preso y no me puedo mover con libertad. Sobre todo, se me hace difícil enlazar, por eso elijo el polar y una bufanda de lana que me tejió mi mamá y que me enrosco al cuello.
En agosto se murió mi viejo. Me acuerdo de que mi madre dijo algo como que julio los prepara y agosto se los lleva. Un dicho de esos que ella se sabe. A mí me agarró una bronca tremenda. Lo dijo como que era una fija y desde allí, cada vez que entramos en agosto, me pongo en guardia y de mal humor.
Salimos al campo bien temprano. No importa que todavía esté oscuro. Vemos clarear desde el recado. No me quejo. Estoy acostumbrado y además me gusta ver salir el sol aunque esté pálido y lejos y se tarde horas en derretir la escarcha. Recién cuando volvemos cerca del medio día nos hace una caricia en la espalda.
Hoy me mandaron a buscar la vaca primeriza. Ayer se apartó de las demás y la dejamos tranquila en el fondo del potrero, cerca del alambrado. Pensamos que se había alejado para parir tranquila. Tienen eso las vacas. Les gusta estar solas para tener sus críos. Al revés de las mujeres. Yo tuve que acompañar a Nilda en sus tres partos. No me dejó opción. O entraba o entraba. Yo hubiera preferido esperar afuera como se hacía antes, pero ella que no que no, que tenía que tenerle la mano y ver salir a los gurises, decirle si tenían todos los dedos y confirmar que estaban bien, asegurarme que nadie se los llevara y nos dieran otro que no era nuestro. Nilda ve demasiada televisión y se le ocurre que todo lo que dicen en el noticiero nos puede pasar a nosotros. Yo soy más confiado.
Encontré la vaca y no nos equivocamos. El ternerito debe haber nacido ayer a la tardecita cuando vimos alejarse a su madre. Ella ya se comió la placenta. Me bajo a verle el ombligo. No hay bichera. Es una hembrita. Le pongo la caravana en la oreja y la señalo en la otra oreja. La veo demasiado quieta. La levanto e intento pararla. No tiene mucho equilibrio. Parece medio mareada. Se tambalea. Le veo la mancha blanca en la frente igual que la de su madre que muge con enojo. Medio me torea. No quiere que le ande toqueteando a su hija. La entiendo. Vuelvo a montar. Tengo que arriarlas a otro potrero donde las esperan las demás. Este año no llovió nada y aquí no tienen qué comer. Necesitamos rotarlas lo que podemos. También les acercamos un rollo de vez en cuando. Tampoco nos quedan muchos y tienen que durar hasta la primavera por eso los mezquinamos.
Me pongo en marcha. La vaca camina delante de mí. La ternera lo intenta, pero está floja. Algo no está bien con ella. Vuelvo a desmontar. Alzo la ternera. No es demasiado pesada. La cruzo sobre el recado y me subo detrás. La madre camina conmigo, resignada. Yo voy acariciando la ternera, le hablo para que esté tranquila. Ella sigue sin moverse mucho para mi gusto. Llego a reunirme con el capataz. Él la examina.
--Está jodida, che. Me parece que no pasa el día. Para mí que no se ha prendido a la teta. Mirá cómo tiene la ubre la vaca. Está que revienta.
Me pone triste.
--¿Y si la llevo a las casas?
--Llevala si querés, pero para mí no zafa.
Me voy al paso con la ternera y su madre que camina sumisa y cabizbaja. La llamo a la Nilda. Ella sale secándose las manos con un repasador. Joaquín se asoma detrás, pegado a sus talones y mordisqueando pan. Las nenas ya van a la escuela.
Nilda no me pregunta nada. Se acerca. Olisquea el aire como si pudiera contarle algo. Me hace señas para que baje a la ternera. Entre los dos maneamos la vaca. Nilda la ordeña. Yo le veo el alivio al pobre animal que rebalsa de leche. Mi mujer busca una botella de vidrio y una tetina de mamadera de Joaquín. Se acerca a la ternera. Yo le sostengo la cabeza mientras ella intenta que se prenda a la mamadera improvisada. Nos miramos los dos en mudo entendimiento. Esto sólo significa más trabajo y ni siquiera sabemos si va a andar, pero lo vamos a intentar.
En este punto me plantee si hacer que la ternera viviese y así darle al relato un final feliz. También pensé en que no lograran salvarla y entonces generar una historia donde la voluntad no basta. Las cartas están echadas para todos. También comprendí que esta disyuntiva me permitía esta tercera opción que es contar lo que me pasa a mí mientras lo escribo. Tengo que tomar decisiones y puedo cambiar completamente el curso de la historia. A veces se ve claro qué hay al final del camino, otras, como en este caso, no. Dudo. Me detengo. Pienso. Recreo, imagino y siempre disfruto con el sinnúmero de posibilidades. La ternera puede morir porque ese es su sino y el peón asistir al parto de otra vaca casi en simultaneo, como si una vida compensara una muerte. O puede morir dejándoles vacío y sensación de fracaso, agudizando el frío y el tedio de agosto. O puede sobrevivir y empezar a morder torpemente los primeros pastos de la primavera.
A la tardecita vuelvo fusilado, pero con una ansiedad distinta. Quería ver a las nenas que siempre me reciben contentas y me aturden con sus risas. Sabía que Nilda estaría esperándome para un último mate juntos. Después que se pone el sol ya no tomamos. Nos acostumbramos así. Pero hoy quiero ver a la ternera. ¿Habrá tomado su mamadera? Hay que dársela cada cuatro horas y, si la agarra, la de la noche me va a tocar a mí. Después, difícil que me vuelva a dormir.
Veo a la vaca tranquila, arrancando hierba seca. Tiene una soga larga al cuello y está amarrada a un poste. La Nilda es bicha. Si la deja suelta quien sabe dónde estaría ahora. Primeriza y todo, está repuesta. Es que la ternera es chiquita. Tal vez ha nacido antes de tiempo. A ella no la veo.
Mi pingo va apurado porque sabe que lo voy a soltar y por fin se va a librar de mí y de todo el peso que lleva. Tengo que acordarme de preparar la maleta para mañana. Antidiarreicos, cura bichera, pinza para señalar y caravanear, nuevas caravanas- todas de color rojo que son las que usamos para agosto. Creo que hoy le voy a dar el polar a Nilda para lavar. No da más. Y yo tampoco doy más de tanta mugre.
Hay una manchita marrón como una piedra que se me atraviesa en el camino. Es la ternera. Está envuelta sobre sí misma. No se mueve. Sí, sí se mueve. Espanta un bicho con las orejitas y sacude el cuello. Vuelve a quedarse quieta. Me da más ansiedad todavía. Nilda no sale de la casa. Tengo que hablar con ella. A esta altura, ella ya sabe si la vamos a sacar adelante o no.