"Be careful what you wish/ for because you can achieve it…" Goethe
El profesor Enrico salió a caminar después del mediodía. Por más que no tratase de dirigir sus pasos para realizar una imprevisible secuencia de caminar al azar, como si formase una oración descabellada, desprovista de la concordancia o la rección de sus partes, comprendió que sus pasos repetirían calles que conocía siquiera de algún modo, en que no las tomó en cuenta en su momento. Pensó en ese pasaje del Timeo donde Platón habla del eterno retorno. Pensó que ese hombre había pensado mucho más de lo que él podría… incluso, mucho más de lo que muchos hombres célebres de la historia pensaron a partir de él.
Había atravesados ciento de calles populosas y el murmullo desesperado de aquellos excluidos que reclaman por un mendrugo de subsistencia y un pedazo de tierra para reposar en el eterno silencio que no necesita de ninguna palabra, de ninguna escritura, de ninguna hojarasca que cualquier viento levantisco dispersa hacia la inefable cualidad de la nada.
Un cartonero en los límites extendió su ingenioso artefacto, como una caña de pescar para extraer los cartones desde el fondo del conteiner. ¿Platón lo hubiese introducido en el Sofista como un ejemplo para determinar el género y la especie?
Quizá, se dijo, todas las experiencias de la vida huidiza, vacilante, plagada de incertidumbres y también de esplendores, de momentos fructíferos, de maravillosas predicciones hayan partido para contrariar la proposición de Parménides, el no ser no es o, porque la floración del amor vive en la inmensidad de un todo que desciende hasta el sepulcro de los amantes como las semillas de los jacarandás hacen su trabajo invisible para florecer ante la luz del equinoccio de primavera y descender hacia el equinoccio de Otoño, que para él era el tiempo del ocaso.
Sin darse cuenta, había arribado a los confines del norte y decidió, después de darse un respiro, que no estaría mal caminar por Granadero Baigorria donde vio unos niños que jugaban en un descampado y un poco después, más cerca del río, ante la sucesión de árboles que proponían una suerte de bulevar natural, el revoloteo y gorjeo de los pájaros…
En un intersticio, se acercó a un hombre que reposaba bajo la sombra y le preguntó por el nombre de algunos de ellos. El hombre le indicó Un Palo del Brasil, un Lapacho y un Aguacate y dando unos pasos señaló un árbol que ostentaba pequeñas flores de color naranja. Moral de la China, dijo, y continuó: En los primeros años de nuestra era fue utilizada para la fabricación de pasta de papel… y luego se extendió en un comentario al que apenas pudo prestarle atención porque lo había detenido la palabra papel, que siempre asociaba a la inconcebible escritura de los siglos, y que en su caso se reducían a una desechable hojarasca, similar a las hojas de su contingente calendario.
Agradeció con amabilidad la información y se dirigió hacia el árbol en el que había percibido, en el tronco, el lento descenso de un caracol, que evocaba por el espiral de su caparazón y su regla Áurea, una de sus clases acerca de los grafos. Sus hábitos no lo abandonaban por más que pensara que de algún modo restringían su vida. Quizá era el drama de su ideología que había adoptado como un modo de vida sin pensar que en algún momento, producirían efectos en las personas queridas.
Recordó, no pudo dejar de recordar que hubo un momento de transformación crucial en su adolescencia, en que comprendió que de tanto vagar alrededor de sí mismo, por influencia de tantas lecturas, tropezó con la contradicción de sus sentidos, encontrando algo más en él, que él mismo. Algo así como un extraño que contrasta, en lo profundo de la más imperturbable intimidad, con la experiencia de ser, el que uno cree que es.
La luminosidad del día decayendo por el transcurso de las horas y algunas nubes que se acercaban presurosas desde el este, parecían ser testigo de las marañas secretas que proveen a la vida de extraños sentidos que desconocemos. Pensó en los muertos cercanos que no podía olvidar y cuyas vidas perdidas en el abismo enorme y secreto de un tiempo enigmático, se adentraban cada vez más con la suya. En ese instante decidió retornar, pero… nadie lo esperaba. Su mujer y la más pequeña de sus hijas, habían ido por unos días a Mar del Plata con su cuñada y su sobrina. Por consiguiente, decidió descender hasta la costa. No tardó en recorrer un trecho para encontrar unos pescadores que lo saludaron amablemente. Unos pendían de sus líneas pero, dos de ellos abrieron un hoyo sobre la tierra de un codo por cada lado y acto seguido, arrojaron aguamiel, vino y agua, espolvoreada con harina. No pudo evitar acercarse y preguntar por qué hacían eso.
Para invocar a los dones de nuestros ancestros respondió Elpenor; ellos nos donan los peces para nuestra subsistencia, agregó con firme convicción. Él agradeció la información y Elpenor lo invitó con un vaso de aguardiente, que jamás tomaba, pero que aceptó para no parecer descortés. Luego siguió su camino y no había andado mucho, cuando le pareció escuchar una suerte de coro que invocaba su nombre, proviniendo del lado del río. Una visión engañosa perfilada por los últimos rayos de luz filtrados por las nubes, lo sobresaltó. Era la imagen de su madre que lo miraba con una mirada piadosa. Me fui para no ver como terminabas con tu vida susurró.
Miró a su alrededor y advirtió que estaba completamente solo, intermitente entre las intermitentes abrupciones de la barranca, ahora más solo que nunca y como nunca, más cerca de sí mismo, anudando el cielo y la tierra, hombres y dioses. Por el abrupto sendero, un hombre venía en dirección contraria. Caminaba titubeante como si estuviese ebrio; ya cerca de él, lo colmó de perplejidad, reconocerlo: Tallu, expresó…pero… tú…
Lo sé, dijo el hombre, pero mi forma de morir me ha condenado a vagar sin descanso… y luego siguió su camino. No pudo evitar un sollozo, tal vez todo sea productos del maldito aguardiente, farfulló, quizá me esté volviendo loco, agregó, dejándose caer sobre la tierra grave y sin corazón que lo acogió en su regazo. Esperó que su respiración un tanto agitada se calmase y, haciendo un esfuerzo, trató de levantarse para no dormirse y camino y caminó fatigosamente para salir de ese orbe extraño, donde nada de lo que era le sería dado y lo que le sería dado no tendría lugar.
Cuando alcanzó el límite y cruzó la autopista hacia la avenida de la Florida y de la Rambla, volvió a oír el murmullo de la gente y esa habitual cordura del sentido común que habitualmente nos expulsa fuera de nosotros, al perseguir sin tregua un porvenir que se aleja a medida que se avanza, y nos transporta donde no estamos y hacia donde no estaremos jamás.
El tiempo cronológico indicaba la hora en que la noche se abisma despidiéndose de los últimos estertores del día. En una o dos horas más, estaría de vuelta en su casa y allí, en soledad, sintió la amenaza de volver a girar sobre sí mismo pero al conectarse con la computadora encontró una monografía de su amigo Jorge, donde Platón duda si la virtud puede enseñarse y donde Sócrates recuerda a Menón la distinción de lo particular y lo general.
¿Será la posesión de ciertas cualidades morales, siempre las mismas en los diversos individuos, como la sabiduría y la justicia? Sintió que sin saberlo, su amigo le tendía una mano para olvidarse de sí mismo, recuperando los pasajes del eterno retorno de la reminiscencia y de la metempsicosis…que hacen que la noche sea más profunda y oscura, salvo que se daría a dormir con la débil esperanza de obtener un sueño sin imágenes.