“Es siempre más o menos así. Con mayor o menor pericia se narra, como en un sueño, algo que pudo haber sucedido”. Camilo Sánchez anota esto en “el prólogo que se convierte en homenaje” de Ahora bien, su último libro, que toma como punto de partida al doctor Jacques Lacan en París, una mañana primaveral de 1969. “Tiene 68 años, le acaban de anunciar que su primer nieto de apellido Lacan ha quedado en el camino de la vida, recién nacido, y el doctor Lacan, entonces, necesita deambular un poco por la ciudad”, escribe Sánchez. Al regresar de esa caminata tiene una decisión tomada: volverá a sus estudios de los textos clásicos chinos. Y lo hará a partir de una serie de encuentros con el poeta François Cheng, que se extenderán a lo largo de cinco años. Tres libros lleva el prohombre del psicoanalisis al primero de esos encuentros: del filósofo Laozi (Lao-Tse), los 81 capítulos del Dao de Jing (Tao te King), “ese viaje en quietud, la antigua tradición que enseña que la frase solo existe terminada, que eres tú, finalmente, tu primer lector y el último” ; la obra de Mengzi, “el más lúcido de los discípulos de Confucio, la sugerencia del camino del medio”; y un volumen sobre los dibujos y el trazo singular de Shitao, “que, con un pincel diminuto, se las ingeniaba para envolver el cuerpo inmenso del vacío”. Lacan, una celebridad por esa época, “una clave secreta y enigmática del mundo intelectual de Occidente”, busca un remanso: “Olvide lo que conoce de psicoanálisis en general y de mi teoría en particular, no hacen ninguna falta”, le plantea a Cheng en esa cita inicial.

Puede pensarse en Ahora bien como un libro de cruces y entreveres de caminos, culturas, miradas sobre lo otro para procurarse alivio, conocimiento enriquecedor, belleza, refugio. “La escritura y la verdad serán las dos principales hojas de ruta del itinerario”, escribe Sánchez, un mapa de lugares de encuentro que abarca caminatas, la librería Shakespeare & Co, el consultorio y la casa de campo de Lacan, bares notables de París. “Las señales aguardan al costado del camino: ¿Hay una historia?”, se pregunta, invoca Sánchez a Ricardo Piglia y su Respiración Artificial, escrita “cuando su vida pendía de un hilo, en los primeros años de la dictadura”. “Cuando agarré el primero de los libros de Lacan me quedé impresionado con que se presentara casi como un maestro zen -sitúa Sánchez en el San Cayetano, un bar notable de Belgrano-. Porque dice, a la manera de Rinzai: ‘Comprenderán lo que estoy diciendo cuando sean capaces de comprenderlo’. Ahí dije uah, qué pasó acá: así que empecé a tirar de esa cuerda. Y entonces descubrí que Lacan ya había tenido otro viaje por lo chino en plena ocupación nazi”.

Y es que en esos años Lacan, “furioso con los SS que van y vienen por las calles de París”, consigna Sánchez, no publicará ni una sola línea. Anda encarajinado en su vida íntima, además, emparejado con dos mujeres que están embarazadas. Allí es que se sumerge por primera vez en el estudio de las grandes voces chinas. Por otra cuerda, hacia 1948 el joven Cheng y su familia, raleados de su país tras los horrores de la invasión japonesa a China y una guerra civil, arribaban a París; la familia siguió viaje a Estados Unidos, pero el poeta decidió quedarse en Francia: “Cheng dirá siempre que fue encandilado por escuchar, en la música francesa, un poema del alemán Rilke, que elegía su segunda lengua para decir aquello de Señor da a cada uno su propia muerte, porque no hemos madurado nuestra muerte ninguna en nosotros, por eso viene una tormenta, para despojarnos de todo”. Pronto empezaría a traducir al chino los versos de Mallarmé, Michaux, Saint Jhon Perse, René Char: “Los poemas se publicaban en pequeñas revistas literarias, de vanguardia, en Taiwán, y luego pasarían, muy lentamente, a la China continental”, escribe Sánchez.

UNA IMPRONTA ZEN

Nacido en 1958, este marplatense ejerció el periodismo durante cuarenta años: estuvo, de hecho, en la redacción inicial de este diario. “Defiendo el oficio, soy absolutamente curioso: lo que me interesa es curiosear, salir de mí mismo, descansar de uno –dice–. Y a veces sí, por ahí me meto con temas de largo aliento, más profundos, y así fueron apareciendo los libros que escribí”. Alude, por ejemplo, a las novelas La viuda de los Van Gogh (2012) y La feliz (2018). Escribió también Del viento en la ventana, una trilogía poética (2014). En coautoría con Néstor Restivo publicó, además, Haroldo Conti con vida. En Ahora bien confluyen varias vertientes: “Por un lado está todo un bagaje que tenía, como más secreto en mí, que es el mundo del Dao, de la Dinastía Dang –cuenta Sánchez–. El mundo de la cultura china más clásica, algunos libros de zen que había leído. Junto con Néstor Restivo y el periodista y escritor Gustavo Ng, que es hijo de chinos, armamos hace doce años DangDai, que es la primera revista de intercambio cultural entre Argentina y China. Con Gustavo, además estuvimos estudiando caligrafía china, que es todo un universo. A la vez, y ya por otra parte, desde hace dieciséis años formo parte de La Aldea, un grupo de estudios de psicoanálisis dirigido por Beatriz Tamer, que a su vez se formó con Oscar Masotta en Londres; mi mujer, que es parte, un día me dijo che, ¿por qué no venís? De alguna manera funcioné como alguien ajeno, con la mirada de quien casi no había leído lo que ellos sí, y cierto desparpajo para opinar. Las principales lecturas eran de Lacan; y mucho de lo que él desarrollaba a lo largo del año en sus seminarios estaba dado en el primer encuentro de esa temporada. Me armé, incluso, un libro con los veinte primeros capítulos de los seminarios, las presentaciones, que son las palabras de Lacan ante los espectadores que lo iban a escuchar. Imaginate mi sorpresa cuando veo esa impronta zen en la primera de las presentaciones”.

Sánchez trabaja además una tercera vertiente, la de los autores argentinos que aquí y allá pone a dialogar con la trama: Pizarnik en París, en 1972, mientras se acercaba al abismo, y Piglia asistiendo a un seminario de Lacan; los talleres poéticos de Diana Bellessi durante la dictadura, la correspondencia con Ursula K. Le Guin y su devoción por el Dao Dejing; el paso por lo de Victoria Ocampo de Michaux y las traducciones que de él hizo Borges; la lectura temprana que Borges hizo de Laozi y su soneto sobre el I Ching; las luces y las sombras de una entrevista con Olga Orozco y el recuerdo de sus primeros poemas. “Yo tenía todo un camino recorrido de lecturas con estos autores que aparecen en el libro como tributo: con Diana hice mi primer taller literario”, dice Sánchez. Empezó a escribir este libro en 2020, apunta, cuando ante la pandemia se refugió en una cabaña en el delta del Paraná. Diez años atrás había asistido a una conferencia de Cheng en el Collége des Bernardins: “En estos tiempos de miserias omnipresentes, de ciegas violencias, de catástrofes naturales o ecológicas, podría parecer que hablar de la belleza es incongruente, inconveniente, provocador, casi un escándalo”, dijo aquella vez el poeta chino, y podrían ser esas palabras una cifra de Ahora bien, porque la escritura de Camilo Sánchez, su cadencia y los universos que pone a dialogar en este libro están en las antípodas del tiempo miserable que, por caso, nos fumamos aquí y ahora.

“¿Vos viste lo que es esa cultura? Ojalá alguien se lleve un saborcito, con este libro -dice Sánchez-. Michaux fue una de mis entradas al mundo chino, o Edmond Jabès. La relación entre Cheng y Lacan no ha sido un tema muy transitado; sé que hay ensayos psicoanalíticos para la grey, pero no se había contado esto como una historia, y creo que ahí hay un atractivo. De ahí la pregunta que remite a Piglia: ¿hay una historia? Uno puede tenerla, pero la verdad es que durante el desarrollo de la escritura, tras soportar el caminar por un lugar donde no lo tenés claro, se te despeja la manera de abordar lo que estás haciendo. La cosa se me aclaró cuando decidí contar en presente lo que sucedía en los años en los que estuvieron juntos, sobre todo a partir de imágenes disparadoras, y en pretérito lo que estuvo antes y lo que sobrevino después. Acá lo convierto un poco en poeta a Lacan, agarro sus textos y los pongo como si los escribiera en un bar; hace no mucho me enteré de que su primer escrito publicado fue un poema. Siempre se percibe que él tiene, y al final de su vida lo dice, un sabor por lo poético y por el humor”.

François Cheng cumplió 94 años el 30 de agosto pasado, reside en París y ocupa el sillón 34 de la Academia Francesa. “Para mí Cheng es un nexo entre dos mundos-dice Sánchez-. El tipo aprende francés leyendo a los mejores poetas franceses y los lleva a China, y después agarra a los mejores poetas chinos y los trae a Francia, que es traerlos también al español y al inglés. Nunca quiso sacar rédito de su vínculo con Lacan; recién diez años después de su muerte, cuando la hija armó el libro Lacan cotidiano, con voces de diversas personas que lo conocieron, cuenta de la relación y que lo tuvo que soltar, porque lo volvía loco: Cheng tenía que concentrarse en terminar su libro sobre la escritura poética china. Recién a unos treinta años de su muerte escribió un texto bellísimo, La sonrisa de Lacan”. Anota Cheng, en 2018: “No olvido esas largas búsquedas de sentido compartidas, en horas de la noche, en el antiguo ámbito chino, hechas de ensayo y error, y de reflexiones, de relanzamientos y refutaciones, de felices hallazgos o aceptación de nuestros límites. Tampoco puedo olvidar esos momentos donde el necesario antagonismo daba lugar a la irresistible complicidad”. Dos cabezas distintas, dos culturas, dice Sánchez: “Pero es lo lindo, por ahí: tenemos que aprender, y no enojarnos, con las otras culturas”.