En 1994, tenía once años. Era invierno en Miramar. Desde hacía un tiempo había empezado a cultivar un ritual de infancia que consistía en pedir deseos en la punta de la escollera y tirarme al mar (¡un clavado!) para que se cumplieran. Esa tarde fui a la escollera de un balneario del centro y perdí el equilibrio en la punta de la roca. El deseo: ver a Maradona campeón del mundo. Volví congelado a mi casa, con el asma trotando en el pecho. En la cama de mi mamá, vi Argentina vs. Nigeria. El epílogo del partido es la imagen de la enfermera rubia que se lleva esposado a Maradona y, horas después, el anuncio del doping positivo. Nadie podía calmarme. Lloré tanto que el asma creció y me dejaron faltar por varios días al colegio. Era la pérdida de la inocencia, el pasaje abrupto a la adolescencia, el cambio de velocidad de la vida que se precipita a un agujero negro y la certeza de que los deseos no se cumplen aunque saltes bien alto desde el muelle de pescadores.

Un par de años después, un amigo me mostró con la guitarra, en esa misma escollera, en un unplugged en el que participaba el groove de las olas, la canción que Los Piojos le dedica a Maradona. Con esa banda de sonido me tomé el Rápido del Sur y me fui a tatuar la cara de Diego modelo 1990 en el brazo izquierdo. Lucho, el tatuador en cuestión, puso la canción de Los Piojos mientras me pinchaba. Me acompañó mi amigo Dalponte, que asentía con la cabeza en gesto de aprobación mientras los rulos maradonianos escalaban sobre mi hombro. En un pasillo de la galería Sao, entre maniquíes surfers y trajes de neoprene, me miré el brazo un rato largo frente al espejo y le di la bienvenida al Diego. Volví a casa y ya sabía de memoria la intro de la canción, la que Andrés Ciro Martínez recita sobre un acompañamiento de timbales: Dicen que escapó de un sueño/En casi su mejor gambeta/ que ni los sueños respeta/ tan lleno va de coraje/ sin demasiado ropaje/ i sin ninguna careta/ Dicen que escapó este mozo/ del sueño de los sin jeta/ que a los poderosos reta/ y ataca a los más villanos/ sin más armas en la mano/ que un 10 en la camiseta.

Se trata, como dice mi amigo Martín Pérez Calarco, de la misma estructura poética a la que responde la sextina de José Hernández en el Martín Fierro: por la distribución de la rima (que deja el primer verso de cada estrofa sin correspondencia), por el número de versos y por sus características métricas (todos octosílabos salvo un eneasílabo defectuoso). Maradona es el Martín Fierro del siglo XX: el mito cultural de la patria. ¡Y yo soy un adolescente que lo tiene esculpido en el brazo!

La cuestión es que días después, cuando saque, ansioso, el papel film que lo recubre, luego de inspeccionar molecularmente sus facciones, tras masajearlo con la crema hidratante que me recomendó Lucho, algo va a empezar a cambiar. Mi piel se levanta, se estira, se escama, aparecen protuberancias, las cejas de Maradona toman la forma de una cordillera, y el puntillismo de Lucho se ve herido por un cordón grueso y elevado de sombras. De un día para otro, Maradona se convierte en la Mona Jiménez. O en el gaucho Martín Fierro. Mi tatuaje es un meme antes de que existieran los memes. Es el Ecce Homo de Borja restaurado por Cecilia Giménez. O la cara de Jeff Goldblum en la película La mosca, de David Cronenberg. O la rama de timbo que el Tati Benítez, en la película de Sorín, El camino de San Diego, encuentra en la selva misionera y cree que es igualita a Maradona festejando un gol.

Mi mamá se va a convertir en la enfermera rubia pero del lado del bien. Me va a diseñar una cinta de tela blanca para cubrir la mancha negra del sol y de la vergüenza del verano. Me va a llevar a médicos que van a explorar mi piel como si fuese la de un alien alérgico. Esos mismos médicos van a hacer pruebas con un láser noventoso (nunca nada me dolió tanto) que, como un palimpsesto, no va a expulsar nunca del todo a Maradona de mi brazo, más bien lo va a convertir en la huella de una escritura que se remueve pero jamás se borra.

Durante mucho tiempo de la adolescencia sentí, por el amor que le tenía al Diego, un poco de culpa de que mi cuerpo no lo hubiese tolerado. Esa celiaquía de la piel me mortificaba. Por otra porción de tiempo, no pude escuchar la canción de Los Piojos. Después me acostumbré a la contradicción: llamarme Gallina y ser fan de Boca; amar a Maradona y tener una sombra en el brazo que escondo.

Hace unos días, para mi cumpleaños, encontramos una tatuadora que se animaba a hacerme un cover y taparme definitivamente lo que queda de Diego. Pensé en superponerle una montaña en blanco y negro. O una trama de espuma de esas que dejan las olas cuando rompen en la orilla. O directamente unas olas. Algo que tape. Fui hasta San Telmo, desenvainé el brazo, ella lo vio y me dijo: no, no me animo.

Ahora pienso que se van a quedar ahí para siempre, que esas manchas son obstinadas, que permanecen como el Diego en la canción de Los Piojos: Cuando se caigan a pedazos las paredes/ de esta gran ciudad/ cuando no queden en el aire más cenizas/ de lo que será, qué será.



Andrés Gallina nació en Miramar en 1993. Es Doctor en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires (Conicet) y docente de Historia del Teatro en la UBA. Junto con Matías Moscardi escribió los libros: Diccionario de separación: de Amor a Zombi (Eterna Cadencia) y Guía maravillosa de la costa atlántica (Sudamericana). Acaba de aparecer su tercer libro conjunto: Museo del beso (Reservoir Books). También escribe para teatro; entre sus últimos trabajos, participa de Lo que se pierde se tiene para siempre, dirigida por Anahí Berneri. Es editor en Paripé Books y codirige, con Eugenia Pérez Tomas, la editorial Bosque Energético, especializada en la publicación de diarios íntimos.