En una escena clave del primer episodio de El pingüino, la nueva serie de Max sobre el emblemático archienemigo de Batman en el universo de DC Comics, Oz Cobb (Colin Farrell) le relata una anécdota a Alberto Falcone (Michael Zegen), el heredero de La Familia tras la muerte del patriarca Carmine, ocurrida en el final de la última The Batman (2022) de Matt Reeves. Alberto, algo absorto entre el duelo y el remolino de sus adicciones, está recostado en un sillón de ese club nocturno que funciona al mismo tiempo como santuario del vicio y como antesala de la asunción de un nuevo poder. El relato de Oz se remonta a su infancia, en un barrio periférico de ciudad Gótica, que nos permite imaginarlo con los contornos de la Little Italy descubierta en las películas de Martin Scorsese, o en aquella postal nostálgica de los albores del siglo XX retratada por Francis Ford Coppola en El padrino II (1974). Un mafioso de barrio camina por las callecitas empedradas, recibe el respeto de su comunidad, oficia de consejero, de padre y protector. A su muerte, todos lo lloran con el sombrero en la mano, su final es el de los hombres queridos y recordados.
El final de la anécdota se interrumpe con una estruendosa carcajada. El escuálido Falcone se mofa de las modestas ambiciones de Oz, despertando en su mirada una ira impetuosa, imposible de refrenar. La ira de los despreciados. Es en ese instante donde todo cambia y la sucesión de La Familia se reconfigura. A partir de esa pregunta retórica sobre qué tipo de líder se quiere ser, Oz devela que anhela ser amado antes que temido, ser despedido con lágrimas verdaderas antes que abandonado en una silla a la intemperie, en el más triste y solitario de los finales. Ese es el eje de la serie creada por Lauren LeFranc (Agentes de S.H.I.E.L.D.), dirigida por Craig Zobel (Compliance, La cacería) y producida por Reeves, que en sintonía con las nuevas producciones de DC y Warner, desde Guasón (2019) hasta la versión de Batman de Robert Pattinson, hunde sus raíces en el cine de los años ‘70, en las narrativas de gángsters situadas en calles hediondas, con paredes graffiteadas y llenas de basurales que evocan una Nueva York a punto de ebullición. Aquí no aparece el hombre murciélago, ni el batimóvil, ni Gatúbela, solo un criminal humillado que ansía su validación.
Y nuevamente, como en The Batman, es Colin Farrell el que encarna a esta versión previa a la mascarada de "El pingüino", antes de llevar ese nombre de fantasía y silenciar el de Oswald, un ladero de los Falcone a punto de ser desplazado del negocio de la droga, que decide dar cuerpo a su ambición y perseguir su triunfo. Es difícil reconocer a Farrell debajo de tanto maquillaje y prótesis de látex, pero es el peso de su mirada encendida y ansiosa de aprobación el que asoma en cada plano fijo de su rostro. Subido a su auto violeta, o caminando con caricaturescos vaivenes por los bajos fondos de la ciudad, recuerda al villano grotesco que compuso Danny DeVito bajo las órdenes de Tim Burton en Batman vuelve (1992). Pero cuando conversa con su madre (Deirdre O'Connel), intentando hallar la valentía que se escabulle entre sus dedos al verse acorralado, o en sus flamígeros intercambios con Sofia Falcone (Cristin Milioti), heredera impura de ese clan que también la desprecia y cuyo poder quiere arrebatar, Oz nos recuerda a un hombre real, escondido bajo la ofensa de los que tienen el poder.
A quien mejor evoca la interpretación de Farrell es al Joe Pesci de Buenos muchachos (1990), un mafioso impetuoso e irascible, propenso a los arrebatos de furia y las explosiones de terror. El primer impulso de Oz sobreviene en el inicio de la serie y define todo su recorrido: el encuentro con Alberto avizora el precipicio pero también el ascenso a la cima de Ciudad Gótica. Pero también esa furia incontenible lo une a quien será su principal e inesperado aliado en la cruzada por el reconocimiento. Vic (Rhenzy Feliz) es uno de los rateros que vandaliza el amado auto morado de Oz y tras la primera balacera se convierte en un ángel rescatado, un niño tartamudo que le recuerda sus propios padecimientos. Entre ambos surge un sentimiento clave para el ánimo de la serie, inspirado en la ambigüedad de todo lazo de amo y esclavo, pero también en aquellas amistades preñadas de dolor como las del círculo de Buenos muchachos en el que ser o parecer definía la distancia entre la pertenencia y la traición. A la manera del Tommy De Vito de Pesci, Oz busca refugio y consejo en su madre, el último reflejo de su orgullo y el empuje definitivo para su validación. Sin los tallarines con la salsa rojo sangre, sin los destellos borderline de ese universo scorsesiano, el underworld de Ciudad Gótica también se tiñe de ópera y mafia.
Y en este soliloquio para su personaje, Farrell ha madurado desde esa breve y previa aparición en The Batman, ha logrado aportar carnadura tras el disfraz y la mitología del cómic, ha forjado un hombre de un niño despreciado y un villano de historieta. Por ello las anécdotas podrían salir de la boca del Scarface de Paul Muni, verborrágico desclasado que consigue su puesto y su poder a fuerza de temeridad y balas. Farrell condensa en su interpretación todas esas referencias, las de la juventud de Vito en la procesión de San Rocco en El padrino II, en la que podemos vislumbrar la silueta de Oz en la del joven Clemenza; o en el universo dantesco de Buenos muchachos, signado por ascensos y caídas vertiginosas, golpes de suerte y claudicaciones; o en ese pionero abanico gángsteril en la Scarface (1932) de Howards Hawks, heredera de la historia de Al Capone pero también de la tragedia de los Borgia en un pandemónium de jazz y ametralladoras.
Farrell entiende que su personaje se nutre de toda la historia del cine –y también de la televisión, si pensamos en la herencia de Los Soprano para el sello HBO devenido en Max–, y no solo de la escritura de Bob Kane y Bill Finger, artífices del personaje en la órbita de DC. Sus virtudes son el don de la palabra, el que pone en marcha para convencer a Sofía, su impensada némesis recién salida de las fauces de Arkham, en su aliada; el que consigue la lealtad de Vic con ingenio y una buena dosis de paternalismo; y el que le permite diseñar una trampa que envuelva a sus enemigos para salir victorioso. Pero junto a ese ingenio y esa virtud camaleónica anida una ira atávica, cultivada en años de desprecio e indiferencia, que anhela la venganza prometida. Como Tony Camonte –reinventado Montana en la explosiva remake de Brian De Palma–, Oz sale del barro, de los márgenes de una Historia que no quiere reconocerlo, que lo ningunea y lo atormenta, sembrando de rencor e inseguridad cada paso de su ascenso. Pero hacia allí va, firme en el revés de toda belleza y bondad, impulsado por los sinuosos impulsos de una reverencia que siempre se cree merecida.