Algo que comenzó en otro planeta. Un amigo de la escuela primaria, hoy guitarrista clásico, lo sacó de la timidez y a través de él tuvo acceso a la enorme discografía de su padre, mayormente rock de los setenta. Juan Bayón se sentaba a escuchar, silencioso y atento, y sentía que estaba en Marte. Luego tomó algunas clases de piano y conoció bateristas y otros guitarristas, pero no bajistas. Y entonces escuchó, de adolescente, a Flea.

“Me cuesta imaginar cuántos bajistas hizo Flea por esos años, cuando tenía el desparpajo de salir por la radio tocando el bajo sin resignarse a ser parte del decorado”, cuenta Bayón, contrabajista, compositor y docente, uno de los intérpretes más destacados de la escena local. Otro amigo de la escuela tenía un bajo y allí ocurrió la primera epifanía. Le pasó un par de temas de Queen, y fue tan fuerte el cosquilleo interno que hasta hoy recuerda el color de las paredes del cuarto, los muebles, los posters en la pared. Ahí mismo, confirma, se hizo bajista aunque no lo sabía tocar ni tenía uno.

Esa misma noche se lo contó a sus padres y supo que en un viejo armario había guardada una guitarra criolla de una abuela que nunca conoció. Otro abuelo había sido trombonista. Las dos cuerdas más agudas no interesaron en absoluto: empezó a tocarla como si fuera un bajo. “Flea y esa guitarra me hicieron músico. Los caminos que siguen las semillas que plantamos son inexplicables”, dice quien como integrante del trío de Adrián Iaies fue nominado a un Grammy Latino y ha sido jurado del Fondo Nacional de las Artes. Como gestor cultural Bayón co-dirigió el sello discográfico Kuai Music, que editó 52 discos de música argentina contemporánea.

Un profesor de literatura del colegio, Anibal Jarkowski, le prestó una serie de discos de Jaco Pastorius. Causó una profunda conmoción. En la adolescencia convivían el jazz rock con el rock nacional y extranjero, el metal, el blues, el folklore argentino y cualquier cosa que escucharan sus amigos del colegio con hermanos mayores. A fines de los ’90 se acercó a la escena punk-hardcore de Buenos Aires –editaba un fanzine, tuvo bandas– mientras que en simultáneo, por primera vez, empezó a estudiar el bajo con Willy González. El bajo de seis cuerdas que vio en su foto lo convenció. Al suyo, lo llenó de calcomanías punk. La que decía “hazlo tú mismo”, ética hardcore por excelencia, todavía resuena.

Con Will, aprendió la teoría jazzística en el camino de la música latinoamericana y argentina. Hasta que un día le prestaron un casete copiado de Kind of Blue, de Miles Davis. No entendió absolutamente nada, ni siquiera le gustaba. “La oferta no era infinita como ahora, lo que llegaba a mis manos lo mataba. Había empezado a ir al colegio en colectivo y en ese invierno durísimo, todavía de noche y con un frío horrible en ese 109, entendí Kind of Blue saliendo de mi walkman. No en términos teóricos o siquiera conceptuales: el clima general de lo que escuchaba estaba interpelando lo que estaba viviendo”.

Fue su segunda epifanía. En esa rara sensación de sonidos y emociones, Miles se convirtió en el músico más importante de su vida –su disco favorito sigue siendo Miles Smiles– y nunca volvería estudiar a un bajista como lo hizo obsesivamente con Paul Chambers y Ron Carter. Ese instrumento grave era lo único que le importaba para tocar exclusivamente jazz y convenció a sus padres para comprarlo. “Todas las inseguridades que había tenido con el bajo eléctrico se fueron: finalmente esto era yo, para bien o para mal, hablando a través de un instrumento. Los músicos somos cantantes, el instrumento es lo que media entre la oreja y la realidad y cuanto antes podamos olvidar al intermediario, mejor”, resume.

La conexión con el contrabajo es definitiva: no sabría vivir sin él. En la crisis del 2001 todo explotó por los aires en su generación. “Por las razones que fueran no recibí más que apoyo. Apoyar a un hijo que hace lo que querés es una pavada; apoyar a un hijo que no tenés ni idea de lo que está haciendo, eso sí es la última frontera. Tuve suerte”, enfatiza, a sabiendas que muchos músicos no pudieron pasarla. Al jazz lo define como un método y como una suerte de entrenamiento. Una forma de vida, también, que abriga en el concepto del artista integral: el que interpreta la melodía que compone. “No importa cuán deforme o abstracta sea la música que escriba, sigo pensándome como un cantautor”, suelta, consciente que algunas de sus composiciones –en discos como Trance (2010), Vidas simples (2018) o Silencio ensordecedor (2021)– pueden sonar perturbadoras o inciertas para un oyente medio, alejado de la experimentación.

Juan Bayón (Foto: Andrea Romio)

Ser compositor, remarca, es algo muy diferente a ser intérprete. “Tocar un instrumento es una convivencia y una meditación, pero también es una obligación, un entrenamiento diario. La primera revista de jazz que tuve en mi vida tenía una entrevista en la que mi ídolo Steve Swallow, ya entrado en sus 60 años, confesaba estar ‘amargamente resentido’ de tener que practicar, pero que lo tenía que hacer igual. Me gustaría poder decir que no tengo una relación tóxica con el estudio del instrumento porque lo disfruto inmensamente; es la forma más positiva de la palabra soledad que me tocó vivir”.

En ese punto, reconoce que por su trabajo de compositor se frustra porque no puede descubrir todas las capacidades instrumentales. “Escribir música es suspender por un rato la esperanza de progreso permanente del instrumentista, porque cuando termino un tema queda fuera de mí, ya no me pertenece. A veces reviso composiciones mías de hace diez o quince años y no tengo la más mínima idea de cómo llegué a esos acordes o esa melodía. Componer es dejar ir la idea de control tan inherente al estudio instrumental y escarbar en tu propio cerebro a ver quién sos realmente. No podría ser músico y ser feliz sin componer, el viaje estaría incompleto para mí”.

Prolífico y dado a la colaboración –en su extenso currículum figuran Ernesto Jodos, Emma Famin, Juan Cruz Urquiza, Cecilia Todd y Jakob Bro–, Bayón ya pasó los cien discos editados, con cinco solistas como líder de sus grupos. Allí fue aprendiendo el arte de lograr la espontaneidad en discos “unificados y concretos”, y rescata con cariño a Misael Parola, un saxofonista de bajo perfil que le enseñó de música y de vida “sin saberlo”. “Mi último disco, sea cual sea, va a ser mi preferido porque es la última documentación de un proceso dinámico. El día que no lo vea así renuncio”, dice, mientras en las noches porteñas suele presentarse con su grupo Ultramar, porque no existe jazz que no se complete en el vivo, con el público respirando en la nuca.