En la vida de Sylvia Iparraguirre hay tres bibliotecas fundamentales: una, la de su infancia, en la casa de sus abuelos paternos en Los Toldos, donde la familia pasaba los veranos: un salón atravesado por los rayos de sol, una nena en puntas de pie que alcanza un libro. La vivencia definitiva, fundante, es la de un deslumbramiento. En ese pequeño reducto que cobijaba los tomos de la enciclopedia Espasa Calpe, una colección ecléctica de cuentos, novelas y una historia de Europa en cinco tomos, nace la futura escritora, que leerá a Daniel De Foe y a León Tolstoi a sus 12 y a Ray Bradbury a los 15. En ese tiempo, llegarán también Ernesto Sabato, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, de quien muchos años más tarde será alumna, a finales de los años 60, cuando cursó Literatura Inglesa de la carrera de Letras, en la UBA. El tiempo le enseñaría algunas cosas: que se lee con el cuerpo, que solo se puede leer de manera irreverente para formar la mirada propia, que la lectura "literaria" es una instancia más madura de la lectura” y que los autores a veces llegan a convertirse en maestros. Sus lecturas resultan, entonces, transformadoras.

“El placer por la lectura nació asociado a la experiencia de la libertad”, escribe Iparraguirre, que firma títulos como El parque, La tierra del fuego, El muchacho de los senos de goma, La orfandad, Antes que desaparezca y La vida invisible, entre otras, y ahora presenta esta nueva edición de sus Cuentos Reunidos,  un volumen de casi quinientas páginas que trae sus títulos dedicados al género (En el invierno de las ciudades, Probables lluvias por la noche, El país del viento y Del día y de la noche). Son relatos que revelan su profunda comprensión de lo humano y la consagra como una autora imprescindible de las letras argentinas, a la altura de los y las más grandes.

La segunda biblioteca determinante en su vida fue la de Abelardo Castillo, su esposo y compañero y maestro de escritores, con quien Iparraguirre compartió su vida, hasta la muerte de él, en 2017. Fue una atracción vital no intelectual, cuenta Iparraguirre. “Después, compartir el amor por la literatura y los libros fue parte natural de nuestra vida. Cuando recorro su biblioteca me sigo diciendo: Cuántas deudas tengo todavía con ella”. Esa biblioteca, en el escritorio de Castillo, fue y es un espacio físico y simbólico en su casa. Él la guio de muy joven en lecturas imprescindibles y es con quien mantiene un diálogo perpetuo.

La tercera, es la suya: sobre esos pilares, Iparraguirre construye un universo propio, y allí están la teoría y la crítica, los escritores rusos, los anglosajones y los estadounidenses: Faulkner, Capote, Melville. Sus dos “maestras”, Virginia Woolf y Katherine Mansfield. “De ellas aprendí cosas fundamentales”

Alejandra Kamiya, que prologa esta edición de Cuentos Reunidos y que asistió al taller que daba Castillo en su casa, en un prólogo tan hermoso como sorprendente, escribe: “Mientras tanto, yo iba leyendo sus libros. O debería decir iba leyéndola, porque cuando uno lee lo que lee es a una persona que se nos ofrece con una especie de amor o inocencia”.

“Alejandra me conmueve. El prólogo es tan original como ella misma. Conserva su paso por el taller” explica Iparraguirre, y recuerda cosas graciosas, “como cuando Abelardo me preguntó si un pullover que estaba en el living era suyo y se alegró cuando le respondí que sí: Qué suerte, porque tenía frío, dijo. Algo que yo no recordaba para nada, pero que sin duda pertenecía a nuestros hábitos cotidianos, de los cuales la gente del taller fue testigo durante tantos años. Siento una secreta afinidad entre nosotras, en la manera de ver las cosas laterales, si se quiere, más allá de lo evidente. Y lo que le agradezco a Alejandra Kamiya es que lo traiga a Abelardo al prólogo, que es más que mencionarlo, es una dádiva, ya que quien me impulsó a escribir mis primeros cuentos fue él. Y acá estamos”.

Ahora, conversamos con Sylvia en la mesa del living de su casa. Dirá, en apenas un rato: “Lo que me sobran son ideas, no me va a alcanzar la vida para escribir todas las cosas que imagino”. Y también dirá en otro momento: “Sólo me conmueven los que no tienen nada”. Y en otro: “Cuando leo algo, reconozco enseguida si hay honestidad en lo narrado. No es una categoría literaria ni estética, pero vale para mí. Advierto la posición del que escribe, si lo hace interesado por lo que está contando o por cómo lo verán y leerán los demás, o con algún tipo de posición especulativa con lo que sea”.

¿Sylvia Iparraguirre autora nace allí, en esa biblioteca de Los Toldos?

-Ahora pienso que sí. Mi abuela fue una persona fundamental en mi vida. Como buena española era muy graciosa y sabía cantidad de coplas y poesías que decía para toda ocasión o reuniones familiares. Hubo una que se llamaba Romanticismo y realismo, yo debía tener cinco o seis años cuando tuve conciencia de escucharla por primera vez: ella hacía dos voces, la de una chica finolis de ciudad que decía cómo había que comer y comportarse, y la de un campesino como Sancho Panza, que le retrucaba dejándola mal parada. Todos se reían. Recuerdo que me quedé pasmada; como todos los chicos, vivía dentro del lenguaje cotidiano, ese era mi mundo. De repente, una revelación: el lenguaje hacía o provocaba cosas, emociones, humor, personajes. Pienso que eso está en el principio de todo. Ella tampoco podía ocultar que se inclinaba por el campesino; venía de una familia de montaña, de labriegos y pastores leoneses y, en definitiva, Romanticismo y realismo era una revancha popular: reírse un poco de los finolis.

¿Cómo te ayudó, puntualmente a vos, Abelardo, en tu construcción como autora?

-Cuando empecé a escribir estaba desorientada, sentía un poco de vergüenza o pánico de mostrar lo que hacía, pero él vio algo en mí y su impulso me llevó a confiar y no sólo a escribir, sino a publicar. Como lo vio en Alejandra Kamiya y en tantos otros que pasaron por su taller: sabía advertir la dirección en la que cada uno estaba y los impulsaba, a seguir en esa dirección. Al comienzo me costó comprender, entrar en la forma cuento, hasta que encontré mi modo propio de contar, que no está siempre centrado en la anécdota: me gustan los climas, me gusta lo que pasa entre los personajes, me gusta poner a un personaje en una situación incongruente, me gustan los encuentros fortuitos, esos chispazos de la realidad que se cuelan en la ficción. Son como pequeños tramos de vida, tranche de vie decía Abelardo que dicen los franceses. Cuando descubrí eso, que es, muchas veces, mi forma de contar, sentí una libertad enorme. La libertad de entender el género, que no es fácil, pero que cuando lo hacés, aunque el aprendizaje no termine nunca, te das cuenta de que en él cabe todo lo que tenés para decir. Entonces ahí sentí que podía escribir cuentos.

 

EN EL ORIGEN DE LOS CUENTOS

La tensión entre la vida urbana y la vida de provincia, el amor en sus formas muchas veces inesperadas, la infancia, los vínculos familiares, los prejuicios y las violencias que pueden recaer sobre las mujeres y las minorías, son algunos de los tópicos de estos relatos. Durante el proceso de armado de esta nueva edición la escritora decidió varios cambios, algunos en el orden de su primer libro, quitar tres relatos de sesgo fantástico que consideró no iban con las dos partes en que dividió los cuentos, e incorporar dos inéditos: "Un día de abril" y "El Gran Zaratustra". En conjunto, el libro reúne una vasta serie de relatos soberbios -algunos más clásicos y otros más humorísticos u oníricos- que dejan al descubierto la subjetividad de sus personajes mientras el lector atraviesa las emociones más diversas.

¿Dónde nacen los cuentos? ¿Cómo son entre sí estos libros reunidos?

-Son libros escritos en distintos momentos, con separación a veces de años. En el invierno de las ciudades, fue la salida al mundo. Tuve la suerte de ganar el Premio Municipal a libro inédito. Justificó que lo hubiera escrito sólo por una cosa: la gente que lo juzgó ni siquiera sabía que yo existía, así que los cuentos se abrieron paso por sí solos. En él están la ciudad y el pueblo chico, dos universos que volverán siempre. Probables lluvias por la noche es definitivamente más oscuro y urbano, pero también está el humor. El país del viento corresponde a un territorio que fue y es fundamental para mí y en mi literatura: la Patagonia. Los cuentos cambian en relación a los primeros dos libros, se ponen puramente narrativos. Son directos: personajes de ficción ubicados en momentos reales de la historia patagónica. No hay vueltas en el tiempo ni cambios en el narrador. Tenía tantas anécdotas que los cuentos se escribieron casi solos, uno detrás del otro. Disfruté mucho escribir estos cuentos. Del día y de la noche, al que yo llamo de “textos cortos”, lo fui escribiendo a lo largo del tiempo, al margen de mis novelas. Fue un refugio. Libertad total. Necesitaba ese lugar de escritura miscelánea, de cosas que aparecen porque sí, oníricas a veces, melancólicas otras: el lugar de la pura imaginación. Mucho tiempo después apareció la idea de publicarlos. Y en cuanto a dónde nacen, es difícil decirlo: está lo imaginario y lo sensorial, las vivencias, también lo que Joyce llama las “epifanías”. Por otro lado, la memoria, que te lleva a tu origen, a tus raíces. Y desde ya, tu biblioteca, la influencia o influjo o admiración por otros escritores o escritoras; ellos te constituyen. Todo eso está en el origen de la escritura de ficción; en el origen de un cuento.

No tenés un solo rumbo propio, se advierte una diversidad de intereses y de personajes. ¿Lo ves así?

-Sí, avanzo en distintas direcciones, en lo que me proponga la idea o situación, y me interesan, sobre todo, los personajes. Hay zonas temáticas, supongo. En el invierno de las ciudades y En el verano de los pueblos, las dos partes en que ahora se divide mi primer libro, es una tensión que también aparece en mis novelas. El muchacho de los senos de goma es lo urbano, la ciudad, sus ritos y sus personajes oscuros, sus zonas sórdidas. La orfandad, la única historia de amor que escribí, transcurre en un pueblo, en los años 30. Esa dualidad aparece sin mi intervención, un lugar al que voy: como una polilla a la luz, diría Virginia Woolf. “Schygulla en la madrugada” es un cuento policial, de Buenos Aires: una mujer que, por las madrugadas, hostiga a un hombre por teléfono y hay una muerte. “Un día de abril”, dedicado a mi abuela, es un cuento de pueblo chico. En “Toda una tarde de la mano, al costado de la vía”, una mujer de 30 que está en crisis y un soldado de 18 se conocen en un tren y entre ellos pasa algo sutil, durante una larga conversación. Cuando empecé a escribir me preocupaba esta disparidad; no me parecían cuentos “homogéneos”. Comprendí después que los cuentos muestran una parte inmodificable de mi estar en el mundo, de mi identidad como autora: me importa y me atrae la diversidad y me regocijo con el azar, que reúne personajes en situaciones inesperadas.

Son personajes que, a veces, tienen una pertenencia geográfica precisa, pero, otros, como algunos de Del día y de la noche, transcurren en una dimensión sin lugar.

-Muchos tienen un contexto puntual, y hasta político, aunque no sea expresado en el cuento ni por el personaje, como en “Viva como en Bretaña”, la historia de una mujer que se despierta sola, piensa en el suicidio mientras deambula por Buenos Aires, y, sin decirlo, se alude a los desaparecidos y la época sólo en la calcomanía de un colectivo: “¡Argentinos a vencer!”, en el absurdo trágico de esa frase, cuando Malvinas. Me intriga saber qué les pasa a los personajes, cómo encaran lo que les toca vivir. Un escritor es como un actor, me dijo una vez Patricio Contreras. Hay un travestismo necesario a la hora de “ser” un personaje. Me pongo en el lugar del personaje, como con el señor Medialdea, de “A la sombra de Juan de Garay”, yo me río sola con ese cuento, como con el lingüista en el supermercado en “De carne somos”. Espero que al lector también le causen gracia, si no, sería triste que la que diera gracia sea yo. (risas) Y hay otros cuentos breves, como en “Del día y de la noche” que suceden en lugares remotos como Pompeya o los mares del sur, o son homenajes a escritores a los que me gusta imaginar en circunstancias puntuales, Bradbury o Baudelaire.

¿Es importante divertirse al escribir?

-Por momentos diría que es fundamental divertirse, pero yo cambiaría la palabra por regocijarse. Hay algo de difícil explicación: dar justo con la frase que estás buscando; descubrir como en un flash hacia dónde va un cuento; conseguir darle la vuelta a un párrafo difícil, te procura un placer, parcial, pero enorme, un regocijo de la escritura. Son momentos de felicidades chicas, pero que justifican las largas horas y días y meses que pasás tratando de contar, lo mejor posible, una historia. Y otras veces, sí, me divierto y mucho inventándole sucedidos a algunos personajes.

En esta dirección, las dos últimas historias del libro, reunidas en “Y dos damas modernas” son imperdibles. En “Mi tía y Madonna” (“el hecho es absolutamente real”), la narradora detalla la peripecia insólita que llevó a una tía suya de ochenta y dos años a conocer a Madonna, de quien no tenía la más mínima noticia. Así como en el último relato, “Mi madre vs. Homero” rescata una escena doméstica entre la narradora y su madre: “Estas mujeres, pienso, mi madre y sus hermanas, pertenecen a una antigua estirpe, la que mantiene viva una saga llena de incidentes, felicidades y desgracias, que tiene que ver nada más que con la vida. Como en Chéjov, que ninguna conoce, no hay para ellas tema ni personaje menor y lo que le ocurre a cada uno de la familia es importante. Son ‘las que custodian el fuego’”, escribe.

El amor inesperado está en el centro de algunos de tus relatos.

-Qué bueno que lo hayas visto y que digas “inesperado”. Y es así. Yo, que me enamoré en la adolescencia, como todos, y que después, pero pronto, encontré al amor de mi vida, creo fervientemente que el amor no se agota en el de la pareja, hombre y mujer y en todas sus diversidades; no se agota entre dos. No se agota tampoco en el amor maternal. Creo con la misma certeza en otros amores. No hablo, por favor, de parejas, de intercambios, algo tan menor como insignificante. Digo que el amor tiene muchas formas y que puede presentarse en un viaje de unas horas en un tren, o en el acto solitario del que le toca en la armónica Blowi’in the wind a una ballena varada. Siento un amor loco por los animales, por la naturaleza. Con él compartimos que la escritura como el amor no son espectaculares, hacia afuera, sino que crecen, día a día, hacia adentro, en la elección continua y en un camino en el que se va encontrando algún tipo de verdad. Y cuando el amor nos enfrenta a una verdad asistimos a una especie de belleza trágica: amor a las personas y chicos desposeídos, a los refugiados, a la naturaleza devastada, a los animales, a una ciudad, a una historia. Y no hablo de devaneos románticos, poses o actitudes sublimes: hablo de hacernos cargo. Y el amor por la escritura. Todas las novelas que yo he escrito, seis en total, nacen de una pasión: la pasión por encontrar la mejor forma de contar una historia.

¿Qué te enseñó Chejov, como cuentista?

-Que no hay temas menores para un cuentista. “La noche del Ángel”, otro de los cuentos del libro, se sostiene de un hilo. Me enseñó mucho Chejov, como Katherine Mansfield, que lo leyó muy bien; una maestra contando la infancia.

¿Y Cortázar?

-El uso desparpajado del lenguaje. Leí Los premios a mis 15 o 16. Me cautivó el Pelusa, su personaje que pasa de muchacho de barrio a héroe de novela; y el humor que después encontré en Historias de Cronopios y de Famas, qué maravilla. Para mí a Cortázar lo define cierta inocencia, que no está reñida con la inteligencia ni con la imaginación. La inocencia es una categoría altísima para mí.

Como lectora de este libro, ¿cuáles son tus cuentos preferidos?

-¡Qué difícil respuesta! Seguro que después me arrepiento. Así, de golpe, de adelante hacia atrás: “La noche del Ángel”, “Un día de abril”, “Encontrando a Celina”, “La noche de San Juan”, “Probables lluvias por la noche”, “Lila y las luces”, “La tormenta”, “El Bohème”, “El libro”, “Puebla de Lillo, España”. ¡Y paro!

¿Qué sentís cuando volvés sobre lo escrito hace años o, incluso décadas atrás, como en el caso de muchos de estos cuentos?

-A veces desazón, a veces alegría. A veces: a este cuento lo saco, no lo soporto; a veces: este cuento me gusta mucho. Con esta edición se presentó la oportunidad de una revisión general y crítica, algo que hice, sobre todo, como te dije, con En el invierno de las ciudades, del que me separa un muy largo trecho. Lo bueno o paradójico de la experiencia con la escritura es que uno se distancia de los propios textos y alcanza a verlos y a juzgarlos como ajenos. Corregí varios para que terminaran de expresar, del modo más certero posible, aquello que es su centro, para quitarles los sobresaltos que produce una palabra mal elegida; tratar de afinarlos como a un instrumento, eso es para mí escribir.

En su casa hay cientos de libros, hay una historia y hay misterio, y, en definitiva, solo se puede hablar de amor. También, o, sobre todo, de literatura.

 

Nos levantamos; de camino a la puerta de calle, pasa por delante de la foto en la que se la ve abrazada y riendo junto a Castillo y, casi sin darse cuenta, le pasa el dedo por el borde. La felicidad sigue naciendo de ese abrazo.