La civilización se basa en la palabra, pero la convivencia, esencia de la civilización, se basa en el silencio. Se habla poco de la banalización de la violencia y de la muerte. Esa banalización que adquiere su dimensión más fulminante en una de sus pulsiones: la pulsión de matar. No piensen que en el mal y su banalidad se ocultan criaturas excepcionalmente anormales. Hasta en el mal más infame se puede cobijar la estructura mental de un ser normal y banal.

Hannah Arent ya nos dejaba el subtítulo sobre su “informe sobre la banalidad del mal" en su obra "Eichmann, en Jerusalén", insistiendo, no sin controversia, la pasmosa vulgaridad y banalidad del alto oficial nazi dedicado, simplemente, a cumplir órdenes. Es que en la normalidad se esconden las peores pesadillas.

Esta semana ha comenzado el segundo juicio por el asesinato de Lucas González, el futbolista de Barracas Central muerto a balazos por policías de la Ciudad. Un acto se violencia obscena, irracional. Cometido por matones de casta, normales, banales. Protegidos por ese subgénero de la ficción política convencida de que lo que mejor adoctrina es el miedo.

¿Alguien se preguntará qué une el asesinato de Lucas González con la ideología delictiva de este Gobierno? Todo. El gobierno de Milei se ha convertido en una inquietante máquina de banalizar la violencia, de fomentar la cultura de la deshumanización del otro, de inferiorizar para dominar, de colocar a las personas contra las personas. Para que la cultura del odio progrese es necesario mentir, distorsionar los hechos, atacar la solidaridad, declarar a los movimientos sociales como una amenaza, alimentar el odio racista, xenófobo, sexista, homófobo, que desembocan en prácticas de violencia obscena, simple, irracional, como soporte inestimable de una opresión concreta, de poder y dominio, derivados de una estructura jerárquicamente explotadora.

El rostro del diferente define el comienzo de la ética. No hay ejercicio más difícil -y quizás, más esencialmente humano- que preguntarse por las necesidades y emociones del otro, de pensarse a través de los demás. A Lucas González hay que recordarlo con todos los sentidos. Sus asesinos fueron sentenciados, por primera vez en Argentina, con el agravante de delito de odio racial. "Lo mataron por ser un negro de mierda", declaraba estos días el padre de Lucas.

El dolor instalado deriva de nuestro obcecado optimismo ilustrado de pensar que el desarrollo humano es un proceso imparable hacia cotas de mayor compromiso moral y ético. ¿Cómo es posible matar de verdad para alcanzar un ideal de mentira? No siempre comprendemos cuanta fortaleza se necesita para vivir en la fragilidad. Un balazo, una mentira, un arma de juguete. No te tomes la vida demasiado en serio. No saldrás vivo de ella.

(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979