Mi madre me contó que su abuela gallega le dijo poco antes de morir, “cuida mucho a este niño, es tan inteligente”. Es probable que de allí haya venido mi permanente deseo por aprender y querer conocer todo.
En las casas de mis familias de origen no había libros. Solo recuerdo que mi abuelo –quien contaba que en su juventud había ido durante un tiempo a las Academias Pitman- recibía la revista Selecciones del Reader's Digest, y la leía de principio a fin. En la casa que mis padres fueron construyendo de a poco tampoco hubo libros, salvo los de la colección Robin Hood que yo empecé a comprar después de mis ocho años, cuando me convertí en lector. Mi padre había dejado la primaria rural en segundo grado para hacer de boyero cuidando unas desperdigadas vacas, y mi madre había abandonado la secundaria en segundo año en el conurbano, para trabajar de empleada en un negocio.
Aún sin haber ido a ningún jardín de infantes, recuerdo que aprendí a leer enseguida. Mi tío hoy en día aún putea por mis laboriosos deletreos en voz alta del horóscopo que salía en la contratapa del diario Crónica, que llegaba cada mañana a casa de mis abuelos. Con el tiempo, llegué a ser abanderado de la única escuela primaria de San Bernardo. Era pública, en aquellas épocas casi ni existían las privadas, al menos por esa zona. Tuve el mejor promedio de mi curso en los tres primeros años de la única secundaria de la zona sur del Partido de La Costa, hasta que me di cuenta de que ser aplicado y muy estudioso incluía una buena dosis de obediencia. Como estábamos en plena dictadura, solo me rebelé un poco y nunca me llevé ninguna materia. También era una escuela pública.
Seguir estudios superiores entremezcló deseo y mandatos familiares. Mis padres habían mejorado su situación económica y pudieron enviarme con algún esfuerzo a la Universidad Nacional de Mar del Plata. Estudié unos cuantos años ingeniería electricista, un cuatrimestre cursé historia, y finalmente, me recibí de psicólogo. Ya estaba un poco crecido y hacía tiempo que también trabajaba como docente de matemáticas en escuelas secundarias públicas de los arrabales marplatenses.
Había sido el primero de toda mi familia -abuelos, tíos, hermanos y primos- en terminar la escuela secundaria, y fui el primer profesional recibido. Cuando el Rector me entregó el título, que incluyó un reconocimiento académico como mejor promedio, fue la única vez que vi lagrimear a mi padre. Mi madre también lloraba, pero eso no era algo extraordinario.
Al poco tiempo de licenciarme se abrió la posibilidad de ser docente universitario. Era el inicio del milenio, concursé y allí estoy todavía trabajando. Siempre en la pública, como toda mi vida.
Partiendo de analfabetos abuelos montenegrinos -ex Yugoslavia- y después de todo lo que les conté, me considero un muy buen ejemplo de lo que se llama movilidad social ascendente.
La educación pública, y en particular la universidad, me tiene comprado para siempre. Considero que ha sido y aún sigue siendo la mejor posibilidad de crecimiento personal, social y cultural para los sectores populares. A veces también en lo económico, pero eso no es lo más importante.
No voy a argumentar acerca de la importancia estratégica de las universidades para el desarrollo autónomo de cualquier país. Solo diré que las universidades públicas argentinas logran combinar exitosamente amplitud en el ingreso -lo que redunda en masividad-, buen nivel académico en el grado y relevancia temática y compromiso social en las futuras inserciones laborales. Que los tres aspectos debieran ser mejorados, no caben dudas. Pero ojo, a no equivocarse, los tres al mismo tiempo, sin dejar de lado a ninguno de ellos.
Hoy uno se siente particularmente tocado, como seguramente le pasa a la mayoría de los argentinos, ante el desfinanciamiento del presupuesto universitario que perpetra el gobierno nacional. Incluso aquellos que nunca fueron, comprenden que algún día habrá algún familiar, amigo o vecino que podrá asistir a la universidad y salir adelante. Ella ha atravesado la vida de muchos. En muy pocos países del mundo un nieto de inmigrantes campesinos arrendatarios e hijo de almaceneros hubiera podido llegar a ser profesional, escribir libros y publicar notas cada tanto en un diario como este.
Tengo en claro que todo eso fue posible, fundamentalmente, ha que pasé por la universidad pública. Cuando la atacan cuestionan quién soy y en quién me he convertido. Por eso, la siento como algo muy propio, que es necesario defender contra viento y marea.
Somos millones los que sentimos lo mismo y estamos comprometidos en esta tarea. No desistiremos.