La universidad es un artilugio en el que se conjuga el tiempo. Medimos las materias en horas, las fechas de exámenes van puntuando el cuatrimestre, los salarios se organizan por dedicaciones de tiempo (simple, semiexclusiva, exclusiva) y por responsabilidades (ayudante, jefx de trabajos prácticos, adjuntxs, titulares). También hacemos cálculos: cuántas horas me lleva estudiar, cuántas preparar las clases, ay: ¡cuántos días estaré corrigiendo parciales! Pero el tiempo se juega en otro plano más profundo: la universidad pone en escena el mediano o largo plazo, obliga a estar unos años allí para hacer una carrera, supone una idea de porvenir. Si alguien hace el esfuerzo de dedicar tantas horas a cursar y a estudiar no es sólo por el goce de hacerlo, sino porque apuesta a que en un futuro eso le permitirá tener una profesión, un tipo de trabajos, una carrera en instituciones. Pensado desde la universidad, el porvenir es largo. Requiere un cierto optimismo preservar su vitalidad.

La masividad de la adhesión a la defensa de la universidad pública muestra que no es un reclamo corporativo, no es sólo una cuestión salarial, sino que hay una intuición y un saber colectivo acerca de que está en juego la idea misma de porvenir. Porque si algo hace este gobierno es sumir a la sociedad en una imagen abismal y catastrófica, en el reclamo de una temporalidad que será la de larga marcha en el desierto -¡el Éxodo de los cuarenta años!-, para que de las ruinas de una colectividad asesinada surjan los agentes de un nuevo imperio. Parecen hablar de futuro pero es claro que no nombran algo que se deriva de las condiciones de posibilidad, sino un ensueño ideológico surgido de una imaginación que tiene en los videojuegos su visualidad y en las fake news su apoyatura empírica. Hablan de futuro para destruir la apertura al porvenir, porque ésta supone la existencia de una vitalidad no catastrofista, una apuesta a la continuidad.

La premura con la que el gobierno vetó la ley de financiamiento universitario, a horas de la movilización del 2 de octubre, rubrica la decisión de destruir las instituciones que alojan una temporalidad que no es la del instante arrojado al instante que le sigue -esa temporalidad de las finanzas y las tecnologías digitales, la del clic y el dedo que se desliza en la pantalla, con una mirada azorada ante una diversidad que no deja de repetir lo mismo-, a la vez que insiste en sumergir a la sociedad argentina en un impiadoso “no hay futuro”, que si remeda el grito punk es sólo porque homenajea como antecesora a la devastadora Margaret Thatcher.

El veto es el intento de apropiarse del tiempo político, quedar como agente y hacedor, sostener entre las manos presidenciales una capacidad de hacer que la movilización pone en cuestión. Intenta detener la construcción de una política que enlace parlamento, partidos, sindicatos y calle. Nosotrxs, lxs que nos movilizamos, sabemos que el tiempo no está de nuestro lado, porque cada día es un día de destrucción que arrecia, una prolongación de vaciamientos, un esfuerzo común que se degrada, una riqueza pública expropiada. Cuando nos reunimos, pueblo movilizado, sabemos que estamos operando sobre esa temporalidad, intentando conjurar el espiral destructivo y, a la vez, de volver a situar la religación necesaria para que una comunidad exista. La disputa política es una pelea por la temporalidad. El veto quiere ser un tajo; la movilización una apertura. El veto se pretende anulación de lo que vendrá, para dejar sólo un escenario de ruinas; la movilización se ensueña con su enlace intergeneracional y su contenido pluriclasista, como imagen de la sociedad que se desea preservar.

Las universidades son el lugar de la cita entre generaciones -allí donde lxs más grandes hacen pasar lo que consideran un tesoro acumulado, un saber disponible, unos modos de conocer e investigar, a lxs más jóvenes-, a la vez que la institución en la que una generación repara lo que la anterior no pudo. Cada vez que defendemos la universidad pública se multiplican los relatos que vienen desde hace un siglo: hijas e hijos de familias trabajadoras que llegan allí a cumplir el sueño de sus padres y madres. A reparar tantos años de esfuerzo, salarios bajos, casas precarias. El porvenir no es nunca individual, aparecen sus imágenes en la convicción de que luego de nosotrxs hay otras personas y el mundo debe ser preservado para ellxs.

El gobierno cultiva gestos de iracundia juvenilista pero desprecia esa condición de la juventud, de ser apertura al futuro y enlace con lo anterior. Cuando quiere nombrar lo joven lo hace para despreciar y denostar a lxs viejxs, presentados como gasto y derroche de una sociedad que tiene que desprenderse de lastres para crecer. Ahí está otra profunda operación sobre el tiempo: pagar malas jubilaciones, negar derechos previsionales, quitar coberturas médicas, es restringir el tiempo de vida y su calidad. Como si las personas de las clases trabajadoras no tuvieran derecho a ese tiempo, ya liberado de las obligaciones y dedicado al disfrute y los afectos. No, son compelidos a seguir trabajando o a ser penosamente asistidos. Es una cuestión de tiempo y parece que, por momentos, la intención del gobierno fuera acortar la duración de esas vidas que son consideradas, desde la perspectiva del mercado -la única que sostienen válida- superfluas y excedentes. Sobras, nada más.

Hace casi dos siglos, allá por 1843, una militante y escritora francesa -y un poco peruana-, imaginó una internacional de obreras y obreros. Ella era Flora Tristán y una de las tareas de esa Unión obrera sería crear una forma de cooperación que permitiera erigir palacios en los que las personas que no están en el mundo salarial reciban atención y cuidados: en la infancia, en la vejez, en la enfermedad o en la maternidad. Lo imaginó porque no había ninguna protección social ni resguardo estatal, y quienes no podían trabajar no tenían acceso a lo que necesitaban para mantenerse con vida. A ese escenario en el que el mercado es el único regulador de la vida sueñan volver quienes sostienen este gobierno. Una escena en la que se profundice el trazo entre hundidos y salvados a partir del ejercicio impiadoso de la varita mercantil.

Sostienen que “así es la vida” y que sostener otras redes, modos de cooperación, amparo, es ideología. O que es ideología -de encandilamiento discursivo o farsa ensoñada- todo lo que no es mercancía y dinero, individualismo competitivo y acumulación. Más bien, son ellxs lo que desconocen la pluralidad de lo real -como hacen cuando nombran los diferentes modos de vivir el género y la sexualidad como ideología-, la cantidad de dimensiones en las que las personas nos reconocemos con otras, colaboramos y sostenemos lazos, las prácticas e instituciones construidas a lo largo de la historia para preservarnos de los daños y las carencias. Desconocen todo eso, se proponen borrar lo realmente existente, en nombre de una ideología de mercado que es profundamente abstracta y literal. A ese tiempo ideologizado, le oponemos un tiempo de la multiplicidad, del plural callejero, del estar -incómoda y alegremente- juntxs. Una insistencia en lo que existe, una afirmación de lo que queremos preservar, un esfuerzo de transmisión. Uno de los nombres que eso tiene es: universidad.