Sucedió en un caluroso domingo de este último verano. Yo había terminado de almorzar y estaba leyendo “La vergüenza”, novela de Annie Ernaux, escritora ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022. Quizá el mejor fragmento de dicha novela esté en el comienzo, donde Ernaux recuerda una experiencia propia de un domingo de junio de 1952, cuando su padre quiso matar a su madre. Luego la novela va perdiendo intensidad y se torna demasiado descriptiva, aunque posee un lenguaje sencillo y por momentos poético. Lo cierto es que me estaba quedando dormido leyendo la novela, hasta que un grito de mujer acuchilló la apacible tarde del domingo. El palpitante mundo en que vivimos suele ser más apasionante que un mero conjunto de palabras congeladas en papel. Así que me incorporé en el sofá y dejé el libro fotocopiado en la biblioteca, arriba de varios libros que aún no he leído.

La mujer seguía gritando y gritando. Me dirigí hacia el balcón y divisé a una muchacha y un muchacho de no más de veinte años. Estaban en el living del departamento. Ella se movía frenéticamente y le gritaba. “¡Otra vez me cagaste! ¡Sos un forro! ¡Otra vez!”. Él intentaba tranquilizarla, pero ella caminaba de un lado a otro del living. Un gato o gata naranja la seguía lentamente, como queriendo ayudarla. “Perdoname, pasa que ya no te excitabas conmigo”, intentó excusarse el muchacho. La contestación fue lapidaria: “No importa eso. Vos sos un sorete, eso es lo que sos. Lo único que te importa es tu pija”. “¡Tu pija!”, gritó con más fuerza, para que se escuche en todo el barrio.

La muchacha salió al balcón. Vi la furia desatada en su rostro. Una paloma que tomaba sol en la baranda voló rápidamente. Pensé que iba a tirar a la calle toda la ropa extendida en el tender, pero se le ocurrió algo mucho mejor para su propósito. Agarró la plantita de marihuana y la destrozó con deleite, pedacito por pedacito. “¡No! ¡No! ¡No!”, gritaba el muchacho, resignado ante lo inevitable. Cuando terminó de descuartizar la plantita, la muchacha fijó la mirada en la nada, o en un momento inexacto de su vida. La furia de sus ojos se fue convirtiendo en tristeza. Entonces, en un gesto poético conmovedor, manoteó un florero y tiró todas las flores a la calle. Una por una, las primeras con gran energía y las últimas con un gran esfuerzo, como si el brazo le pesara mil kilos, como si ya lo hubiera dado todo.

“¡Perdoname amor, te juro que es la última vez!”, suplicó el muchacho. Pero parece que ella no le creyó, porque se oyó un portazo estremecedor. El muchacho se quedó parado en el medio del living y el barrio recuperó el silencio de la siesta del domingo. Pero fueron solo unos instantes, porque se escuchó un alarido aterrador, como un bramido de un extraño animal herido. Nunca había visto llorar así a un hombre. Parecía ahogarse en su llanto, comerse la sal de sus propias lágrimas. Fue cuando me invadió una profunda tristeza, que no estaba íntimamente relacionada con la desolación del muchacho desconocido. Me entristecí porque recordé aquellos portazos definitivos que me dejaban nuevamente en soledad, masticando mi dolor. Me entristecí por ser parte de una especie muy jodida que suele rumbear hacia el desencuentro, como si de a ratos quisiéramos probar el misterioso gustito de nuestra última e inexorable soledad.

 

Como tantas otras veces, me pregunté hacia dónde vamos y busqué algún indicio en otros balcones, pero esta vez no había vecinos, vecinas, gatos, perros ni palomas. Entonces asomé mis ojos a la calle buscando alguna respuesta, pero las flores muertas del asfalto ya no podían responderme.