Acorde a los versos de un poeta rosarino, “a veces cuando pienso que todo está perdido”, siento que ese todo incluye la última batalla, la cultural. Es cuando me pego un tiro con la palabra patria. Si la patria es la infancia, la mía estuvo llena de pájaros.

Mi vecina Nora, la loca de los perros, protectora de animales y avasalladora de comportamientos nazis, no usaba  indirecta o eufemismo alguno para ejercer dichos cargos. “ Nene, para qué mierda andás matando pajaritos si no te lo vas a comer!”, me gritó un día que pasé por la puerta de su casa con la gomera al cuello. En otra oportunidad, esperó mi llegada de la escuela para invitarme a una merienda  con el fin de hacer las paces. Colocó en su combinado un long play con distintos trinos de  pájaros del mundo, con dicha cortina musical de fondo me explicó que el humano era un bicho muy jodido, el único que podía matar por gusto, no por hambre y me aconsejó antes  que matarlos era mejor  imitarlos,  si lograba volar con mi imaginación y cantar o silbar un poquito en cada día, mi existencia se alejaría del dolor para arrimarse  a la felicidad.

Cuando me dijo que las aves simbolizan la libertad quise saber el significado de dicha oración. Me respondió preguntándome qué era lo que más me gustaba hacer en la vida, al contestar inmediatamente, “ jugar”, entonces me aseguró que de eso se trataba ser libre, de no quedar encerrado en ninguna jaula invisible que nos alejara de dicho goce.

Mi ámbito de juego siempre fue la calle, pero a partir de ese día entendí que arriba mío, entre  las copas de los árboles del barrio, otros seres alados disfrutaban también del divino derecho de la  libertad. Aprendí a querer  a todas las especies, pero fundamentalmente  a aquellas que preferían morir antes que vivir enjauladas, fueron y son mis favoritas, el hornero, la calandria y la tacuarita, entre otras aves nativas. Aquella lección aprendida nunca dejé de transmitirla a las nuevas generaciones, pero, con el correr del tiempo, encuentro una apatía cada vez mayor  en muchos jóvenes, no sólo desconocen casi todo sobre  la naturaleza que los rodea, tampoco les interesa saber nada sobre ella, no acostumbran mirar el  cielo, caminan mirando hacia abajo  cuál penitentes con sus cabezas encapuchadas en el  celular.  

Tal vez porque un libro abierto se asemeja  a un pájaro volando, una tarde,  siguiendo a una bandada de palomas, entré a una biblioteca pública para levantar vuelo en cada lectura.  Fui aprendiendo de a poco a encontrar mi propio canto. Si a las aves se las reconoce, entre otras cosas, por su trinar, a mi modo de ver, un ser  humano sin ideología no pasa de ser un  pájaro bobo. Aprendí a valorar a  cada bibliotecario como un auténtico dominador de los sonidos del bosque de papel,  un búho sabio que renacía como el ave Fénix en cada nuevo texto que me recomendaba. 

Hace mucho que no creo en las casualidades, el  último 13 de septiembre, día del bibliotecario, la plaza y alrededores amanecieron llenos de afiches invitando a los vecinos a  concurrir a la  Alberdi para presenciar un documental. 

Allí estuve, todo está guardado en la memoria y a veces en una obra de arte. Un artista verdadero sólo crea sobre aquello que lo conmueve. A Jorge  Jager, el grito desesperado que escucharon  dos obreros en la esquina de Córdoba y Oroño, proveniente de la garganta de un hombre que pudo escapar del baúl de un Chevrolet 400 una tarde de noviembre del 72, quedó enredado entre los telares de sus fibras más íntimas, sólo pudo aliviar su pena titulando con dicho alarido a su  audiovisual, Me llamo Brandazza... Me secuestra la policía. Antes de la proyección, el autor se refirió a un perpetuo  agujero negro en la memoria del pueblo argentino que en apariencia se sigue agrandando deliberadamente mediante la destrucción de  archivos de todo tipo, también nos reveló la génesis de su humilde aporte para achicarlo. Minutos después, en  medio de la  post verdad, el individualismo extremo, la ruptura de la cadena solidaria y la destrucción del Estado, un auditorio repleto  de adultos mayores nos emocionamos al recordar lo que vivimos alguna vez  desde distintos ángulos. Varios testimonios que datan de 2005 recuerdan  al primer desaparecido durante todo el film, datos precisos de protagonistas en la lucha por la verdad, el recuerdo por parte del hermano de la víctima sobre  una solicitada en un matutino de la ciudad pidiendo el esclarecimiento del hecho para que no se  volviera a repetir,  sólo volvió a ocurrir 30.000 veces más. En un momento dado la misma  mujer, compañera de Ángel en su juventud, que declara en la película, entre otras cosas, “antes se militaba por amor y no por un cargo”,  me sorprendió verla al lado mío, tomada de la mano de su hija y de una  nieta, dos sueños, tal vez, a  principios de la década del setenta, que para poder hacerlos realidad fue necesario seguir  con vida. 

La charla debate posterior a la exhibición del documental se fue convirtiendo rápidamente en una catarsis colectiva de mujeres y hombres, algunos  testigos de la necesidad de un bombardeo, otros conscientes de los bastonazos del onganiato y del posterior genocidio cívico militar previos a la instalación de las mismas políticas actuales que fueron libremente elegidas  por el 48 por ciento de los empleados estatales a quienes les prometieron terminar con el Estado o por la mayoría de individuos subsidiados en sus necesidades básicas a quienes sedujeron con la promesa de quitarles el subsidio. 

La pregunta que flotaba en el aire del auditorio de la biblioteca popular era una sola: “¿Qué nos pasó?”. Dicho enigma fue acompañado por la tristeza provocada por  la ausencia  de jóvenes a dicha convocatoria. ¿Adónde estaban, repitiendo el gorjeo monocorde del cuervo que suena a motosierra? ¿Cuál será el camino para hacer escuchar otras voces ante el monopolio de los medios de comunicación? La única respuesta es que la lucha sigue, los viejos se siguen organizando, saben que son el reservorio de todo aquello que fuimos y que siempre quisieron destruir. 

Las ideas no se matan, las tacuaritas tampoco. Fiel a su instinto de no soportar  el encierro, Brandazza escapará  del  oscuro  baúl cada vez que se encienda el proyector para volver a cantar su claro himno,  su  sueño del hombre  nuevo con el único fin de construir una sociedad más justa.

 

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