En Argentina, el viento sopla distinto. Lleva consigo el polvo de sueños que ya no son más que ceniza. Ya no es el mismo viento que yo conocía. Sople del norte o del sur, cada ráfaga carga con el peso de promesas perdidas. Hoy en día lo miro de lejos, pero lo siento tan cerca. Es un viento que cruza fronteras, que atraviesa distancias, pero que ya no acaricia; hiere.

Algún tiempo atrás, un autoproclamado domador de tormentas prometió liberar los cielos. Nos dijo que el viento, cuando es libre y sin barreras, tiene el poder de hacer girar molinos. Nos habló de libertad, de soltar lo que nos ataba al pasado, de dejar que el viento hiciera su trabajo. Exclamó que era tiempo de liberar el viento, y que cuando las tormentas barrieran todo, el árbol crecería más fuerte, más alto y más robusto.

Olvidó, tal vez, que el viento cuando se le da rienda suelta no solo mueve molinos y facilita el vuelo. El viento también seca, despoja y desnuda las ramas frágiles. Seca la tierra que necesita el agua para florecer, arranca las hojas que aún no estaban listas para caer. En su entusiasmo por soltar el viento, olvidó que las tormentas, en lugar de fortalecer al árbol, pueden condenarlo al olvido, a una muerte silenciosa.

Hay quienes insisten en que la pobreza es el precio de la libertad, que aquellos que no pueden enfrentarse al viento son débiles, y que, en su debilidad, son responsables de su propio destino. Ahí está la gran ironía. Nos prometieron un país donde cada uno de nosotros tendría alas, donde seríamos capaces de volar por nuestra cuenta, de levantarnos sin necesidad de redes ni de ayudas. Pero se olvidaron de algo fundamental: sin un suelo firme bajo nuestros pies, las alas no sirven de mucho. Sin raíces profundas, sin un árbol que nos sostenga, no hay viento que nos impulse hacia adelante. En lugar de elevarnos, el viento solo nos arrastra, nos despoja de lo que tenemos y nos deja flotando a merced de las corrientes, sin rumbo.

Así, día a día y entre ráfagas se esconde un ruido sordo de hojas cayendo, una tras otra, empujadas por un viento incontrolable. Son historias de quienes no pudieron resistir, de quienes fueron condenados a la tormenta antes de poder echar raíces. Hoy, las calles de nuestro país están cubiertas de hojas secas, llevadas de lado a lado por una brisa que no entiende de compasión ni de justicia. Y mientras tanto, quienes soplaron ese viento desde las alturas miran cómo las hojas caen, sin moverse, sin intentar detenerlas. Ajenos al vendaval, indiferentes a un suelo cubierto.

Hay una extraña poesía en el caos. A veces, parece que el destino de Argentina es bailar siempre al borde del abismo, en un tango perpetuo con su propia destrucción. Hemos vivido tantas tormentas, tantas promesas rotas que parece que hemos aprendido a encontrar belleza en la tragedia. Es un tango amargo, uno donde cada paso nos acerca más al vacío, pero seguimos bailando. Y en esa danza, el viento sigue soplando, asfixiando, y arrastra una cifra que lo atraviesa todo: 52.9%.

* Profesor visitante de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella.