Réplicas. Represalias. Retaliaciones. Venganzas. Desde hace al menos un año, el horizonte discursivo de Medio Oriente parece reducirse a un único conjunto de sinónimos para explicar la compleja dinámica entre Israel e Irán, cuyos gobiernos han establecido una sinergia cada vez más peligrosa para ellos mismos, pero también para el resto del planeta.

Una vez concluido el asedio militar en Gaza y contra Hamas, desde hace unas pocas semanas el gobierno israelí encaró la defensa de la frontera norte en una ofensiva que ahora tuvo como protagonista a Hezbolá. En ambos casos, se buscó la plena desarticulación de las organizaciones terroristas a partir de una amplia actividad bélica que nunca buscó esconder la violencia contra la sociedad civil, y un número creciente e indeterminados de víctimas inocentes

La caída en Israel de 180 misiles enviados por Irán (foto) en respuesta al asesinato de Hassan Nasralá, el líder de la milicia chiita, señala un nuevo hito en esta relación, al transparentar el enfrentamiento directo entre dos gobiernos que, más allá de sus obvias diferencias, conciben a la política desde posturas conservadoras, ultranacionalistas, y con un profundo sentido religioso y mesiánico.

A corto plazo, el objetivo de Netanyahu no sólo es derrotar violentamente a dos de los principales enemigos de Israel sino también provocar la reacción de Irán, como efectivamente ocurrió. A largo plazo, su voluntad es la de trazar un nuevo equilibro de poder ante el régimen de los ayatolas, generando un progresivo quiebre político, desde afuera hacia dentro de la nación persa.

Desde Tel Aviv se apuesta así a que las derrotas militares de las organizaciones dependientes de Teherán pondrán fin a la llamada estrategia de “unidad de las arenas”, según el concepto utilizado para describir la coordinación entre las distintas organizaciones armadas pro iraníes que actúan contra Israel desde territorios tan diversos como Gaza, el Líbano, Siria, Irak y Yemen.

En la creencia del gobierno israelí, una sucesión de derrotas militares tal vez podría ser el factor desencadenante de una crisis generalizada en la nación persa, lo que sumiría a su élite política y religiosa en un desconcierto creciente y en una masiva deslegitimación ante la opinión pública.

La hipótesis que por estas horas se discute en el seno de la cancillería israelí apunta, justamente, a resquebrajar aquella visión que, en buena parte de Occidente, todavía se tiene sobre Irán y que responde más a la mitología creada en la década del ’80, cuando todavía se sentían los ecos triunfantes de la Revolución Islámica de 1979, y a la subsiguiente guerra contra Irak, que a la realidad de un país cada vez más golpeado en su economía y afectado en su sistema político.

Las profundas fracturas sociales fueron evidenciadas hace ya poco más de dos años por el asesinato de Mahsa Amini, en un caso de violencia policial contra una mujer acusada por no portar el hijab como lo establece el código islámico de conducta. En aquella ocasión, las protestas estallaron en todo el país, en una réplica de las manifestaciones ocurridas durante la década pasada frente al alza del costo de vida, el aumento de la pobreza y el avance de la corrupción institucional, incluso, frente a la sospecha del robo en las elecciones presidenciales de 2009.

Sin embargo, es en el terreno de la política donde hoy el Estado persa se encuentra debilitado y especialmente fraccionado entre múltiples líderes y caudillos regionales que complican la gestión general desde Teherán, y que muchas veces acuerdan alianzas en detrimento del gobierno central, también complicado en medio de luchas internas en el actual gabinete de ministros.

Pese a todas las adversidades, dos ejes posibilitan que el Estado iraní se mantenga unido, activo y, en ocasiones, también desafiante. Por una parte, la histórica y poderosa simbiosis entre chiísmo y nacionalismo personificada en el máximo líder religioso y político, el ayatola Alí Jamenei. Por la otra, el rechazo hacia la presencia judía en Medio Oriente a través de un violento discurso antisionista y antisemita que, al calor de la ofensiva israelí en Gaza, no sólo se fortaleció en los últimos tiempos en el mundo islámico sino también en varias naciones de Occidente.

Hoy el desafío de Netanyahu es a todo o nada. En su enfrentamiento directo con Irán cuenta con el apoyo de la Casa Blanca y de buena parte de las naciones integrantes de la OTAN, que especialmente temen su capacidad nuclear y su influencia ideológica a nivel internacional. De igual modo, Estados Unidos ha señalado a Irán como responsable de infiltración y propaganda en el marco de la actual campaña electoral, lo que suma un factor más en un escenario impredecible.

Con todo, no hay mayor predisposición por parte de los gobiernos occidentales a dejarse inmolar frente la ofensiva bélica del caudillo que ambiciona recuperar su alicaída imagen pública y delinear hacia el futuro lo que considera como su principal legado político: consolidar a Israel como el eje central del poder militar de la región, y con una creciente proyección a nivel global.

La ofensiva sobre el territorio de Gaza, y la actual penetración del ejército en el sur del Líbano y los ataques a Beirut bien pueden ser los primeros peldaños de un plan mucho más amplio.

Aunque limitada en sus objetivos, la guerra contra Irán podría convertirse en un hito decisivo para la definitiva consolidación del proyecto militar de la derecha israelí. Pero, al mismo tiempo, podría desencadenar retaliaciones y respuestas violentas y no previstas en cualquier sitio del planeta, convirtiendo a Netanyahu en una figura aislada, y cada vez más incómoda y desestabilizante ya no tan sólo para el intrincado horizonte político de Medio Oriente.