El tránsito de Roberto Arlt en la literatura argentina lleva ya un siglo en nuestra historia y cultura. Sus cuentos y novelas, sus célebres aguafuertes y otros textos en los diarios de la época -fines de 1920 y durante la década siguiente-, y sus no menos célebres obras teatrales, se mantuvieron casi sin interrupción a lo largo de las décadas, hasta el presente. Tras su muerte, en 1942, fue el trabajo pionero de Raúl Larra, Roberto Arlt. El torturado (1950), el que pudo legar junto a la reedición de toda la obra del escritor, entonces prácticamente agotada y tendiente al olvido, a las nuevas generaciones la tarea de recuperar y revalorizar al autor de Los siete locos. En el prólogo a la primera edición (este libro tuvo al menos siete reediciones, con agregados), Larra escribió: “queda mucho por decir. En el aspecto estricto de la crítica literaria, en el análisis de su lenguaje, de sus aportes al idioma argentino. ¡Qué hermosa tarea para un estudiante de Filosofía y Letras la de fichar el léxico de Arlt! ¡La riqueza que descubriría! Satisfecho estaría si este libro ayudara a abrir esos estudios y a despertar la curiosidad de los más jóvenes que oyen hablar de Arlt como de un personaje legendario”. Y fue justamente la fundamental revista Contorno, comandada por los hermanos Ismael y David Viñas (junto a Noé Jitrik, León Rozitchner y Adelaida Gigli, entre otros y otras), la que dedicará su segundo número a Roberto Arlt, relanzándolo, y granjeándose a la vez la objeción de los periodistas del diario La Nación, quienes cuestionaron a esta nueva joven generación de literatos, críticos y ensayistas que brindaran su atención hacia un escritor “cuyas novelas se vendían en la época por centavos en los quioscos de diarios”.
Pese a algunos cuestionamientos y juicios negativos, marginales y errados, la obra de Arlt pervivió: en reediciones y en el teatro (con nuevas puestas en escena), en el cine, y en materia de traducciones y ediciones como en la “Biblioteca Ayacucho” y en la colección “Archivos”. Y, en el terreno de la crítica y el ensayo se publicaron unas Nuevas aguafuertes porteñas (1960), compiladas por Pedro Orgambide para Hachette; se publicó Sexo y traición en Roberto Arlt (1965), de Oscar Massota, un monográfico Roberto Arlt (1971) para el CEAL, de Eduardo González Lanuza, Arlt literato (1995), de Carlos Correas, Arlt, política y locura (1996), de Horacio González y El escritor en el bosque de ladrillos (2000) de Sylvia Saítta, entre múltiples libros, revistas, artículos y compilaciones de prestigio donde intervinieron Beatriz Sarlo, Adolfo Prieto, David Viñas, Nicolás Rosa, Enrique Pezzoni y Noé Jitrik. Por su parte, Jorge Lafforgue, en el prólogo a la sexta edición del libro de Larra, en 1997, hace mención a “la obra entera de Ricardo Piglia”, que “puede leerse como una ardua y compleja danza entre Borges y Arlt, con coreografía macedoniana”.
Y ha habido, cómo no, infinidad de antologías y compilaciones de aguafuertes -especialmente “porteñas”- y otros textos de viaje y periodísticos: El paisaje en las nubes. Crónicas en El Mundo 1937-1942, El vagabundo sentimental. Selección de aguafuertes inéditas, Viajero de cercanías. 80 aguafuertes 80 años después, Aguafuertes fluviales de Paraná, Aguafuertes gallegas y asturianas, Aguafuertes y notas periodísticas, Aguafuertes de viaje: España y África, y Aguafuertes cariocas, entre muchísimas más, conteniendo, en muchos casos, material inédito. Ahora, la editorial de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa) acaba de publicar el primer tomo de un magno e inédito proyecto: Aguafuertes completas y otros textos de Roberto Arlt, compilado por Marcos Mele, en edición impresa, y en digital, en formato PDF, para descargar gratuitamente desde la web (aguafuertescompletas.com.ar). Habrá un total de cuatro tomos, recuperando además las ilustraciones originales -la mayoría realizadas por Luis Bello-, haciendo plena justicia literaria al compilar los cerca de mil quinientos escritos, cantidad de la que apenas se ha podido leer no más del diez por ciento hasta el momento. El segundo tomo aparecerá durante el mes de octubre, el tercero hacia fin de año, y el cuarto en 2025.
YO VIVO EN UNA CIUDAD
Este primer tomo reúne las aguafuertes publicadas entre mayo y agosto de 1928 en El Mundo, el periódico que fundó y dirigió Alberto Gerchunoff, quien convoca a Roberto Arlt para escribir allí. Primeramente, las notas aparecieron sin firma. En agosto, se llamaron “Aguas fuertes porteñas”, y poco después “Aguafuertes porteñas”. Algo más adelante aparecerán las iniciales “RA”, y luego el nombre completo. Publicadas diariamente, en un nuevo medio de precio popular, fueron granjeándole cierta fama a Arlt, que en paralelo seguía desarrollando -y retroalimentando, sin duda- sus proyectos novelísticos (y la década de 1930, junto a los viajes como corresponsal, será la del teatro, con resonantes éxitos en el Teatro del Pueblo).
Observador agudo, e imaginativo, Arlt recorre la ciudad. La camina. Se detiene, y mira. Se interesa en abarcar diversas geografías, que identifica y señaliza a partir de una avenida, un cruce de dos calles, o algún local comercial. O puede ser algún sitio específico -uno “clásico”, idiosincrático-, en algún barrio: “Una paz de provincia santifica el café de barrio, el café que puede estar en la calle Warnes o en la avenida San Martín. Por preferencias sentimentales nuestro café se encuentra en Flores”, se lee en el hilarante “El filósofo de las diez de la mañana es el terror de las familias bien constituidas”. Artl puede hablarnos sobre “La mendicidad en la Avenida de Mayo”, como titula otra aguafuerte, o describirnos al cronista “sentarse en la Plaza Lavalle, donde se entretuvo en mirar cómo giraban las manecillas del reloj que está en la esquina de Talcahuano y Lavalle”, en “El hombre que se avergüenza de almorzar con café con leche”.
Y entre esos recorridos porteños, varios lugares más. “Fue trasladado al Museo de Ciencias Naturales el pez Luna”, donde cuenta un “singular hallazgo”, lo que incluye entrevistas al capitán de un buque pesquero y a un ingeniero. Y otro: el “coche del subterráneo”, “escenario de pequeños sucesos que para el que sabe mirarlos son toda una fuente de psicología humana”. Dice Arlt sobre las posibilidades del singular escenario: “casi el cronista está tentado por decir que lo que no se vea en el subterráneo no se verá en ninguna parte. Lo que ocurre allí es, a veces, más elocuente que una novela”. Y otro más: los fumaderos de opio en la ciudad de Buenos Aires.
Finalmente, se encuentra una aguafuerte sobre un “misterio” en Rosario, en donde -se dice- las ratas se dedican a devorar gran cantidad de paquetes de encomiendas de la Aduana.
TIPOS SOCIALES Y RETRATOS URBANOS
Si la dimensión espacial es significativa en las aguafuertes, pintando una ciudad parecida y (no tan) distante, mirada desde el presente, la “tipología social”, el lenguaje, los hábitos, y los mil y un conflictos, colectivos e individuales, proliferan en la mayoría de las notas de Arlt, son su sustancia primordial, el núcleo que genera atención e interés. Un atractivo que se mantiene hasta hoy, realizado con un lenguaje vivaz y mordaz, cruce de múltiples lecturas, de “españolismos”, “italianismos” y otras jergas, como el lunfardo, con una escucha atenta a la calle.
Con prepotencia de trabajo, se nos presentan entonces señoras ancianas que “se asustan de los perros que procuran casa y comida”, al “hombre que compra baratijas inútiles”, al contrabandista cuyo “oficio” -dice Arlt- “que ayer requería coraje se hace hoy a base de capital”: “Empresas poderosas han reemplazado el trabuco de antaño por el dólar de ogaño”, al “aprendiz dinamitero” y al “dinamitero maduro” -aquel que “vive melancólico, asediado por los fantasmas de la sociología Sopena a cincuenta centavos el volumen de ciencia materialista”-, al “hombre del quiosco” que “pasa habitualmente dieciséis horas en él. A veces dieciocho. ¿Qué desengaño profundo, qué necesidad terrible lo ha llevado a aceptar ese calabozo provisorio o ese sepulcro transitorio? Dios lo sabe”-, a la “aristocracia porteril” y la siempre espinosa cuestión de las propinas, al “testigo falso”, que se encuentra en el Palacio de Justicia, y a la “muchacha que se gana la vida”: “desde los catorce años ingresa al taller, para aprender el duro arte de adquirir el pan con el sudor de su frente”. A partir de esta figura, generaliza y se explaya Arlt: “en nuestra urbe son muchas las mujeres que trabajan”. “Y trabajan. Trabajan en serio. Muchas mantienen un hogar con sus sueldos absurdos. Otras después de salir del taller continúan en su casa preparando trabajos ‘para afuera’. El domingo a la mañana también trabajan. El domingo por la tarde se preparan la ropa para toda la semana, se cosen vestidos, y al anochecer salen a ‘pasear por la retreta’. Y el lunes vuelven a comenzar la eterna semana”.
No falta un “Divertido origen de la palabra ‘squenun’” -aquel quien nunca ha tenido que doblar la espalda-, ni unos “Apuntes filosóficos acerca del hombre que ‘se tira a muerto’”. Otro “caso”: aquella persona que, al momento de tener pagar una cuenta grupal en un restorán, avisa que no cuenta con dinero, dando la voz cuando las demás personas posan su atención sobre él: “Yo me tiro a muerto”.
Episodios e historias, leyendas y anécdotas. Artl consigna: “Un cuidador de locos se ahorcó en el Hospicio de las Mercedes”, llamándolo “un episodio digno de la imaginación de Andreieff o Dostoievski”. Titula: “Calles estrechas y gente que no sabe caminar”. Consigna: “La presencia de la perrera altera la paz de los barrios suburbanos”. Hace varias mofas en “¿Quiere ganar dinero? Instale una academia para anarquistas”. Y puede ensayar -nuevamente, en tono hilarante- en torno a “La influencia del bigote en la lucha por la vida”. Es la crónica urbana, desde el costumbrismo, detectando en muchas oportunidades sus detalles bizarros, sus notas macabras, en inflexiones de diverso humor. Nacido en 1900, Roberto Arlt genera una genuina escritura moderna, multiforme y dinámica, que se plasma en el año 1926, al decir de buena parte de la crítica, cuando irrumpe la ciudad en la historia de la literatura argentina: porque el mismo año que se publica Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, “última” obra literaria rural, aparece también El juguete rabioso, la primera novela de Arlt, a la que siguen Los siete locos, Los lanzallamas -su secuela-, y El amor brujo. En una Buenos Aires difusa o difuminada, donde hacen su aparición prostitutas, conspiradores, astrólogos, perdedores y resentidos de cualquier monta, y rufianes melancólicos.
¿Puede sorprender un hecho que consigna Larra en su libro sobre Arlt? A la muerte de este, la Sociedad Argentina de Escritores, presidida entonces por Eduardo Mallea, da a conocer un comunicado personal de este, que dice: “Muere con Roberto Arlt uno de los auténticos escritores que nueva tierra literaria ha suscitado, uno -pese a su juventud- de los verdaderos eminentes. Roberto Arlt ha tenido poco tiempo para vivir, demasiado ocupado en dejar hecha una obra de calidad y vigor igualmente considerables. Era dueño de una naturaleza legítima de novelista, y lega al país, pese a quedar su labor inconclusa, algo que entra ya espiritualmente en su historia”. Por su parte, Larra dice en su prólogo: “pienso que alguna vez, cuando este país reconozca también utilidad a las cosas del espíritu, cuando este país reconozca a los hombres que se han consumido por retratar sus perfiles, el nombre de Roberto Arlt se inscribirá en una calle porteña”. En la “Advertencia para la sexta edición” de Roberto Arlt. El torturado, a casi medio siglo de la muerte del autor de Saverio, el cruel, Larra actualizaba y destacaba: “Lejos de desvanecerse su obra se difunde y proyecta fuera del país, en América Latina, en Europa. En Buenos Aires, su ciudad que tanto amó, no sólo tiene una calle sino una plaza en pleno centro urbano”.
Y es así: ya existen varias plazas, calles y pasajes con el nombre de Arlt, y todavía más: a lo largo de un kilómetro, por la avenida Rivadavia, se encuentra el “Centro de Trasbordo Flores - Roberto Arlt”, donde confluyen colectivos, subte y tren, inaugurado en 2017. De cualquier modo, honores y bautizos públicos aparte, lo realmente valioso está en poder volver, con estas Aguafuertes completas y otros textos, a lo que es el retrato urbano que nos lega Arlt, en esa multitud de cuadros que pintó por medio de sus “personajes” y situaciones, frases y expresiones, tecleadas tantas veces a las apuradas, en una Underwood, luego de recorrer una maltrecha urbe, sufriente y amargada, y sin embargo, también, repleta de sueños pujantes y esperanzas.
EN TODO CAFÉ DE BARRIO
Parece que sigue los extraños senderos del destino en el rodar de las bolas.
En todo café de barrio hay en las horas de la tarde un hombre que mira con tristeza a sus prójimos que juegan al billar.
Ya sea en el café turco de la calle Cuenca, o en un limpio bar de Palermo, o en la cervecería israelita de Corrientes. No importa el lugar ni el traje. Nuestro personaje es de todas las castas.
Lo veréis sentado junto a una mesa. Hace mucho rato que ha tomado su café, porque el platillo de la taza está cubierto de ceniza. La luz amarilla desparrama una claridad extraña sobre el tapete verde del billar, pero nuestro hombre con el rostro agrisado por un pensamiento mira el ir y venir de las bolas.
Suele estarse largos cuartos de hora con la mejilla apoyada en la palma de una mano y las piernas cruzadas, contemplando a los jugadores.
Estos hacen resonar el taco en el piso con harto peligro de los mosaicos, lanzan exclamaciones que corean los mirones, derrochan elegancia y técnica en las posturas, combinan carambolas más intrincadas que la misma geometría..., y nada..., el hombre que mira jugar al billar con su cara agrisada por un pensamiento humoso, permanece impasible.
Podría creerse que está tan abstraído que no percibe el rodar de las bolas a pesar de mirarlas, pero nada de eso, nuestro personaje las mira, sus pupilas inmóviles las siguen hasta las troneras, las acompañan en su deslizamiento a lo largo de las barandas, las acompañan en la inevitable carambola después de trazar ángulos casi inverosímiles; ni un detalle del juego le pasa inadvertido, pero compréndese que a pesar de esa observación estática el asunto en sí no le interesa, el diestro no le seduce, las acertadas no le emocionan, esa batalla de geometrías no arranca a su espíritu de esa expectativa escondida, casi triste que agrisa su semblante con un pensamiento humoso.
Se le encuentra en todos los cafés a este espectador. Hasta en las cantinas que tienen un billar cojo donde duerme el lavacopas y con más altibajos que un plano de estado mayor.
Si entramos a un bar judío de la calle Triunvirato y Canning lo veremos fantasmagórico entre las neblinas de humo.
En la confitería de Palermo, si buscamos lo distinguiremos también, a la sombra de una vidriera encortinada.
Lo que varía en el espectador es el traje. La actitud es siempre igual.
En la cantina de Villa Soldati llevará gorra y pañuelo, en el fumadero de la calle Cuenca hongo y botines amarillos, en Canning y Loyola galera, barba y un fardo de frazadas. En Belgrano zapatos de charol y cuello duro, pero en todas partes es el idéntico contemplativo, con distinto pelaje y alma semejante.
¿Qué le pasa a ese misterioso ente del billar? ¡Quién lo sabe!
Pero se está allí melancólico, casi enfurruñado, con la frente apoyada en los dedos, la mirada triste, el pitillo semiapagado entre los labios, la pierna cruzada, indiferente a la rodillera que se le formará en el pantalón.
Mira el ir y venir de las bolas.
Arrastrando sus zapatazos horadados por juanetes, pasa el mozo que tiene una fobia instintiva a los melancólicos que se atornillan a las mesas; el patrón del bar, que gasta bigotes grandes como los manubrios de una bicicleta, observa de reojo a su parroquiano, el lavaescudillas que es el informador de las costumbres de los mozos cerca del patrón se encoge de hombros, y el gato bufa enarcado sobre un hombro de la patrona que pesa ciento veinte kilos; pero el hombre que mira jugar al billar no quiere enterarse de todo eso y las manecillas del reloj avanzan.
Adelantan para todos, menos para él, que sigue a las esferas de marfil en su rodar por el paño verde.
Cambian los jugadores, el taco pasa de las manos de un desocupado a las de un escolar que no fue a clase, las bolas ruedan y nuestro hombre cada vez más ensimismado no se fija que tiene las solapas del saco llenas de ceniza.
¿Qué le pasa a este individuo? ¿Es acaso desdichado en su casa? ¿Le van mal los negocios? ¿Ha perdido un amor? ¿Lo echaron del empleo? ¿Tiene deudas? ¿La esposa se le ha descariñado? ¡Quién lo sabe!
Pero algo le pasa y ese algo se nos figura que es la muerte de toda esperanza.
¡Sí!, el hombre que mira jugar al billar de esa manera, es el “homo” que ha perdido toda esperanza, ya deje como propina todo el vuelto al mozo o gaste gorra y alpargatas. No importa.
Eso no significa que nuestro hombre sea permanentemente desgraciado. Al contrario. Puede ser feliz, menos en aquel instante, en que las bolas de marfil conciertan encrucijadas, caminos y alejamientos.
Porque esa tristeza humosa que lo clava en la mesa proviene de esto:
Sabe que no podrá ilusionarse nunca más acerca de los bienes terrestres. Sabe que aunque se quiera engañar acerca del valor de las cosas no lo podrá hacer. Sabe que bajo toda apariencia descubrirá la terrible verdad, y entonces, entristecido, sigue el inútil ir y venir de las bolas remedando con sus variadas combinaciones el doloroso juego de la vida. Y si es inteligente nuestro hombre ha de decirse a veces, cuando lo sorprende el calambre en un brazo, en el brazo que apoyó en la mesa:
-¿Y Dios no jugará con nosotros como esos escolares con las bolas de billar?
Aguafuerte de Roberto Arlt cuyo título completo de publicación fue “En todo café de barrio hay un hombre que mira con tristeza jugar al billar”.