El poeta Bartolomé Galíndez —hoy olvidado— fue uno de los primeros autores de vanguardia en Argentina. En 1920 edita a los veintitrés años un único número de la revista “Los Raros, Revista de orientación futurista”. Galíndez tenía mucha fe en su musa moderna, contemporáneo de Borges, y coqueteando con el ultraísmo en boga, decía:

“Creo (que mis poemas son una( quintaesencia de sutilidad, exotismo, autocracia, fuerza y emoción (…) Isaac del Vando Villar, director de la revista Grecia, de Sevilla y príncipe con Cansinos-Assens del Ultra en España, me ha calificado de ser, yo, el más grande poeta de la América actual. (…) Yo por mí, creo que tanto los futuristas de Milán como los ultraicos de Sevilla y los que como yo mantienen una estética de belleza y aristocracia, estamos en el deber, si bien de vernos los defectos, no por ello combatirnos. Un solo enemigo se nos presenta: el academicismo”.

Veinte años más tarde, pasando de pirómano a bombero, encontramos a un Galíndez institucional en el puesto de secretario de la Comisión Nacional de Homenaje al Teniente General Julio Argentino Roca. El poeta es el encargado del prólogo y las notas al pie de la edición La Conquista del Desierto, Diario del Capellán de la Expedición de 1879, Monseñor Antonio Espinosa. “Mientras las tribus araucanas —nos dice Galíndez— se retiraban hacia la Cordillera, el soldado de Roca y el misionero de Dios se internaban en la tierra áspera, llamada maldita […] El Gran Sur argentino recibía la espada y la cruz”.

Otro poeta, Bartolomé Mitre, se expresaba en similares términos en 1877: “El territorio que se llama hoy República Argentina, tiene por principal título de posesión la conquista en nombre de la civilización cristiana. Fue con este estandarte que los reyes católicos vinieron al Río de la Plata, lo declararon suyo y asentaron aquí los cimientos de nuestra civilización”. La Nación, entonces, se encuentra ante el deber de “terminar con la obra emprendida por Hernán Cortés y Francisco Pizarro, para completar la conquista de América en servicio de la civilización con la espada y la cruz”.

Esta idea de la cruz invertida como arma espiritual y erguida cual espíritu guerrero pocas veces o nunca menciona los motivos personales, políticos y económicos, de aquellos que emprendieron la cruzada. La dupla, cruz-espada, se reinstituyó en la Argentina de la década del 30, luego del golpe de Uriburu. En 1935 se inauguró en la ciudad de Buenos Aires la escultura del Cid, un día después del “Día de la Raza” que la Unión Ibero-Americana dispuso desde España y con sentido global como Fiesta de la Raza Española. En el acto, el historiador Ricardo Levene (1885-1959), sostuvo:

“La conquista de América fue popular como lo había sido la reconquista hispánica. La individualidad ejemplar de la nueva epopeya es como la del Cid, la que al frente de sus mesnadas o huestes sigue sus rutas ideales y avanza con la ley, la espada y la cruz…”

Esta idea del Cid que “avanza con la ley, la espada y la cruz” como paladín de la cristiandad difícilmente encaja con las crónicas que desde el siglo XII nos llegan de Don Rodrigo, el cual ofreció sus servicios de guerrero a reyes cristianos y musulmanes según se presentara el ofertante. La base de la escultura del Cid, realizada en piedra traída de Burgos, refuerza en letras doradas el concepto emitido desde la península: EL CID CAMPEADOR ENCARNACIÓN DEL HEROÍSMO Y ESPÍRITU CABALLERESCO DE LA RAZA.

El idealismo de la frase busca celebrar en la fecha del 12 de octubre de 1492 el encuentro y fusión entre los pueblos indígenas de América y los colonizadores españoles. Es verdad que aquellos españoles llegados al Nuevo Mundo fueron pródigos en simiente por amor a la conquista, al sexo y a las riquezas de oro y plata, aunque más de una vez —o en todas— dejaron de lado los mandamientos celestes que podían entorpecer su tarea por las ambiciones terrenales que los estimulaban.

La prodigalidad de la “raza” instituyó un sofisticado escalafón de castas: mestizo (india con español), mulato, (español con negra), morisco (español con mulata o musulmán obligado a convertirse al cristianismo), zambo, (entre africano e indio), pardo (cruza de español, indio y africano), marrano, (judío converso), moreno (negro liberto), criollo (hijo de español nacido en América), castizo (español con mestiza), coyote (indio con mestiza), lobo (negro con india), zambaigo (lobo con india), albazarrado (indio con zambaiga), chamizo (indio con albazarrada), cambujo (indio con chamiza), negro pelo liso, etcétera.

Por último, la frase “espíritu caballeresco” podría conducirnos a imaginar a un señor que le abre con ademán gentil la puerta a su dama. En el caso de Don Rodrigo, los cantares de gesta narran como le cortó la mano y la cabeza al Conde Lozano, padre de su esposa, Doña Jimena.

No faltaron durante y después de la Conquista del Desierto los intelectuales que vieron en esta empresa la consecución de la última fase de lo iniciado en 1492. Una cuenta pendiente que había quedado postergada por los sobresaltos que provocaron las guerras de la independencia. A estos hispanistas, tradicionalistas y católicos, se les oponían por lo general los liberales de filiación masónica. Estos, si tenían alguna simpatía por Francisco de Pizarro y Hernán Cortés era desde la percepción de observarlos como proto-capitalistas. Los adelantados, “salvando las distancias” eran los fundadores del progreso económico del planeta sentando las bases de la explotación de recursos, incluida la mano de obra de los habitantes conquistados.

Los hispanistas defendían valores antiliberales, anticapitalistas, antimodernos, pro-papistas, preferentemente preconcilio, con sentimientos nostálgicos por la monarquía. Para ellos la conquista del territorio sobre los indios era la extensión de “el solar de la Raza”. Este “solar”, vaciado de los habitantes paganos, peligraba a su vez ante la potencial llegada de nuevos inmigrantes: protestantes, hebreos y, colmo de los colmos, socialistas.

Para los liberales, en cambio, eso de la cruz y la espada era el resultado residual de la Edad Media, la melancolía oscurantista de la Iglesia. El nuevo espacio era una avenida hacia la gloria económica, la promesa de tesoros ocultos en el seno de una tierra inexplorada.

Liberales e hispanistas percibían a la Patagonia como a un espacio desierto que debía ser colmado de avances económicos por un lado, o progreso espiritual por el otro. A los habitantes originales no se les consultaba ni por lo uno ni por lo otro, contando la derrota como doble, despojados de su tierra y de sus dioses.

En 1816 el deán Gregorio Funes denunciaba la mentalidad cristiana de los conquistadores: “Don Juan de Garay alentaba a sus soldados con la esperanza de una victoria, que, según él decía, era tanto más asegurada, cuanto que, destinados por Dios los Españoles al ser señores de este nuevo mundo, debían esperar sus auxilios (los de Dios) contra unos enemigos que no solo en invadirlos, pero aun en defenderse, se oponían a sus decretos. Véase aquí la teología y el derecho público de aquellos tiempos”.

A pesar del deán Funes, la convicción persistió en el imaginario de la nueva república. Cien años después de estas palabras el poeta Belisario Roldán (1873-1922) describe al indio en oposición a los designios de dios:

¡Horda trágica y pagana
sin banderas y sin ley,
que alzó su barbarie indiana
contra el Dios de la cristiana
imperecedera grey;

Luego compara la lucha del hispanocriollo contra el indio como la lucha del cristiano ibérico contra el musulmán:

¡No chocaron con más saña
en los arrabales de España
la media luna y la cruz

que cuando tribu avanza

sobre el cristiano montón,
pujanza contra pujanza,
la media luna es la lanza
y la cruz es el facón!

Para cerrar este poema llamado “Frente al malón”, embebido del mismo espíritu que Funes denuncia en Garay, remata:

Del vencido, ebrio de espanto,
corre el vencedor en pos;
y ha visto el mundo entretanto,
que esta vez como en Lepanto,
hizo Dios triunfar a Dios…

En cambio, en el poema “La boca encontrada en el tranvía” escrito por el mismo poeta, este, ya más relajado, lejos del peligro del malón y viajando en tranvía, al ver una boca de mujer que lo obsesiona vuelve a recordar a dios pero ya, por conveniencia, no le teme al paganismo:

¡Por Dios, señora, por Dios!
¡Por Plutón o por Neptuno,
si es que los dioses paganos
por ser tal son más humanos…
De los dos hagamos uno!