La Revolución mexicana, consagrada en la historia del siglo XX con ese sonoro nombre que precedió a la también resonante llamada “rusa”, pero no a la tibia de 1905, encabezada por nuestro Hipólito Yrigoyen, dejó en su camino, además de muchas cosas que cambiaron en dos décadas un país entero, un tendal de muertos. Para muchos eso es suficiente para juzgarla en un hipotético tribunal y condenarla, como si hubiera sido una condensación de una barbarie sin nombre.
Me atrevo a disentir de ese modo de entenderla, aunque no por eso declaro una predilección por la mortandad ni considero que la muerte sea el precio que las sociedades tienen que pagar para alterar o cambiar un sistema; el fenómeno, o el estruendoso episodio, que conmovió hasta el tuétano a un país y aun a una región, ofrece en su complejidad numerosas facetas que no han cesado de vibrar en busca de interpretaciones menos inertes que la simple condena.
Basta considerar, por empezar, su propio comienzo: lo que la desencadenó, o sea las primeras declaraciones que en 1910 formuló el bueno de Francisco I. Madero, víctima posterior de su propia bondad, casi diría que meramente políticas, contra el continuismo dictatorial de Porfirio Díaz, quedó de inmediato muy atrás, se convirtió en secundario porque se abrieron las puertas a un aluvión de problemas tapados, precisamente, por las despóticas fachadas que el porfirismo había levantado. Como nadie lo ignora, lo reprimido vuelve, y volvió en forma de violentas reclamaciones de campesinos expoliados, que engendraron al torvo y profundo Emiliano Zapata, de explotados de diverso tipo, de marginales, que engendraron al ocurrente Pancho Villa, de pueblos originarios hundidos en la miseria, de caudillos deprimidos, que engendraron a los míticos generales de la Revolución, en suma, de todo tipo de insatisfacciones que se manifestaron sangrientamente. Y, simultáneamente, el sentimiento general de que lo que puede ser llamado el “sistema” no podía continuar tal como la estructura cultural lo había impuesto, que era fuente de un malestar que el movimiento de masas en todo el país había puesto en evidencia.
Todo aquello, retenido y comprimido secularmente, pero disfrazado por el boato porfirista, era indicativo de una falta de futuro para un país atravesado por tantas frustraciones históricas que, con la gesta civil y republicana de Madero, se convirtieron en líneas de fuerza, con apelaciones y tropas, con armas en la mano y escaso lenguaje junto con capacidades insospechadas de discurso. La Historia, en otras palabras, como quedó probado en los largos años en que ferozmente se prolongó.
Cientos de ensayos y otros tantos de novelas y de películas, unas contemporáneas a los hechos, otras posteriores, resuelven, hasta casi vaciarla patrióticamente de contenido, la fascinación que despertó la Revolución por medio de imágenes, de argumentos y tópicos tan reconocibles que podrían tener un carácter retórico si no fueran tan dramáticas. Si enorme es la bibliografía mexicana, histórica como biográfica y narrativa, no le va en zaga la que prueba esa fascinación en escritores foráneos, Ambrose Bierce, John Reed, John Kenneth Turner y muchos otros; la canción, que hizo en los corridos una crónica de tipos y situaciones, y, por supuesto, la fotografía y el cine. Imposible es recuperar ese caudal para acercarse de nueva cuenta a lo que eso fue y significó, intentarlo desborda cualquier posibilidad de desentrañar los profundos efectos que tuvo la Revolución en todos los planos de la vida social.
No es mi intención ni me es posible retomar esa totalidad, pero puede serlo proseguir una reflexión, una vivencia inclusive, iniciada hace años por cercanía, por convivencia, por curiosidad, por amistad: la memoria acumula y discierne, algo perdura en ella y brota convocada, pero no por la totalidad, sino por algún aspecto que remite a la totalidad pero que exige una particularización. La cultura, con sus acercamientos y distancias, no toda, por cierto, sino algunos aspectos en los que la Revolución está más presente, de manera oculta y hasta contradictoria, pero de indudable riqueza.
Las imágenes que quedan de la época de Porfirio Díaz son de un hombre voluminoso, cargado de medallas en un uniforme majestuoso, la mirada al frente, al futuro se diría, atuendo de jerarquía imitado, quizás, de las galas que adornaban la real persona de Napoleón III que, de a ratos, como Díaz, podía parecer un déspota ilustrado, más Porfirio que el emperador francés. Esa semejanza se tradujo en una incisión francesa, no desdeñable, en la cultura mexicana, como si la trágica irrupción de Maximiliano en México todavía indeciso en su configuración nacional hubiera dejado profundas huellas, pero esa impronta que le dio el porfirismo no era suficiente para suturar las profundas disociaciones que retenían a la sociedad mexicana ni para dar paso a una deseada modernización, perseguida por los elementos pensantes de la sociedad.
Algo, sin embargo, ocurría. El modernismo posrubendariano entró en México, lo que no es nada trivial, así como aparecieron y dejaron una obra personalidades notables, Gabino Barreda y, con más razón, Justo Sierra, cuya obra educativa ilumina los últimos momentos del régimen y cuya figura propicia expresiones culturales marcadas por un sobreviviente positivismo que quizás Porfirio no había previsto. El Ateneo de la Juventud y posteriormente el grupo de Los Siete Sabios reunieron a intelectuales que desempeñarían luego, durante y después de la Revolución, papeles fundamentales en la cultura mexicana: hombres como Alfonso Reyes, Alfonso Cano, Pedro Henríquez Ureña, Manuel Gómez Morfín y José Vasconcelos hicieron de puente entre la informe cultura porfiriana y lo que brindaría la Revolución en su tormentoso recorrido. En especial Vasconcelos, que fue testigo y protagonista y cuya autobiografía, de Ulises criollo a El desastre, constituye uno de los más vivos testimonios del cruce de dos y aun tres épocas, la de las cavilaciones de fines del siglo XIX y comienzos del XX, la del temblor revolucionario y la de sus consecuencias.
Pero eso no era todo; el caso de Diego Rivera es ilustrativo del tránsito de un régimen que parecía estable a su desquicio. Enviado a París para formarse, coincide con el nacimiento y expansión del cubismo y se inyecta de su estética, comparte sus devaneos y produce telas que no desmerecen lo más enérgico de ese movimiento, Braque, Juan Gris y Picasso no desdeñarían esos primeros pasos; se diría, no por el cubismo pero sí por su proyecto de absorción de lo francés, que es un subproducto del porfirismo y un testimonio del propósito de modernización que perseguía. Pero que no es suficiente: cuando regresa a México, Porfirio ya no está, Rivera comprende lo que encarna la Revolución y cambia de poética, deja el cubismo y se aproxima a un expresionismo figurativo, que, aun siendo de vanguardia, es un realismo exacerbado y de concepción cada vez más gigantesca, como es cada vez más gigantesca y total la Revolución: lo satura, poco después, con las enseñanzas que brinda la otra revolución, la rusa, y, convencido comunista, las liga en un imaginario que se proclama como “arte nacional”.
Ese arduo camino, cuya grandeza todavía asombra –y cuyos alcances y sentido mostró magistralmente Luis Cardoza y Aragón desde su mirada surrealista–, se llama “muralismo”, seguido también por otros, Orozco y Siqueiros; todos parecen proclamar que el muralismo es el arte mismo de la Revolución porque la representa con un arte de un resplandor inextinguible, pero no porque sea su producto, relación que es algo más complejo de determinar.
Acaso, hipótesis atendible, hayan estado más cerca de los efectos de la Revolución pintores como el enigmático Dr. Atl, por sus técnicas pictóricas y su disipado paisajismo, o, con más razón, el prudente y tenaz Rufino Tamayo; en la obra de ambos se advierten un reconcentramiento, una resistencia y un fuerte deseo de rescatar una subjetividad que los estentóreos muralismos, pese a sus hallazgos, escondían, transformados esos tenues gestos en, casi, una creciente dimensión metafísica. Dicho de otro modo, el ruido exterior como tobogán para internarse en un examen, suscitar una reflexión sobre dos identidades, la propia de quienes vivían el proceso y la de la comunidad entera, tan afirmativa y vacilante al mismo tiempo.
* Fragmento del texto incluido en el catálogo de la exposición México Moderno. Vanguardia y Revolución, que se presenta en el Malba, Figueroa Alcorta 3415, hasta el 19 de febrero, con curaduría de Victoria Giraudo, Sharon Jazzan y Ariadna Patiño Guadarrama.