El 5 de octubre de 1962, las disquerías británicas recibieron el primer single de una banda nueva que inicialmente tendría el módico logro de un puesto 17 en los rankings, pero terminaría siendo mucho más: la chispa que encendió una mecha planetaria. Muy poco después, "Love Me Do" iniciaba la revolución Beatle.

Sesenta y dos años después, en el escenario del Estadio Monumental, la armónica vuelve a sonar, Paul McCartney tiene colgado el bajo Hofner y se acerca al micrófono y canta esa sencillísima frase inicial. Y el estadio se viene abajo. Y no es la primera vez. Y no va a ser la última.

Sir James Paul McCartney no necesita brillantes pulseritas de colores para convertir a una atestada cancha de River en una masa profundamente unificada en la emoción. Corre con ventaja, claro, posee un catálogo de canciones imbatible y extenso, y un público al que esas canciones transportan a infinidad de universos personales de puro goce y felicidad. Eso que da el arte. Entonces Macca desparrama belleza con "I've Just Seen a Face", y el piso vibra. Y cuando parece que está al límite vocal en "Got to Get You Into My Life" hace "Blackbird" y es otra vez un hechizo y no vuela una mosca. Y provoca una fiesta hasta inesperada con el "Letting Go" de Wings y lo remata con "Drive My Car". Y hace debutar en Argentina a "Getting Better", nada menos, en una versión descomunal.

Y en cada canción, en cada giro melódico, en cada estribillo que es imposible olvidar, la masa frente al escenario se estremece, los ojos y oídos fijados en este tipo que no se entiende cómo, a los 82 años, sale y descerraja dos horas cuarenta de show que son dos horas cuarenta de pura vida.

McCartney, además, tiene una banda de la hostia. Los guitarristas Rusty Anderson y Brian Ray, el tecladista Paul “Wix” Wickens y el baterista Abe Laboriel Jr. llevan tanto tiempo juntos que ni necesitan tener nombre propio para imprimirle lo que se necesita a las canciones del jefe. Y enriquecerlas. Cuando la gente apenas se está recuperando del impacto de ver cantar juntos a Lennon y McCartney en "I've Got a Feeling" (gracias, Peter Jackson), el grupo se lanza a una coda hipereléctrica que lleva las cosas a otra dimensión. El combo de "Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band Reprise" y un "Helter Skelter" absolutamente desatado, arrollador, dan cuenta de un grupo que no está "a la altura", es mucho más que eso, es lo que Macca necesita para no ser un mero ejercicio de nostalgia y autocover.

(imagen: Prensa)

Y este Got Back Tour, como viene sucediendo en cada visita del Beatle, propone nuevas muestras de una deliciosa revancha, la de terminar para siempre con el mito de que las canciones del grupo en su etapa "de estudio" eran demasiado difíciles de replicar en vivo. Más afilado que nunca, el combo final de "Golden Slumbers / Carry That Weight / The End" tuvo precisión y fiereza, una representación exacta del original y a la vez potenciada y enriquecida por lo vivo, lo intenso, el fuego que solo puede suceder en el momento. Si Paul lleva más de veinte años con esta banda es porque ese fuego simplemente sucede, y no hay laboratorio que valga.

De un comienzo explosivo en la elección, nada menos que "Can't Buy me Love", pero con el sonido sorpresivamente flaco -lo que trajo malos recuerdos del decepcionante volumen del Campo de Polo en 2019, que se diluyeron en los siguientes dos o tres temas-, a ese cierre con la frase célebre de "y al final, el amor que recibís es igual al amor que das", McCartney se dio y le dio a River todos los gustos. Una sección de vientos, The Hot City Horns, que apareció tocando en la Belgrano baja durante "Letting Go" y luego aportó la potencia orgánica que ningún metal disparado desde teclados puede replicar. Momentos de hondo dramatismo como las imágenes Beatle en "Get Back" y especialmente "Now and Then", el tema mutante lanzado en 2023. Otra inolvidable revisita al planeta Harrison con el ukelele y "Something". Lisergia multicolor en "Being for the Benefit of Mr. Kite!" y una casa melanco en la añeja "In Spite of All the Danger" de The Quarrymen. La tradicional pero no por ello menos conmovedora comunión general en "Hey Jude" y "Let It Be". Y su insistencia en una canción que divide aguas hasta entre los fanáticos acérrimos, con una versión de "Ob-la-di, Ob-la-da" tan fiesterísima que parece una visita de Macca al terreno de Los Auténticos Decadentes.

Pero Paul tiene su orgullo y no quiere quedarse solo con la marca más célebre. Y entonces vuelve a desatar el infierno -literalmente- en "Live and Let Die". Y recuerda que Egypt Station está acá nomás en el tiempo y clava un "Come On to Me" que sacude todo, y le saca todo el jugo al paso de comedia con el bailecito de Abe Laboriel en "Dance Tonight", y hace saltar a todos con "Jet" y alcanza cumbres similares a las de partituras Beatle con el inoxidable "Band on the Run". Y payasea, hace cantar a la gente, se sorprende un poco con los cartelitos que repartieron al comienzo y se alzan en todo el campo en "Hey Jude", arenga, ocupa ese lugar de showman en el que cabe un poco de demagogia y juego conocido, pero en el que también hay disfrute. Vamos, que McCartney no necesita todo ese dinero que le dejará esta gira. Tipos como él y los Stones, o Neil Young o Dylan, no se siguen subiendo al escenario en la tercera edad por adicción al oro, sino porque es el lugar donde estallan de vida. Y eso resulta tan evidente que es imposible no contagiarse. Cantando.

Vuelva cuando quiera, señor McCartney.