El gobierno ha declarado, en nombre de un “equilibrio fiscal”, la guerra a la educación, a la cultura, a la salud, a la ciencia, al saber, sin advertir, o mejor dicho muy a sabiendas, que aquello que en poco tiempo se destruye, difícilmente pueda ser reconstruido. Es la destrucción como plan de gobierno, la quema del territorio sobre el que se edificará lo que aguarda.
El proyecto es un cambio total de paradigma subjetivo en la Argentina, el advenimiento de un país muy distinto del conocido hasta ahora, la instalación de una nueva normalidad en la que ya no queden ni rastros de la Argentina moderna, o de lo que aún queda de la Argentina moderna. Es decir, la construcción de un nuevo sujeto carente de espíritu crítico y capacidad reflexiva, especie de mutante armónico con las políticas de devastación y apropiación planetaria. La confrontación actual pasa por ahí: o preservamos al sujeto de la razón y la ética o se le abre la puerta a la mutación antropológica.
El país no solamente está frente a la implementación de un sistema económico (que implica una brutal transferencia de recursos hacia los grandes grupos de la economía concentrada) y la desaparición de la idea de Estado y del consenso civilizatorio, sino fundamentalmente ante una transformación de las mentalidades y la cosmovisión del mundo. La gran maquinaria ha sido puesta en marcha.
En estos días dos Argentinas se enfrentan: por un lado la heredera de los ideales modernos, la del sujeto cartesiano del pensamiento y la razón (aunque ya en franco retroceso), la Argentina de la escuela y la salud pública, la de la ciencia y el conocimiento, y, por otro lado, la de un sujeto sin conciencia histórica ni dimensión temporal, imposibilitado de tomarse a sí mismo como objeto de su propia reflexión, un individuo inmerso en un perpetuo presente. Es decir, una Argentina que todavía se resiste a la desintegración y otra que comienza a bajar los brazos y a ofrecer el cuello a una nueva concepción del mundo muy diferente de la del acuerdo civilizatorio, una nueva instancia en la que imperan la errancia, la ausencia de amarras, la anomia, la prevalencia de lo imaginario, el individualismo, el más allá del placer, la exclusión simbólica.
Es verdad, como dicen algunos, que el país está atrapado en una circularidad que cada tanto remite a lo mismo, a la repetición del mismo drama, o de la misma farsa, la periódica caída y el posterior resurgimiento que llevan a pensar en su indestructibilidad. Debemos sin embargo tener en cuenta que ese retorno no se produce exactamente de la misma manera, sino bajo la forma de una espiral descendente. Está el riesgo de que el corte con esa repetición, con esa circularidad, se produzca como una permanencia de la extrema derecha y el confinamiento poblacional en un declive, la reclusión en el empobrecimiento, una nueva normalidad subjetiva que tiende a anular la capacidad de reacción. No sabemos hacia dónde derivará la situación actual.
Ante la profunda crisis, el futuro inmediato es más incierto que nunca y desestima cualquier pronóstico. Se avizoran quizá dos panoramas: la convulsión política-social, hasta ahora improbable, o, la instalación de una nueva realidad subjetiva, la aceptación de un estado de cosas, la perpetuidad de lo adverso, la costumbre, la resignación ante una cotidianeidad donde lo colectivo pierde fuerza y se impone la suerte individual e inclusive, en algunos casos, el goce en la desdicha. En este sentido hasta es probable que el gobierno, no obstante sus calamidades, vuelva a ganar elecciones. Esperemos que ello no ocurra.
La cuerda está tensada. La Argentina no deja de presentarse hoy como un experimento mundial del neoliberfascismo para saber hasta qué límites se pueden realizar los ajustes económicos, hasta dónde pueden los habitantes de un país tolerar el sufrimiento, hasta qué punto es posible doblegar las voluntades, hasta qué fronteras se pueden recortar los derechos, hasta qué extremos es soportable un capitalismo absoluto, irrestricto y sin contemplaciones morales ni éticas, que en nombre de la democracia acabe con la democracia. De tener éxito el experimento, será seguramente aplicado en el resto del mundo. Por eso el debate debe ser hoy geopolítico y ético.
De la suerte de esa confrontación entre el sujeto de la razón y el anarco-capitalismo,
dependerá en un futuro muy próximo la vida y la muerte de todos
*Escritor y psicoanalista