La demarcación temporal de los acontecimientos es uno de los ejercicios políticos de mayor trascendencia, establecer cuándo comienzan y cuándo terminan los hechos políticos, no sólo responde a una pretensión historiográfica, sino que repercute en la construcción de la memoria de la Nación, de las luchas y del horizonte de expectativas. Estos cuarenta años de democracia han sido polifónicos, difíciles de establecer definiciones taxativas y escribo sin la pretensión de sutura, menos de ser concluyente, tal vez con el ánimo de enrarecer la imagen de unos cuarenta años conducidos por un pacto democrático, con bemoles, con aciertos y desaciertos pero pacto al fin, que comienza a erosionarse con el gobierno de Milei, el antialfonsinismo y la llegada del negacionismo a la Casa Rosada. Tal vez, menos que un exabrupto de la historia, Milei haya sido el engendro escupido por estos cuarenta años.
En agosto de 1984, Rodolfo Fogwill se preguntaba sobre aquella demarcación temporal en el marco de una jovencísima democracia recién lograda. Parte de la lucha por sedimentarla se encontraba en la demarcación temporal que la distinguiera de lo que la antecedía y le marcara un camino hacia delante. Las revoluciones políticas ratificaban su radicalidad en una nueva manera de mensurar el tiempo. La Revolución Francesa lo hizo con la adopción de un nuevo calendario en oposición al gregoriano, la Revolución de octubre de 1917 también que, en realidad, ocurre en noviembre y ello se debe al calendario Juliano del zarismo abolido por Lenin con el triunfo de los Soviets. La mensura del tiempo no es ni una mera cuestión física, tampoco una cuestión sólo práctica, estamos frente a una cuestión política y la democracia argentina que se abría en 1983 debía marcar una frontera inexpugnable con el pasado reciente.
Así lo expresaron en 1987 José Nun y Juan Carlos Portantiero en el prefacio al libro titulado Ensayos sobre la transición democrática en la Argentina, donde afirmaban que “…la democracia es un instrumento cuyo uso permite deslindar la vida de la muerte”, es decir, deslindar la democracia de la dictadura y, como varios intelectuales de entonces afirmaban, la política de la guerra, el acuerdo de la contienda.
Sin embargo, Fogwill se permite interrogar ese divorcio. El autodenominado Proceso no comienza donde dicen que comienza, 24 de marzo de 1976, sino que lo hace con anterioridad, tanto en su política represiva como en su política económica. La masacre de Trelew, el Operativo Independencia y el Rodrigazo emergen como hechos que estremecen por su crueldad y, también, por su premonición. Pero así como no comienza donde dice comenzar, tampoco se cierra donde suponemos lo hace, afirmará Fogwill.
La idea de transiciones a la democracia en los ’80, que proviene del campo de la academia, también se interroga sobre esto: ¿cuándo se puede dar por terminada una transición? Se discute si Chile completó o no su transición considerando que aún se conduce con la Constitución sancionada por la dictadura de Pinochet en 1980. Mientras la transitología se ha preguntado cuándo se da término a la transición, Fogwill arremete con la incómoda sugerencia de que lo que aún no ha terminado es el Proceso, pudiendo llegar a tener larga duración.
¿Qué pone en evidencia Fogwill con esta provocación? La dificultad en la marca de la temporalidad en política, de los comienzos y de los finales, de las dificultades en lograr marcar el tiempo, distinguir, la obsesión por establecer límites entre lo otro y lo mismo, y la afirmación de que al instalar esos mojones no hacemos otra cosa que afirmar una decisión política. La idea misma de herencia que aparece en el título del artículo de El Porteño ya es una provocación para un gobierno alfonsinista que pretende construirse a partir del quiebre, de esa radicalidad en la ruptura que funda el hiato entre la vida y la muerte, los años de plomo y la primavera. Frente a estas ideas-límites que se enunciaron en esos primeros años y que traccionaron ese efecto de corte, el término herencia sacude la amabilidad que instala esa diferencia con lo otro, la tranquilidad que ese corte entre lo propio y lo ajeno produce, para sugerir una continuidad, un contagio, un miasma que se extiende desde ese más allá hasta este más acá.
Fogwill se preguntaba en ese agosto de 1984: “…qué fecha han de elegir para la demarcación del verdadero fin del Proceso: ¿1985? ¿1989? ¿2004?”. Esa provocación lanzada a comienzos de los ’80 llega como un eco angustiante a nuestros días donde la democracia parece estar jaqueada, parece haber perdido mucho de ese poder seductor que tuvo allá. En los ’90, como estudiante universitario, recuerdo haber leído los informes de Latinobarómetro que advertían esa pérdida de confianza. A nuestros ojos, parece ser que la “crisis de la democracia” que anunciaba el informe de la Trilateral Commission en 1975 obtuvo como respuesta en América Latina de los ’80 una democracia morigerada, liberal, cuidada y prolija, dando lugar a unos ’90 aún más pacatos. A las promesas incumplidas de la democracia se les respondió con regímenes delegativos, no con democracias de participación popular. Se respondió con más liberalismo democrático, liberalismo económico, gatillo fácil y represión a la protesta social.
Según el apotegma de Clausewitz, la política es la continuación de la guerra por otros medios, sin embargo, nuestra democracia debía constituirse en tanto discontinuidad de la dictadura y, desde luego, con medios que no encontraran ningún parecido a los que dejábamos atrás. Nicolás Casullo reflexionó en los ‘90 en torno al modo en que Alfonsín entendía la dimensión de la democracia en 1983, en clave de malentendido histórico. En una entrevista que le realizaron para la revista La Maga en noviembre de 1993 afirmaba: “Alfonsín trabaja sobre la idea de que la memoria es un malentendido, mejor dejarla atrás, porque ha traído dolor, sangre, muerte” ratificando con ello el quiebre, el hiato entre ese pasado tenebroso y este presente prometedor.
Las preguntas que parecen conducir la reflexión irreverente de un Fogwill o un Casullo gravitan alrededor de lo que significa continuación y cuáles son esos otros medios. Porque es evidente que entre esa democracia de los ´80 y la dictadura cívico-militar que la antecedió existen diferencias sustanciales que por evidentes no hace falta ni detenerme en ellas y, sin embargo, esa obsesión por marcar la diferencia condujo a renunciar interrogarse sobre las continuidades. Al parecer, esa obsesión y esta renuncia no desactivaron las continuidades y las mismas reaparecen y se reactualizan en diferentes momentos, erosionando la democracia, su ethos y volviéndola vulnerable.
Por eso, estos 40 años no han sido homogéneos, con diferentes énfasis que pueden ser leídos en clave de avances y retrocesos. El juicio a las Juntas, el Nunca Más de Strassera, la derogación de las leyes de impunidad en 2003 y la reactivación de los juicios, pero también esas mismas leyes de impunidad y los indultos, los años 90. En estos 40 años algo se enrarece de esa temporalidad, los cortes mutan, las discontinuidades parecen reafirmarse pero, en otros momentos, el pasado se empecina por regresar y lo hace.
En 2016, el término que utilizó Silvia Schwarzböck para marcar la incomodidad del contagio, es el de Postdictadura, un atrevimiento que no deja de resultar urticante, como supo ser el término herencia utilizada por Fogwill. Porque esta noción de postdictadura hace tambalear el clásico binomio propio de la ciencia política “dictadura-democracia” y porque irrumpe la marca filigrana que se observa con el prefijo post y que anuncia una continuidad en la diferencia:
“Lo que en democracia no se puede concebir de la dictadura, por más que se padezcan sus efectos, es aquello de ella que se vuelve representable, en lugar de irrepresentable, como postdictadura: la victoria de su proyecto económico / la derrota sin guerra de las organizaciones revolucionarias / la rehabilitación de la vida de derecha como la única vida posible”.
No se puede concebir, pero sí se puede representar, una postdictadura que deja su estela en el triunfo del modelo económico, en el comportamiento de las fuerzas de seguridad, en las indulgencias a las FFAA, en la vacuidad de una democracia que no logra resolver problemas que se arrastran desde hace décadas y en establecer como absurdo, impensable e imposible la vida popular. Esta es la hipótesis central del texto de Schwarzböck y aquí radica también el contenido de la noción de tregua de un Juan Carlos Marín, una embarazosa continuidad, un acuerdo no ya entre ciudadanos como supo ser el “pacto democrático” imaginado por De Ipola y Portantiero en la revista Punto de vista de 1984, sino un acuerdo entre poderes políticos, económicos y FFAA. Si el discurso jurídico-universal permitió anclar en la idea de pacto la inauguración de un nuevo orden político y social a partir de los ’80, el discurso histórico-político que la noción de tregua y postdictadura despiertan, ponen en duda esa nueva fundación. La noción postdictadura hace decible y genera aquellas imágenes inquietantes que el término “democracia” obtura o las pone frente a un telón de fondo de una época que le es ajena, a partir de habilitar con el prefijo post la idea de continuidad, esa herencia fogwilliana.
En este diálogo que proponemos entre un Fogwill y una Schwarzböck, reponer la pregunta sobre el cierre de la dictadura nos pone en situación de preguntarnos acerca de los rasgos heredados de nuestra democracia actual. La idea de democracia política, su paulatina reducción a un procedimiento y el clivaje en torno a las instituciones formales, hizo que todo aquello que osara plantearse como poder popular por fuera de aquella institucionalidad comenzara a ser interpretado en clave de cuestión social o cuestión penal, asistencialismo o represión, no en clave política y los proyectos que esas manifestaciones expresaban. Ante esto, la pregunta obligada que surge es si nuestra devaluada democracia actual evidencia la ruptura de aquel pacto fundacional celebrado hace 40 años o, por el contrario, hace emerger unas herencias que se pretendió afanosamente ocultar durante este tiempo.
El quiebre del pacto nos sitúa en una situación de comodidad, la de pensarnos de este lado de la historia, del lado bueno, el presente promisorio, el futuro anhelado. Por el contrario, la herencia, la tregua y la postdictadura ponen demasiado cerca de nosotros unos discursos y unas prácticas que, sin dejar de constituir nuestras subjetividades individuales y colectivas, no hemos dejado de denunciar e impugnar: el neoliberalismo, el individualismo, la carencia de solidaridad y empatía social, el odio como motor de nuestros comportamientos, la competencia desenfrenada. Si llegamos a este punto se debe sin duda a una clase política que no estuvo a la altura de las circunstancias, de unas deudas y promesas incumplidas que no pudieron saldarse en estos cuarenta años y con ello una democracia que no pudo nunca abandonar su carácter liberal y formal. En este sentido, como el propio Marx le advierte a Víctor Hugo sobre su lectura de Luis Bonaparte, Milei tampoco parece caer como un rayo en un cielo sereno.
Asumir este rasgo nos obliga a aceptar aquella victoria económica de la dictadura y nuestra derrota política, en un momento donde sus ecos parecen seguir rebotando después de 40 años. Sin embargo, esta admisión de ningún modo nos pone en situación de reconocer la desaparición de nuestras tradiciones de lucha y la aceptación sumisa de los proyectos dominantes. Aun cuando todo parezca cuesta arriba y la derrota se selle como definitiva, siempre estarán socavando de forma subterránea las resistencias gestadas en este presente ominoso pero que llevan las marcas de las luchas históricas precedentes de nuestros pueblos.
*CIGE - UNR - CONICET.