Poco antes de que Chaplin abandonara los Estados Unidos en 1952 –una ausencia deplorablemente prolongada-, le pidió a Avedon que le hiciera la foto para su pasaporte, un trabajo rutinario que Chaplin se dedicó, en plena sesión, a satirizar; y el producto de sus payasadas, un duendecillo con aires de dios Pan mofándose del aguafiestas universo de las fronteras gubernamentales (en el territorio y en el pensamiento) es, sin duda, la clase de fotografía que el encantador vagabundo hubiera querido pegar en su pasaporte: una simpática broma para llamar la atención de policías de fronteras aburridos. Resulta divertido recordar el camino del plano final de las películas mudas de Chaplin, la vacía y polvorienta perspectiva por la que, al final de cada aventura, el pequeño vagabundo echaba a caminar, haciéndose cada vez más pequeño, con su atadito de ropas a la espalda; al recordarlo, uno se da cuenta de hacia dónde serpenteaba ese camino: ¡hacia Suiza ni más ni menos!, y el triste paquetito, pues ¡resulta que estaba lleno de billetes de banco, de oro en barras para comprar una morada digna del rey de la montaña hecha de mármol y situada junto a un lago de aguas inmaculadamente azules, una morada campestre de “final feliz” por la que el ahora rico vagabundo, rodeado del desbordante cariño de una novia expósita y hermosa y de siete niños hermosos y abandonados en el orfanato, se pasea oliendo sus adoradas flores. Que es como tenía que ser (la persona a la que se deben Luces de la ciudad, La quimera del oro o Tiempos modernos, obras tan definitivas y ejemplares como un león, o como el agua, son definitivamente modelos, merece alcanzar –en este mundo, aquí y ahora- la dicha plena), y casi lo es, pero no del todo: porque, en los últimos años, Chaplin ha dejado que lo invadiera el mal humor; cree, tal vez con razón, que los Estados Unidos, su prensa, el Departamento de estado, lo han maltratado, así que se pasea por su villa despotricando locuazmente, y aunque está en su derecho, es lamentable que lo haga, porque constituye una pérdida de tiempo: su última película, Un rey en Nueva York, un malhumorado alegato contra determinados aspectos de la vida estadounidense, ha sido un esfuerzo completamente inútil, bueno, a menos que le haya servido para descargar de una vez toda su amargura.

Chaplin ha demostrado ser un genio, y se ha beneficiado de una circunstancia favorable aún menos frecuente: la de ser el único dueño de su propio negocio: financiero, productor, director, guionista y actor. Que cada niño tenga un solo padre es un requisito de la naturaleza; la necesidad de una fecundación colectiva es la maldición que dota de su peculiaridad al arte de hacer películas, ese maldito abismo que cruzan dando zancadas escasos gigantes y unos pocos hombres de talla mediana: ¡alabados sean quienes lo consiguen!

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Seguramente, Satch no lo recuerda, pero fue uno de los primeros amigos del autor de estas notas. Lo conocí cuando tenía cuatro años, es decir, alrededor de 1928, y él, un Buda moreno, robusto y beligerantemente feliz, tocaba a bordo de un vapor de ruedas que hacía excursiones entre Nueva Orleans y St. Louis. No viene a cuento por qué, pero el caso es que yo hacía aquel viaje muy a menudo, y para mí la dulce iracundia de la trompeta de Armstrong, la exuberancia de sus muecas, su carraspera, son como la magdalena de Proust, hacen que las lunas sobre el Mississippi vuelvan a brillar, evocan las luces fangosas de los pueblos junto al río y el sonido, como bostezos de caimanes, de las sirenas fluviales; vuelvo a escuchar el bramido del río mulato y oigo, siempre, el compás que marca el pie del Buda sonriente mientras se adentra en “The Sunny Side of the Street”, y veo a las parejas de recién casados de luna de miel, ofuscados por el whisky de contrabando, sudando a pesar del talco, bailando en el salón del barco. Satch fue bueno conmigo, me dijo que tenía talento, que debería actuar en espectáculos de vodevil. Me dio un bastón de bambú y un sombrero de paja con una cinta verde, y todas las noches anunciaba desde la tarima de la orquesta: “Damas y caballeros, ahora voy a presentarles a uno de los niños más guapos de los Estados Unidos, que bailará claqué”. Después pasaba entre los pasajeros, que me llenaban el sombrero de monedas. Esto sucedió todo el verano. Me volví rico y engreído. Pero en octubre el río embraveció, la luna palideció, los clientes disminuyeron, y con ellos mi carrera. Seis años después, cuando estaba interno en una escuela de la que quería escaparme, le escribí a mi ex benefactor, entonces ya famoso, preguntándole si, en el caso de que fuera a Nueva York, podría conseguirme un empleo en el Cotton Club o en cualquier otra parte. No hubo respuesta; a lo mejor no recibió la carta. No importa. Yo seguía queriéndolo. Todavía lo quiero.  


Estos textos pertenecen al libro Retratos. Lumen acaba de publicarlo junto con otros volúmenes (A sangre fría, Los primeros cuentos, Música para camaleones, entre ellos) en homenaje a los cien años del nacimiento de Truman Capote, el 30 de septiembre de 1924.