Soy argentina desde mi pre adolescencia. Nací en Santiago de Chile, de madre chilena y padre argentino. Mi familia materna era católica practicante, por lo que cursé la primaria en una escuela de monjas. En algunos de mis cuentos he recreado libremente aquellos años de la década de 1960 cuando, tanto en el seno de mi familia materna como en el colegio y en general en la sociedad, cundía un fuerte conservadurismo sostenido por el miedo y los mandatos celestiales. Por eso, cuando en los años 70 vi por primera vez la película Jesucristo Superstar, basada en el musical de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, representó para mí una honda conmoción interior.
La película se había estrenado en pantalla súper cinerama en la clásica sala Cine Santa Lucía, en Alameda y San Isidro. No recuerdo exactamente el año, aunque sí sé que su estreno mundial fue en 1973. Desde 1975, mi familia y yo ya estábamos viviendo en Avellaneda, pero en los veranos volvía con mi madre y mi hermano a Chile para visitar a mi abuela, mis tías, mis primos y mis amigas. En una de esas vacaciones, sería en 1978, me enteré de que iban a pasar la película muy cerca de casa, en mi barrio de Quinta Normal. Si bien algo había escuchado sobre esa película, su título estimulaba mi curiosidad. Según mi óptica tan católica, era como pretender mezclar el agua y el aceite.
La función que vi, junto a tres de mis mejores amigas, no la pasaron en el cine del barrio que se llamaba Cine Maipo, sobre la Avenida San Pablo, tampoco en un club deportivo cercano, sino al aire libre, y ¡en el patio de una iglesia! Solo por un razonamiento asociativo, pues la memoria no me asiste, pienso que debe haber sido en la Iglesia de la Medalla Milagrosa, que quedaba muy cerca de casa. Si bien Chile vivía ya en la oscuridad de la dictadura, al igual que Argentina, esa película, incluso su versión teatral montada tres o cuatro años antes, no fue censurada (en Buenos Aires, su estreno fue postergado tras amenazas de bomba por parte de grupos de extrema derecha).
Ver a ese Jesucristo representado de ese modo, así como el género y la caracterización del personaje central, sembró en mí la semilla del cuestionamiento hacia todo lo que había aprendido en casa y en la escuela acerca del cristianismo. Recuerdo vívidamente que un punto de inflexión fue la escena del huerto de Getsemaní. Amé su música y su letra. Amé la interpretación de Ted Neely. Por supuesto, igual de impactantes fueron otras escenas, como por ejemplo la decisión de Poncio Pilato o la argumentación de Judas para justificar su delación.
A lo largo de mi vida, vi Jesucristo Superstar muchas veces, aprendí sus canciones, hice traducir su letra a un compañero de Facultad de mi hermano, tuve el disco, el casete e incluso hoy vuelvo a escuchar algunas canciones en mi computadora.
Esta película me animó, en plena adolescencia, a plantearme que tenía la libertad de elegir en qué creer. Y vislumbré, principalmente, la gran distancia que había entre, por un lado, la espiritualidad y la fe y, por el otro, los mandatos, los rituales y las costumbres. Al día de hoy, sigo haciéndome cargo de reescribir sobre estos temas.
Marcela Fernández Vidal, escritora y periodista cultural, presentó este mes en la Librería Caras y Caretas su más reciente libro de cuentos, El cielo de los flamencos, en una conversación abierta con la también periodista y flamante escritora Gabriela Radice. Autora de libros como Retrato de Pirí (sobre Susana Lugones), novelas y libros de cuentos, en esta nueva serie de relatos la también licenciada en Letras y coordinadora de talleres literarios cuenta historias cotidianas, y otras no tanto, protagonizadas por personajes que a simple vista parecen sencillos, pero que esconden una identidad compleja y llena de contradicciones. Sobre sus cuentos, ha escrito Luciano Lamberti: “Con una prosa contenida y potente, Marcela Fernández Vidal nos envuelve en historias que parten de lo ordinario para llegar al centro mismo de la poesía”.