Levantó el teléfono en la despensa de Marlene. Escuchó una voz serena y cansina. Las frases le llegaron aisladas: “tu mamá”, “esta madrugada”, “mucha fuerza”, “seguir adelante”. Arturo no lloró. No suspiró. Colgó el teléfono sin apuro. Miró el reloj de pared junto al cuadro de Molina Campos. Compró pan y pensó en unas tostadas con manteca. Acomodó la tibia bolsa bajo el brazo y se despidió inclinando apenas la cabeza. Afuera brillaban sobre la punta de los yuyos las gotas de rocío que fueron escarcha en la madrugada. Lento, Arturo volvía a su casa dejando huellas en el pasto húmedo, y aroma a pan caliente.

Buscó en el fondo del armario el traje marrón. El que usó en el funeral del padre. Extendió una sábana bordó sobre la mesa del comedor. Enchufó la plancha. Encendió la radio. Puso la pava en el fuego. Cortó el pan en rodajas y las colocó en la sartén. Marcó las tiras del pantalón. Oyó silbar la pava. Dio vuelta las tostadas y volvió al comedor. Repasaba el cuello del saco cuando se percató del humo y del olor a quemado. Quitó las tostadas del fuego. Colgó en la soga el traje a ventilar. Raspó las caras quemadas. A tres, les untó manteca. A otras tres, mermelada de higo. Tomó el primer mate mirando el traje a través de la ventana. Miró sus alpargatas húmedas y pensó en los zapatos. Escuchó la hora en la radio y calculó que estaría pasando el primer colectivo con rumbo a la ciudad.

Lustró los zapatos marrones antes de preparar el almuerzo. Los acomodó afuera, junto al traje. Caminó hacia al alambrado para ver los malvones y las churrútias. Arrancó de la albahaca unas hojas para la comida. Una mariposa de alas grandes voló frente a él. La siguió con la mirada a lo ancho del patio. Observó a lo lejos, sobre los cerros, el sol creciente. Recogió los últimos troncos para la salamandra, y entró. Encendió la hornalla. Colocó encima una olla con agua. Picó unos tomates, cebollas, papas y las hojas de albahaca. Agregó un tronco al fuego. Guardó el otro. Pensó en la última vez que visitó a su madre en la ciudad. Oyó hervir el agua. Agregó arroz y zanahorias cortadas en finas rodajas. Recordó abrazarla en el funeral de su padre. Calentó la salsa y rayó el queso. No tuvo la certeza del último abrazo. Vertió en el colador las zanahorias y el arroz. Metió todo en la olla y lo mezcló con la salsa. Corrió la sábana de la mesa y apoyó el plato. Escuchó los frenos del colectivo y la puerta abriéndose. Se sentó al oír la puerta al cerrarse y el golpetear del motor arrancando nuevamente. Imaginó a los trabajadores ocupando todos los asientos y a los estudiantes de pie. Pensó en el bullicio, en las voces, y en el calor de los cuerpos cercanos.

El viento arrimó a sus oídos el sonido de los pastizales rozándose. Sintió la brisa recorriéndole el cuello y la nuca caliente por el sol. Esperaba al Corinda sentado sobre un viejo tronco a medio quemar. Vio junto al poste que anuncia la parada, un delicado diente de león. Lo arrancó. Pensó deseos. No hubo. No supo. Sopló. El sol comenzaba a calentarle las hombreras. Las calandrias volaban acaloradas sobre el cielo desnudo. En el pico de la colina, al norte de la ruta, se oía el cotorreo sobre los eucaliptos. Detuvo la mirada en las sombras y pensó en la noche, en el frío, y en el tronco que aún le quedaba para la salamandra. Escuchó el ruido de un motor acercándose y se puso de pie. Levantó el bolso marrón y se lo cruzó sobre los hombros. Se acercaba un auto. Sentándose, Arturo arrojó el bolso al piso. Los frenos chirriaron al detenerse frente a él. Era su vecina, Marlene. No la miró. Un silbido corto y agudo lo puso alerta. Marlene lo llamaba con la palma de la mano hacia arriba y adentro, como abanicándose. Le preguntó si iba para la ciudad y que, si quería, lo llevaba. Agregando que, charlando, el viaje se pasaba más rápido. Arturo dijo que sí, pero que esperaba a alguien más. Ella le preguntó si estaba seguro y si se encontraba bien. Y, sin dejarlo responder, agregó que podía esperar. Él dijo gracias. Marlene comentó que debía ser una ocasión importante si iba de traje. Arturo sonrió. Repitió: gracias, y miró la ruta. Adiós Arturo, dijo ella. Él levantó la mano.

 

Entrecerraba los ojos cansinos cuando lo despabiló el trote de un potrillo y el mugir de unas pocas vacas. Observó el brusco arreo al otro lado de la calle. Prestó atención al color de los animales. Al miedo de las vacas al oír el latigazo del rebenque golpeando en seco al vacío. A los gritos eufóricos, y al pecho del potro arremetiendo contra las últimas terneras. Se percató de las sombras subiendo hacia el este y miró la suya, fina y alargada a lo ancho de la ruta. Vio a las vacas convertidas en bultos perdiéndose en el sur, dónde nacía la ruta. Oyó el canto de las chicharras anunciando la puesta del sol. Arturo sacó del bolso un poncho negro con detalles en rojo y se abrigó las piernas esperando al último Corinda que, vendría vacío, silencioso. Miró hacia el sur. Notó la ruta, los campos y los alambrados perdiéndose en un todo negro. Suelo y cielo. Desprendió del tronco bajo sus piernas, un trozo de corteza. La levantó y sintió el olor a madera húmeda. Pensó en un ataúd. En las maderas del ataúd de la madre. En el tronco en que se encontraba sentado. En el traje. En la pomada de los zapatos. En el bolso marrón, y en la tierra a sus pies.