El mundo que creó se podría llamar Chatarra, un mix entre la exuberancia barroca contemporánea y la crítica al consumo irrefrenable. Nada haría sospechar a primera vista que su materia prima es la basura y, sin embargo, así es la obra plástica de Elisa Insua, nacida en Buenos Aires en 1990.
Ella convierte en arte lo que tiramos, tomando distancia así del pensamiento que valora la acumulación y considera que cuanto más, mejor, una idea que domina a la mayoría de quienes, como lo hizo Insua, estudian Economía y Administración y fascina como espejitos de colores a la mayoría de la gente.
Esas materias que en el mundo contemporáneo parecen regir todo con su lenguaje hermético y su endiosamiento del mercado, le permitieron a Elisa comprender cómo se mueven los hilos del poder fáctico y darle un sentido profundo a su trabajo. “Mi obra intenta tensar, cuestionar y desafiar los límites del exceso y de la abundancia”, explica en su taller del barrio porteño de Nuñez, donde tiene varios cuadernos en los que anota las ideas que son el motor de cada obra. Esas ideas pueden tomar forma de frases y dibujos que van conformando una especie de bitácora y siempre terminan convertidos en bocetos de artista.
Una obra hecha de reciclaje
La luz natural de la mañana ilumina algunas de sus creaciones de grandes dimensiones, apiladas en un rincón. La anfitriona las despliega para la observación de esta cronista, asombrada frente a una instalación hecha con bidones, juguetes rotos, pelotas pinchadas, tarros y otros envases en desuso; un cuadro con diversos envoltorios de golosinas, productos de limpieza y cosméticos; mostacillas, antiguos boletos de colectivo o controles remotos irrecuperables para su función.
Son creaciones brillantes, saturadas y muy coloridas, con algo de pop y un poco de kitsch. Muchas parecen opulentas y para algunas la duración es efímera, aunque algunos coleccionistas se han animado a convertirlas en elementos decorativos, en sus casas.
Elisa ya ha colgado obra en la Usina del Arte, de Buenos Aires, así como en galerías de México, España, Estados Unidos y Japón. Además, expuso con colegas de modo colectivo en el Museo de Arte Contemporáneo del Sur, el Museo Sívori y María Casado HG (Buenos Aires), el Musée des Beaux-Arts de Mons (Bélgica) y Cerquone Projects (Madrid). Pinta y ArteBa también recibieron piezas suyas con excelente repercusión.”Viajo buscando un cambio de aire, nuevos públicos y un contexto geográfico diferente con el que dialogar”. Fue justamente en Madrid, lejos de casa, donde encontró una chatarrería con abundancia de metales de distintas formas que incorporó a sus piezas.
Trabajo mediante, los materiales descartados de los que se apropia van formando metáforas de la existencia promedio actual, lo que incluye la alusión elíptica a la ampulosidad informativa y a la práctica del uso y tiro constante.
Desde que era una nena dibujaba y pintaba, hacía pulseras y títeres con palitos de helado. Pero el tema de tomar materiales de descarte comenzó en el colegio, cuando tenía 16, se lanzó de manera autodidacta e independiente, pese a que los adultos de su familia sólo veían con buenos ojos una formación académica tradicional. Más tarde, aprendió técnicas novedosas en los talleres de los maestros Fabiana Barreda, Diego Bianchi, Ernesto Ballesteros y Miguel Harte.
Todo es ¿oro?
El dorado insiste en su obra, tanto en relación con lo sagrado, profanado por sus manos, como con lo profano sacralizado en sus piezas. Cada pieza es testimonio de la riqueza y la acumulación del capital, la voracidad y la desmesura, que constituyen y empujan las relaciones sociales interesadas y adormecen la posibilidad de un cambio que el arte muchas veces despierta. Los sujetos se reducen a objetos y todo parece ser una eterna cadena de mercancías para vender y comprar.
“Tomo en cuenta el mito del rey Midas de convertir en oro todo lo que toca y el concepto del hedonic treadmill, la adaptación a una felicidad estable”, dice . El ascenso social, la desigualdad económica, el consumismo irresponsable, la degradación medioambiental y la implosión del capitalismo son su leit motiv. Pero no todo es serio y teórico, durante la realización de sus collages y esculturas, Elisa se entusiasma, se divierte, juega.
“Si puedo iluminar algo de cómo nos afecta una fuerza abstracta y silenciosa como la del dinero, mejor”, continúa su reflexión sobre el trasfondo que alienta su tarea. “No todos se dan cuenta, algunos se enganchan sólo con lo que aparece en la superficie. Trabajo sobre todo con plásticos, metales y otros materiales de descarte para construir instalaciones y ensamblajes o mosaicos”.
Esos materiales le llegan a través de amigos y de las redes sociales, “con una carga emotiva fuerte porque tienen sus historias que dialogan entre ellas”. Hoy ha logrado establecer un sistema de donaciones por el cual las empresas le envían desechos que tiran cada fin de temporada para recomenzar el ciclo y ofertar algo nuevo que seduzca al público y le dé nuevas ganancias.
Las redes virtuales con sus mentiras también son motivo de la crítica en las piezas de Insua. Un pequeño espejo rodeado de ornamentos exhibe la desproporción de quien, con mirada narcisista, necesita lookearse desmesuradamente para recibir la aprobación de los demás. “Es esa cosa de acá estoy, mírenme, todo en mi vida es fantástico y fabuloso”.
Despieza, encastra, corta, lija, pega. Hay quienes le han sugerido que borre las marcas de los productos, pero ella prefiere dejarlas como una forma de decir con nombre y apellido quiénes son los culpables: “Mirá, éste es el plástico que vos estás dejando”.
“La cantidad de basura que producimos es incontable y revela mucho de nuestros deseos, los hábitos de consumo, y las reglas económicas que rigen nuestra forma de comportarnos”, opina Insua. “Lo que busco es recrear un retrato colectivo de nuestra época”, un tiempo frenético y estallado, con un ruido insonoro que mira poco y no ve casi nada.