Hoy 10 de octubre es el Día Mundial de la Salud Mental. Hace 10 meses los argentinos eligieron como presidente a un sujeto que dice hablar con los perros muertos; afirma haber presenciado tres veces la resurrección de Cristo y asegura estar asistido por las fuerzas del cielo. Y lo más importante, le gusta hacer daño. O sea: preguntarse por la salud mental de los argentinos no es una tarea ociosa. Por lo pronto, dejemos en claro desde el punto de vista psicoanalítico de qué se trata la salud mental. Para Freud, consiste en la posibilidad de amar y trabajar, tan simple y sencillo como eso. Intentemos entonces rastrear por dónde transita el sufrimiento para así acercarnos a una idea aproximada del estado anímico de nuestra comunidad hablante. En otros términos: si abrevamos en el aporte freudiano, de qué manera se manifiestan nuestras dificultades para amar y trabajar.

Hace pocas horas una persona relataba su impacto al ver la siguiente escena en un subte. Un muchacho adolescente de no más de dieciocho años discutía con la aplicación de su celular. No se trataba de un audio, ni de una conversación telefónica, ni de un contestador automático. El joven le reprochaba a la aplicación el haberse quedado con el dinero de su apuesta en un partido de fútbol que terminó suspendido. Hablaba con Nadie, quizás como nuestro presidente con su perro muerto. La pregunta entonces sería: de qué manera la locura del Poder se incrusta en un cuerpo hablante. En este ejemplo subterráneo hay una persona joven que se enoja con una máquina por dinero. Ningún amor, ningún trabajo. Pocos metros más arriba las cosas no parecen mejores.

¿El millón de niños que se van a dormir sin cenar tienen problemas anímicos? Bien podríamos considerar que el desamparo al que están sometidos no les deja mucho margen para amar y trabajar, si por esto último entendemos la posibilidad de estudiar y jugar (como juega o jugaba un niño digo, no a las apuestas on line), jugar como fuente de elaboración psíquica. Para seguir en la superficie: tampoco los jubilados que comen una vez por día o terminan en la indigencia cuentan con la posibilidad de amar, si por la misma asumimos algo mejor que el mero sobrevivir. Por lo demás, en tanto jubilados, de trabajar ya han tenido bastante. No es sin embargo el caso del ejército de desempleados que crece día a día. Trabajar no es para ellos una posibilidad. Convenimos que en los casos mencionados (hay muchísimos más) se verifica un serio deterioro de la salud mental. Pero si vamos al principio de nuestras líneas, tomamos nota de que el Jefe de Estado, que se cree Moisés y dice ser una de las dos principales figuras políticas del mundo y llegó a la Tierra para recuperar la Libertad, fue elegido por muchos, muchísimos, de los jóvenes que hablan solos (y solo) con una aplicación de su teléfono; de los padres de los niños que se van a dormir sin cenar; y de los jubilados que apenas sobreviven. Es decir que sobre una particular situación en tiempo y espacio (esta Argentina del 2024) aparece lo que se insinúa como una condición estructural del ser hablante: la atracción por sufrir. Freud lo llamó el masoquismo primordial. Desde este punto de vista bien podemos decir que, en lo que a la salud mental se refiere, hoy nuestro amado país es un ejemplo devastador de lo que el masoquismo puede producir sobre una nación. Un pueblo que elige y sostiene a quien, sin tapujo alguno, le demuestra gozar con el daño que le inflige. Es decir, con el veto a la recomposición de los haberes jubilatorios y universitarios; con el ajuste que deja a los niños sin comer (mientras la comida se pudre en algún galpón); y con el desastre económico que liquida empresas y despide empleados. Y mucho, pero mucho, más.

¿Hay un límite al masoquismo? ¿Hay algún momento en que las personas dicen basta? Siempre desde el punto de vista psicoanalítico, la respuesta es: nada lo asegura. El tan mentado expediente de tocar fondo no funciona. No hay fondo. En todo caso, hay Historia. Marcas. Emblemas. Nombres. Símbolos. Quizás dormidos. Quizás aletargados. Es responsabilidad de un sujeto, sea una persona o una nación, el apropiarse de esas Marcas; el rescate de los Símbolos; la recuperación de la Historia; y la mención de los Nombres.

El viernes de la semana pasada, el Gobierno nacional ordenó el cierre del servicio de guardia y la sala de internación del hospital de salud mental Laura Bonaparte. Muchísima gente jamás había oído hablar del mismo. Hoy Laura Bonaparte es uno de los nombres más mentados en la República Argentina. Tras él se alinearon miles de trabajadores, profesionales y pacientes que encontraron una manera --su manera-- de amar y trabajar. Lo que sigue es una breve reseña de lo que ese amor y ese trabajo pueden llevar a cabo para que un país salga del masoquismo.

Rescatar la vulnerabilidad para hacernos fuertes

Sur de la Ciudad. Cuadras largas. Galpones. Sobre la derecha una repartición del Ejército. Más allá se ven las torres de vigilancia de una prisión abandonada. Calles cerradas al tránsito. Se escucha un rumor. Nos acercamos. Una multitud de gente cantando frente a las puertas de un edificio. Música para niños y niñas. ¿Es un festival? ¿La celebración de algún logro barrial? No, es un hospital de Salud Mental en plena actividad. Es decir, una comunidad de trabajadores, docentes y pacientes construyendo una intervención sobre la polis. ¿El motivo? Quieren cerrar el hospital. ¿Por qué? Por eso. Por la alegría, el encuentro, los abrazos y la posibilidad de hablar que un centro de salud transmite en su cotidiano quehacer. Allí, junto al dolor y la exclusión que una cárcel abandonada rememora. En un extremo de la concentración se ve un grupo de pacientes que, por turno y megáfono en mano, testimonian su experiencia en el hospital. “Venir una vez por semana a que alguien me escuche me ha dado fuerza para trabajar”, dice una; “poder hablar con otros hace que me sienta mejor”, dice otro. “Quieren volver a la lógica manicomial”, reflexiona una mujer trans, que agrega: “No quieren un hospital que funcione con la intención de poner en práctica la ley de Salud Mental”. La psicología y la psiquiatría al servicio del sujeto y no de los cánones que la mera adaptación al mercado impone.

No es casualidad que exista el propósito de cerrar un hospital de Salud Mental. Nos quieren deprimidos, callados, enfermos. O sea: no quieren que amemos ni trabajemos. Tal como bien decía un paciente: “un hospital de Salud Mental es el lugar donde alguien puede exponer su vulnerabilidad”. Y quizás este ciudadano da en el clavo. Porque la tarea de un hospital de Salud Mental es el testimonio más patente del rasgo que une a todos los seres hablantes: la esencial fragilidad que nos distingue como sujetos constituidos a partir de la palabra del Otro. Condición para amar y trabajar, si las hay. Para terminar: transcribo las palabras que un paciente portaba en un cartel colgado de la espalda:

“Cuando la sociedad es cruel y nos da la espalda. Cuando la vida golpea. Cuando el estado se ausenta. El Bonaparte es refugio. Nos enseñan. Nos cuidan. Nos acompañan a sobrellevar el dolor y a creer. Que vale la pena no bajar los brazos. Que podemos estar mejor. Pero por sobre todas las cosas que ellos/as van a estar siempre. A cualquier hora. No cierren el Bonaparte. No nos dejen morir”. Después de eso, hubo un acuerdo para que, en principio, el hospital continúe en funciones. En el Día Mundial de la Salud Mental: cosas del amor y del trabajo.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.