En su discurso con motivo de la presentación del proyecto de presupuesto público para 2025 ante el Congreso, el presidente de la Nación Javier Milei se mostró más como un tesorero de club barrial que como el economista del que dice sentirse orgulloso, sin razones que lo justifiquen. Su esquemática y obsoleta visión de la economía lo lleva, por ejemplo, a afirmar que el equilibrio fiscal es un objetivo que está por encima de todo, sin importar lo que suceda con la situación macroeconómica, aunque sea recesiva y con alto grado de desempleo y exclusión social, como es ahora.

De sus afirmaciones se deduce que no ha tomado conocimiento, por ejemplo, de los cambios y la evolución que ha habido en la ciencia económica desde hace casi cien años, sobre todo después de la gran depresión global ocurrida entre 1929 y 1933 que, entre otras cosas, puso de relieve que el capitalismo no tenía capacidad de resolver sus desajustes de manera automática si no era por medio de las políticas públicas instrumentadas desde el Estado.

Esta ignorancia lo lleva a postular como objetivo principal y excluyente de su “política económica” no sólo el equilibrio del presupuesto público entre recursos y erogaciones, sino además la subordinación de esas erogaciones a la recaudación efectiva de recursos, lo que reduce ese objetivo a una categoría de técnica contable elemental propia de una unidad microeconómica que lucha por su supervivencia y no de un estado soberano.

Brechas macroeconómicas

Fue John Maynard Keynes (anatema para nuestro tesorero-presidente) quien puso de relieve, hace más de noventa años, la posibilidad de que la economía capitalista no se equilibrara, ni mucho menos creciera, automáticamente. El punto crucial que destacó es que, si bien el valor de todo lo que producimos en un período es equivalente a los ingresos que percibimos quienes participamos en ese proceso, eso no garantiza que todo el producto se vaya a consumir con esos ingresos por la filtración de una parte de los mismos a tres destinos alternativos a la producción nacional: el ahorro de algunas familias, el pago de impuestos y las compras de bienes producidos en otros países (importaciones).

Por suerte existen tres componentes independientes de los ingresos (autónomos) que refuerzan la demanda global y que pueden compensar esas filtraciones “recesivas”: las compras de las empresas para mantener o ampliar su capacidad productiva (inversión), las ventas al resto del mundo (exportaciones) y las compras de las jurisdicciones estatales (gasto público, ¡horror libertario!). No hay nada a priori que garantice que estos componentes autónomos compensen exactamente a las filtraciones de los ingresos: si son menores que éstas habrá tendencia recesiva en la actividad económica y si son mayores la tendencia será expansiva.

A esto se agrega un problema adicional, también señalado por Keynes, y es que, aunque los componentes autónomos de la demanda sean iguales que las filtraciones, eso no garantiza que se dé con pleno empleo de los factores productivos, lo que implica que ese “equilibrio” entre oferta y demanda globales puede darse con desempleo de mano de obra y/o capacidad productiva ociosa, sin que haya incentivos para que aumente el nivel de actividad.

La herramienta fiscal

Dejando para más adelante la brecha externa, nada garantiza que los planes de inversión de las empresas vayan a coincidir con los de ahorro de las familias (que puedan hacerlo) y de hecho hay sobrados motivos para pensar que en Argentina el ahorro es mayor que la inversión casi siempre, sobre todo cuando asume la forma improductiva de atesoramiento (en divisas) y fuga de capitales.

Baste recordar que, según datos del Indec, la tenencia de divisas de residentes en efectivo y depósitos superaba a fines del año pasado los 250 mil millones de dólares, mientras la inversión bruta interna de todo 2023 fue menos de la mitad de ese valor; o sea que el atesoramiento actual de divisas equivale a dos años de inversión productiva. Esto revela que la brecha entre ahorro e inversión ha sido claramente contractiva desde el punto de vista de la demanda global, al punto que el producto interno bruto no creció entre 2011 y 2023.

En ese contexto, el sector público es una (si no la única) herramienta de política económica fundamental para influir sobre el nivel de actividad económica cuando sea necesario, y casi siempre lo es. Porque el Estado reduce la demanda global cuando captura ingresos del sector privado y la amplía cuando gasta; que lo haga bien o mal es lo que hay que discutir, pero lo que no tiene sentido es cortarse las manos para no usar esta herramienta fundamental para hacer que la economía no fluctúe anárquicamente.

Y si este argumento doctrinario no convence per se para muestra basta un botón; adivinen por qué tenemos tanta recesión este año: porque están eliminando de un plumazo el déficit fiscal sin haber recuperado la inversión productiva privada. Nuestro presidente-tesorero en su afán de adoctrinamiento libertario cuestiona el rol anticíclico de la política fiscal, poniendo como único objetivo la igualación del gasto con los recursos (incluyendo los intereses de la deuda pública) para asegurar la salud patrimonial de la sociedad de fomentos que cree estar gobernando.

Por supuesto que un tema para debatir es cómo se financia mejor un déficit fiscal, si con endeudamiento o emisión monetaria. En ambos casos hay que tomar en cuenta si se logra o no el objetivo de que la actividad económica medida por el PIB crezca. Si se logra que el PIB crezca más que la población, que debería ser el objetivo principal de la política económica, cualquiera de las dos alternativas de financiamiento del déficit podría ser neutral, porque la deuda pública creciendo igual que el PIB mantendría la misma proporción respecto a éste, o la mayor oferta monetaria sería la que requieren mayores transacciones de un PIB más elevado. Nuestro problema a resolver para estas alternativas es que hace 14 años que el PIB no crece, que es lo que hay que recuperar.

La tercera brecha 

Falta analizar cómo influye en todo esto la brecha externa que, como se dijo, reduce la demanda global con las importaciones y la amplía con exportaciones. La primera cuestión crucial es que para un país periférico como el nuestro no es viable un déficit permanente porque debería atenderse con divisas que no emitimos, más aún si se toman en cuenta las remesas netas al exterior por ganancias e intereses de deuda pública y privada.

En los últimos nueve años de 2015 a 2023 el saldo comercial externo acumulado de Argentina fue casi equilibrado, con un superávit de poco más de mil millones de dólares, pero con grandes vaivenes anuales: déficit de 35,5 millones de dólares en 2015/18 y superávit de 36,8 millones de dólares en 2019/23. Pero en ese mismo lapso la remesa de fondos neta al exterior fue de alrededor de 110 millones de dólares, lo que implicó esa necesidad de financiamiento externo aunque el comercio exterior fuera equilibrado, la que se cubrió con mayor endeudamiento externo y caída de reservas de casi 9 millones de dólares.

El predominio de la brecha externa en divisas hace que esta concepción minimalista proponga que las dos brechas internas se adapten a ella con menor inversión privada que ahorro y/o superávit fiscal equivalentes. Y esta sería la verdadera explicación de por qué el presidente-tesorero se propone obtener un superávit fiscal permanente que incluya los intereses de la deuda en las erogaciones, ajustando el resto de la economía a ese único objetivo.

Pero ese sacrificio de pretender pagar los intereses de la deuda externa con superávit de comercio exterior, y su contrapartida de superávit fiscal para que la demanda interna no lo neutralice, no sólo es innecesario sino que pone de manifiesto la limitación intelectual de quienes lo proponen, creyendo que la economía del país es como la de la casa o un club de barrio. Dando las condiciones para que la economía crezca la refinanciación de los intereses mantendría la relación deuda/PBI de manera más o menos constante brindando señales suficientes de solvencia.

De todos modos, quedaría para debatir la cuestión de la restricción externa que en nuestro país lleva a la posibilidad de que el aumento de la actividad económica, próxima al pleno empleo, atente contra el equilibrio del comercio exterior. Pero una cosa es tener que encontrar la forma de resolver esa restricción con políticas proactivas y otra muy diferente es volver a proponer alternativas recesivas para ajustar el nivel de actividad el cuello de botella externo, ahora de manera abrupta y con el insostenible argumento de que el superávit fiscal es lo que resolverá todos nuestros males.

Si la solución a todos los problemas económicos fuera el equilibrio fiscal, con los intereses dentro del gasto, y la no emisión monetaria, la ciencia económica habría perdido todo sentido a manos de una simple técnica contable de igualdad entre entradas y salidas, y las de economía ya no tendrían sentido como carreras universitarias. ¿Será eso lo que pretende nuestro presidente-tesorero para imponer sin discusión su “doctrina austríaca”?

 

(*) Coordinador de la Licenciatura en Economía de UNAJ – @novak_daniel