Nuestro actual Presidente volvió a vetar una ley de modestos alcances económicos, y anunció que va a volver a festejar con un asado. Esta vez los invitados serán 85 y no 87 como en el caso de los jubilados, ya que necesitó comprar menos radicales, pero el espíritu es el mismo: festejar un no, una deprivación al otro, un recorte que deja a tantos en la mala. Es un curioso mecanismo en el que Javier Milei aparece como un maltratado que ahora puede maltratar y lo hace en masa, abiertamente. Pero lo llamativo es que el sujeto no parece entender que la hipocresía es el homenaje que le rinde el vicio a la virtud, un llamado al disimulo. El no se disculpa, no miente que el reclamo es justo pero ahora no se puede. El festeja.

Mentes mejores y más entrenadas podrán asomarse a la psiquis y el alma de Milei, así como especialistas podrán despiezar los ganadores y perdedores de sus políticas económicas. Pero lo llamativo es que el Presidente no está solo en su festejo, ni siquiera es aplaudido apenas por sus troll de alquiler. Hay un sector entero de la población, un buen número de argentinos, que en abierto o en silencio también festejan, con una suerte de "al fin les toca". Esto no es solamente schadenfreude, el palabrón germano que define la alegría propia por la desgracia ajena. Esto es la vuelta a escena de una idea conservadora clásica, vieja de siglos: la crueldad.

El conservador puede ser simpáticamente definido como alguien que sabe lo que le gusta y le gusta lo que conoce. Reacio al cambio, negado a la ingeniería social y las grandes utopías, cauto en lo que vota, este tipo de conservador hizo las fortunas de partidos como el radicalismo y el republicano pre-Donald Trump. Pero la opinión conservadora también es el famoso "partido del orden", que privilegia la estabilidad a la justicia y tiene métodos siniestros. La violencia está siempre a mano para ser aplicado al sotreta de turno. La gente de bien debe ser protegida de la canaille revoltosa.

Los casos abundan en nuestra movida historia. Los españoles trajeron un modelo de control social todavía medieval que exigía la sumisión como condición de la vida. En el orden conservador, cada uno tiene que saber su lugar y mantenerlo, sin levantar la voz. Cada reparto de tierras de la Conquista venía con quien viviera ahí, súbitamente reducido a peonada por la fuerza de hombres que tenían espada y no mujer, y se servían de la que les antojara. Pueblos enteros fueron así reducidos, creando una trama social que fue la base de lo que vemos hoy.

Y cada vez que alguien levantó la voz, fue ferozmente reprimido. Tupac Amaru es un ejemplo famoso de algo cotidiano, de la pena de muerte por revoltarse. ¿Cuántas cabezas terminaron en picas? ¿Cuántas espaldas desolladas a latigazos?  Cuando una tribu del Alto Perú, los cangallo, se alzaron contra los españoles porque les llegaron las novedades del 25 de mayo, el virrey ordenó exterminarlos como ejemplo, "hasta borrar su nombre de la memoria". Nuestra Asamblea del año XIII nombró una calle en su honor y por perpetuidad para que el cruel virrey no se saliera con la suya.

Fusilamientos y degollinas siguieron a nuestra guerra de independencia, que hasta tuvo duros campos de prisioneros para los españoles capturados. Las guerras de policía  en el interior, posteriores a Caseros, se resumen en el "no ahorre sangre de gaucho" y en la pena de servir en el ejército al menor retobo. Esta tradición de maltrato y castigo militar sigue asomando en este siglo 21, donde cada tanto matan a algún joven voluntario. Es el mismo ejército que arrancó asesinando mapuches en 1879, fusiló obreros en la Patagonia, siguió fusilando alzados en 1956 y prisioneros en 1972, e implantó la cosa más sucia y feroz que hayamos visto en estas pampas a partir de 1976.

En la base de todo esto no hay apenas sadismo, que lo habrá en la cabeza de los perpetradores individuales. Todo esto ocurre, por supuesto, por dinero, que cuidar de la gente de bien es cuidar de los que tienen. Y hasta ahora se disimulaba, como siguen disimulando los militares que envejecen presos por sus horrores, sin nunca admitir lo que hicieron. Y como lo hacen los neonazis, que tratan de probar que nunca hubo un holocausto en la segunda guerra mundial, apenas excesos. La novedad es el goce con que los "libertarios" se ufanan de sus crueldades.

En marzo de 1536, el mismo año en que fundaban por primera vez nuestra capital, el rey Enrique octavo quiso pasar una ley de solidaridad social en su todavía pequeño reino. Inglaterra no era el poder que sería más tarde, y el gran negocio del momento era la lana, que se vendía en los mercados holandeses a buen precio. Lo que estaba pasando era lo de siempre: los dueños de la tierra estaban echando a sus campesinos para hacerle lugar a los rebaños. Hilary Mantel cuenta la historia con sencillez en boca de su Thomas Cromwell:

"En marzo, el parlamento derrota su nueva ley de pobres. Era demasiado para que los Comunes pudieran digerirlo, la idea de que los ricos tuvieran algún tipo de deber hacia los pobres; que si uno engorda, como lo están haciendo los caballeros de Inglaterra, con el comercio de lana, uno tiene alguna responsabilidad hacia los que fueron echados de la tierra, los trabajadores sin trabajo, los sembradores sin surco. Inglaterra necesita caminos, fuertes, puertos, puentes. El pueblo necesita trabajo. Es una verguenza verlos mendigando por pan, cuando su trabajo honesto haría a la seguridad del reino".

"Pero el parlamento no ve que es tarea del Estado crear trabajo. ¿No es cosa de Dios, no es la pobreza parte del orden eterno? Para todo hay un momento, un momento de morir de hambre y un momento de robar. Si llueve por seis meses y el grano se pudre en los campos, deber ser la divina providencia; por algo lo hace Dios. Parece un insulto al rico y al activo sugerir que paguen impuestos para poner un pedazo de pan en boca de otros. Y si el secretario Cromwell habla de que el hambre provoca delitos, bien ¿es que no alcanzan los verdugos?"

Cromwell desprecia a los parlamentarios, a los que llama "gentes que no pueden elevarse más alto que sus bolsillos". Y este es el secretario del rey que creó la iglesia anglicana para que Enrique pudiera divorciarse, y está por cargarse a la reina Ana Bolena con el hacha y expropiar los monasterios del reino. Ninguna joyita, el hombre.

Cualquier argentino podría entender perfectamente este debate de hace cinco siglos y hasta extrañarse de la falta de festejos. Será que el proyecto era del rey, que no había trolls o faltaban asados. O que no se había inventado todavía que el egoísmo a la Ayn Rand y la crueldad son virtudes políticas. Y si hay discordia, rebelión o delitos, ahí está Patricia Bullrich criando verdugos para su rey.