Escucho y leo por estos días que el gobierno nacional planifica el cierre del Hospital en red Licenciada Laura Bonaparte, uno de los más emblemáticos en nuestro país en materia de salud mental. Oigo que previo a eso ha resuelto el recorte de algunos servicios. Las trabajadoras y trabajadores del hospital deciden tomar el territorio, arman vigilias, organizan abrazos anchos. Desde el Estado, casi una entelequia, responden que los números no cierran, la productividad es baja; la productividad se mide por la cantidad de personas internadas.
En medio del tironeo hay gente que se sorprende, no son pocos los que dicen: ¿¡pero qué quieren?! Si al manicomio hay que cerrarlo. Mientras, transcurre el día internacional del derecho a la salud mental.
Comienzo a escribir un lunes siete de octubre, el jueves diez se conmemora esa fecha. Me detengo en esa manera caprichosa de los números. El diez se utiliza para calificar la excelencia, para señalar que todo marcha a la perfección, pero acá, parece, funciona como un déficit. Poco más de diez internaciones es sinónimo de gasto y no de inversión. El número que nombra a la efeméride se convierte en una trampa.
Quizá resulte necesario recapitular un poco.
De todos los manicomios que visité -por la escritura o por el trabajo-, y aquellos que exploré en libros, documentos, archivos llenos de polvo, de todos y cada uno, ninguno podría jactarse de improductivo. El manicomio es una máquina en el sentido más gráfico de la palabra. A más piezas más engranaje, a más engranaje mejor funcionamiento.
Erving Goofman, fundador de la microsociología, utilizó una expresión para referirse a los manicomios, los llamó “instituciones totales”. Ubicó en “total”, la pérdida absoluta de una subjetividad autónoma. Porque es así, el manicomio decide. Elige la vestimenta y el estilo. La hora de dormir, de no dormir, de comenzar a circular, de frenar. Elige el sabor de la comida y determina también un horario, le pone un reloj al hambre. Elige cuál es el peso de un “sí”, qué consecuencias tiene un “no”, de qué manera se puede amar, cuánto vale llorar. No hay plan de salida, al manicomio se ingresa y listo. Como en el cuento de García Márquez: ¡Pero si ya dije que solo vine a hablar por teléfono!, insiste la protagonista a la que nadie le cree, o a la que resulta irrelevante creerle, porque ya está adentro, en “los profundos infiernos”. Reclamos: no ha lugar.
Esa es la lógica eficaz del manicomio, hermana legítima de la noción que insiste en la biología como sinónimo de destino. Ambas le rinden culto a la máquina de convertir a personas en objetos. No hay duda; cuanta más gente adentro mejor.
Está claro, esa forma de ver el asunto jamás buscaría el cierre del manicomio. Sí de un hospital, sí de un centro de día, sí de grupos de apoyo, hogares, espacios de escucha. Sí de toda aquella operación que persiga quitarle piezas a ese mecanismo atroz y definitivo. Piezas que son cuerpos, cuerpos que son personas, personas que son vidas.
Cuando la legislación argentina en materia de salud mental prohíbe los manicomios, no está prohibiendo los hospitales, no está inhabilitando las internaciones, no está planificando la reificación de los sujetos (sillitas que se trasladan en flete de uno a otro lugar), está señalando, mejor, que la máquina caníbal debe detenerse. Ni la tristeza, ni el dolor, ni la pena, ni la insoportable desesperación, se curan con el abandono y el encierro.
La economía del amor
Hace mucho, cuando comencé a investigar sobre estos temas, conocí a Marina. Marina llevaba casi treinta años internada en un manicomio, había otras que sumaban cincuenta. Medio siglo pensé ¿Eso no es una pena de prisión perpetua?
Al tiempo de conocernos, gracias a una serie de intervenciones fundadas en las obligaciones que impone el actual modelo de salud mental, Marina pudo dejar el manicomio. Se fue a vivir a una casa de medio camino, después alquiló una pieza en una pensión, escribió un libro, lo publicó (La mujercita vestida de gris. Relato de una subjetividad mal-tratada, Eduvim, 2016), conoció a personas nuevas, viajó en colectivo a las sierras, fue a la pileta en verano, cocinó arroz con leche, se compró zapatillas, sandalias, eligió el color de sus pantalones, se tiñó el cabello, se compró un labial, otro más, rímel, un perfume, un espejo bonito frente al cual se maquilló. Todavía visito a Marina, y aunque han pasado más de diez años de aquella salida, no hay ocasión en la que olvide decirme: nena, pensé que iba a morirme ahí. Yo le digo que ya está, que no piense en eso, que tuvo suerte, pero mientras lo hago sé que no fue suerte, que en su salida del manicomio hubo algo distinto al azar.
Fue la red, fueron un sinnúmero de lazos (dispositivos, en términos técnicos), los que le permitieron armar un recorrido nuevo. Recuperar algo de su pasado, trocitos apenas, y comenzar a construir otro relato. Un poco de esto, otro poco de aquello, una mano por ahí, otra por allá. Acá la aritmética no cuenta, es cuestión de semántica. El interrogante no se resuelve entre sumas y restas, hace pie en el significado, en la pregunta por el alcance de “productividad”.
Hace muy poco alguien me contó una experiencia. Un par de meses atrás había perdido a su hija de una manera impensada y esa tristeza, tremenda, le comía el hígado, la cabeza, el corazón, no podía levantarse de la cama. Entonces le llegó la noticia de una línea de escucha, apuntó el número y llamó. La línea, pertenecía a una de las tantas de la red sostenida por el Bonaparte. Día tras día por casi un mes, recibió una llamada para levantarse y bañarse primero, vestirse después, ordenar la casa más adelante, salir a la vereda, ir a la despensa, prepararse la comida, llorar, llorar mucho. Hablar. Esa llamada fue su lazo, su dispositivo en una mala temporada, la que evitó que, de continuar así, terminase en una guardia y probablemente internada. Vuelvo a la pregunta ¿Cuál es el alcance de “productividad”?
Tengo en mi casa una versión de La Dama del Alba, la dramaturgia escrita por Alejandro Casona, la compré en una librería de usados, fui a buscar otros libros y apareció este, pispié, encontré un corazón dibujado junto al último párrafo del prólogo y me lo llevé. Ese último párrafo del prólogo escrito por María Mercedes Di Benedetto, dice esto: “He tomado para mí (…) [las] enseñanzas de Casona acerca del poder de la palabra (…) de las consecuencias de callar y de la sanación casi inmediata que produce hablar con alguien de nuestras angustias. La palabra escrita o hablada, susurrada o gritada, pronunciada para uno mismo, para el otro o para algún dios, es siempre superior al silencio, es liberadora”.
La palabra y la escucha, los modos de esa persistente gimnasia que no puede medirse con la estadística ni la matemática, que no es patrimonio de la economía de los números sino de la economía del amor.
Pero bueno. El manicomio no entiende de estas cosas.