Bernardita, desde que nació, tuvo una especial sensibilidad hacia la naturaleza. Cuando empezaba el otoño, junto con las alergias, su cuerpo iba cambiando de color como las hojas de los árboles: sus ojos se volvían dorados, sus uñas amarillas y el pelo cobrizo. En invierno, la piel transparente como la nieve contrastaba con el morado de los labios. En primavera su piel brotaba con las flores y en verano su figura reflejaba el dorado de los rayos del sol. Sus ojos, porosos, permitían que el agua de mar se derrame a través de ellos, en cualquier momento, sin poder controlarlo. Cambiaba de humor con la variación de los vientos, sonreía con frecuencia en los días soleados y, en la temporada lluviosa, le ganaba la nostalgia.
Desde pequeña se preguntó por qué su madre y su maestra le decían, todo el tiempo, que tenía la cabeza llena de pajaritos. Se miraba en el espejo, de frente y de perfil, pero no encontraba señales de plumas alrededor de su melena. Permanecía en silencio tratando de sentir a las aves habitando dentro de sí o anidando en un hueco de su cerebro. No lo podía conseguir.
Como las clases le resultaban aburridas, se sumergía en las historias de los libros de cuentos, que devoraba, y se imaginaba escapando por la noche junto con las doce princesas bailarinas, cepillando su larguísimo cabello desde la torre o esperando al príncipe azul que llegara en su caballo blanco a rescatarla de la bruja malvada que, alternativamente, adquiría el rostro de la profesora de gimnasia o de la maestra de matemáticas.
Cuando no leía las historias, las soñaba con los ojos cerrados, dormida o despierta. De adolescente la naturaleza se metió en su estómago en forma de mariposas, que sentía revolotear cuando ese compañero de curso, parecido al príncipe azul imaginado, la miraba o le sonreía. Pronto se dio cuenta de que las mariposas alquilaban temporariamente sus entrañas, de a ratos se mudaban a otro cuerpo y un tiempo después volvían, provocadas por otros ojos y otras sonrisas. Sentía alas batiendo y buscaba descifrar si eran los pájaros que vivían en su cabeza o las mariposas de su estómago.
Con el paso de los años dejó de sentir las mariposas. Las extrañaba bastante pero la vida adulta le traía otras ocupaciones: cuidar de sus hijos, crecer en su trabajo y no descuidar su hogar. Su esposo, que convocara años atrás a las mariposas estomacales, hacía mucho que no lo lograba.
Los pájaros, sin embargo, se resistían a retirarse de su cabeza. Siguió escribiendo historias en el aire y después en el papel, mientras sus hijos crecieron, se volvieron adultos y se fueron de la casa. Se aficionó a las películas románticas. Miraba las historias de amor en la pantalla, invocando mariposas que no volvieron a aparecer.
Ya mayor, su pelo adquirió el color plateado de la luna. La tristeza la abatía cada cuarto menguante. Su cuerpo, permeable a la naturaleza, dejó que las hormigas jugaran en sus pies y pantorrillas, que se acalambraban al subir las escaleras, o en sus hombros, después de cargar las bolsas del mercado.
La visitaron una noche, caminando por su brazo, mientras ella estaba distraída soñando una nueva historia. No se dio cuenta de que su cuerpo se convirtió en arena y el viento de agosto la llevó hasta el mar.