Había nacido un día en que Dios andaba distraído. Un atado de zanahorias fue lo primero que vio el doctor. Dos cangrejos en las manos. Las enfermeras lo cubrieron con una manta. La madre lloraba: fatigosas curas con penicilina, una infancia ingrata y mucha resignación. No obstante, gateó precozmente y al crecer fue arquero de la Liga como antes fuera ayudante matricero, acomodador de cine, vendedor de estampitas, diariero, quinielero y datero de la policía. El mundo le resultaba adverso. “El Barba te da y te quita”, decía filosofal. 

Deditos vivía en una casa ruinosa, herencia de su padre, y tenía por novia un espantajo que le cocinaba y atendía el kiosquito. Su madre había entrado en una zona vegetal, desairada por su infortunio. Solo comía yuyos y paseaba una tortuga a la que le había puesto un collar de tintineantes campanitas navideñas. Nadie osaba burlarse. Deditos se había hecho fama de temerario, clarividente, maldecidor de sus enemigos y vaticinante de muertes anticipadas. Andaba armado. Vendía, además, pornografía italiana, cohetes fuera de estación, preservativos importados, revistas suecas, cartas marcadas. Era guerrillero de a ratos, golpista en otros, secretario genuflexo, fanático del tango. Perteneciente a la raza de compadecientes que todo barrio engendra. Pero era inofensivo como un malvón, con menos talento que una piedra y una sensibilidad de molusco. 

Un día, según contara, vio cómo se abría el cielo y lo primero que detectó fue una concha de mar y desde dentro un ángel que le empezó a hablar: impresionado, se dedicó a predicar. Algunos sanaron de dolencias largas y otros se despidieron al más allá, llenos de fe renovada que solo les sirvió a los parientes para aliviar la agonía. En el paroxismo de la exageración, el mismísimo Vaticano puso los ojos en él. Una desmesura que él mismo había hecho correr deliberadamente: contaban que en la pared de su living había enmarcado en filigrana dorada, una carta papal. ¿Cómo se explica entonces que en un mes obtuvo la casona real del pasaje donde bajo la tutela de unos escribanos pudiera abrir su propio templo? ¿Que cenara como un obispo, con las ventanas abiertas al jardín, velas encendidas mirando a la nada del barrio latoso? ¿Que despidiera un olor a santidad cuando se acercaba a nosotros con su camisa blanca y nos obsequiara una estampita? ¿Que hiciera traer dos mulas doradas que dejaba estacionadas a su puerta porque, según él, eran “el auto donde viajó María con el Salvador”? 

Una noche encontró su reinado dado vueltas, saqueado, y al día siguiente, para colmo, un ex monaguillo carapintada y ahora borracho en recuperación, jugando con unos caireles le quemó el lugar. Se sospechó de su novia quien había desaparecido para presentarse en un concurso itinerante de talentos. Deditos acalló las sospechas con vehemencia: “Más sabe Dios y calla en su arbitrio que nosotros sumidos en el fangal”.

Se lo vio partir furibundo, maldiciendo bellaquerías y conspiraciones sulfurosas. Al mes, ya no era un militante divino y se lo encontraba tomando grapa en el bar, jugando billar, yendo y viniendo del teléfono público en busca de la cita con alguna puta o el resultado de alguna redoblona. Todo volvía a su sitio en el barrio. Salvo por un detalle observado por Alsina: al quitarse los guantes, había perdido sus dedos mal hechos y mostraba unos nuevos, largos, levemente amarillentos por la nicotina. Dicen que el contrincante, mientras estudiaba la posición de un tiro complicado descubrió el cambio y detuvo el andar de la bola sobre el paño para preguntarle qué había pasado. Deditos se echó para atrás el mechón que le caía en la frente sobre el pelo engominado y sin más relató la historia fabulosa. Precisaba dinero para la operación que se había hecho en Chile. ¿De dónde diablos la iba a sacar? De la limosna sagrada. ¿Quién le puso la iglesia? Unos estafadores que le propusieron recaudar para lo suyo pero a cambio que dejase un buen porcentaje en sus arcas. Y que se pudiera vender milonga. Como no devolvió lo pactado, le quemaron el templo.

“Así fue y así se cumplió”, rematando la frase con un tacazo. Llevó a su madre a un internado del campo, casóse con la hija del óptico, a todas luces llena de ornamental alegría porque en el fondo pretendía, ignorando que el cauce estaba seco, explotarle la fortuna que oportunamente había perdido en la operación y con la mafia. Cuando ella supo la verdad —que no se había casado con un millonario de Echesortu de manos rehechas, sino con un pelandrún— poco se tardó en cambiarlo por un viajante promisorio. Deditos, inmutable, no se descorazonó, regresó con entusiasmo al paño del billar sin hacer mayores comentarios. 

Pero aquello que cuento sucedió entre gallos y medianoche. Deditos sabía tocar el bandoneón. Había aprendido de chico. Sucedió el hecho en un casamiento. Tocó como los dioses. En la esquina de la mesa estaba el representante de la mejor orquesta del momento: los Luxor del Tango. Fue contratado y partieron a la semana a Japón. Nunca más volvió. Mandaba puntualmente un giro a la casa de internación donde su madre aún perduraba. Pero al instituto lo cerró el gobierno. Y su madre se tiró al río. Abandonó el grupo en una aldea tras una damita de pelo lacio que vivía en lo alto de una montaña. Deditos adulteró su nombre: la mafia aún le recordaba la deuda. Al fin encontró el amor, la salida al laberinto en la lejana patria del Sol Naciente. 

El otro día, El Rancio nos alcanzó una nota: habían nacido en Japón dos mellizos con manos de cangrejo y sus padres, que aparecían en la foto, los mostraban orgullosos. Principalmente él, Deditos, parecía enviarnos un mensaje: “Engañé, rapiñé, me hice artista, me escapé, viajé, soy feliz, tuve descendencia. Ahora me falta embaucar a alguien para darle a mis criaturas unas manitos normales”. La noticia atestiguaba esa búsqueda: lo promocionaba una empresa de guantes.

 

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