Podríamos definir a las tradiciones políticas como el conjunto articulado de actos y textos que configuran un núcleo interpretativo estable de la vida nacional. Densa acumulación simbólica que abastecida de un pasado célebre interpreta los desafíos del presente y orienta los comportamientos a futuro. Parece claro que la clave de esta trama conceptual está en la condición de estabilidad, de permanencia hermenéutica. Siendo esto así, cunde siempre sin embargo una polisemia al interior de esas tradiciones, ramificaciones polémicas que respetando un núcleo primordial autorizan a su vez distintos ejercicios operativos.

Sobran los ejemplos, pero tomemos apenas uno tan palmario como influyente en la historia del pensamiento político argentino. Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi, baluartes ambos de la Generación Romántica del 37, se detestaban; al punto que hasta bien entrado el siglo XX el nombre del tucumano permanecía interdicto en el diario La Nación. Una paradójica lista negra afincada en las mieles de la supuesta tolerancia de raigambre liberal.

Las razones de esa furibunda inquina son varias, pero nos centraremos especialmente aquí en las incursiones históricas de cada uno de ellos, enfocadas en los acontecimientos que derivaron en las fundacionales jornadas de la independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica.

Mitre, como buen romántico, consideraba que no hay cabalmente naciones sin un blasón rico en mitos heroicos, y es por eso que en la segunda mitad del siglo XIX escribe sus dos obras liminares sobre Manuel Belgrano y José de San Martín. Lo cual conlleva la primera discrepancia, pues ya para esa época Alberdi pensaba que nuestros próceres no podían provenir de los desempeños grandilocuentes de la espada sino del emprendedor capitalista dispuesto a rescatar a la patria de la barbarie cultural y la indolencia productiva.

Pero cuidado, el encontronazo es mucho más hondo, pues mientras Bartolomé Mitre considera que la Revolución de Mayo era la coronación de una nacionalidad ya moldeada que solo requería un golpe liberador que la ubique protagónicamente en el escenario histórico, Juan Bautista Alberdi sostiene que el quiebre del vínculo colonial con España fue el resultado de una precipitación de los tiempos de origen exógeno y no la mera consumación de lo que ya estaba constituido.

Puesto de otra manera, mientras el primero supone que la desembocadura revolucionaria acaece por la perfecta conjunción de pueblos maduros (básicamente el porteño) y conductores clarividentes, el segundo afirma que es la dislocación del imperio español tras la invasión napoleónica el que abre la inesperada puerta para un proceso que por esa razón durante un buen tiempo continúa jurando lealtad “a nuestro amado Fernando VII”.

Cono se advertirá, las consecuencias prácticas de estas desaveniencias son enormes, pues si la nación no preexiste debe ser pacientemente construida, y si los pueblos no estaban suficientemente maduros debían ser perseverantemente adiestrados en las venturosas luces de la modernidad. La cosa se pone picante allí, pues si por un lado Mitre procura instalar una suerte de relato oficial del estado mostrando el ilustre blasón de la patria, Alberdi denuncia la forzada debilidad de esa prosapia y por tanto las tareas inconclusas que él mismo procura sugerir como deben ser llevadas a cabo.

Pero las divergencias no culminan de ninguna manera allí, dado que el dirigente de Buenos Aires afirma que la Revolución de Mayo tuvo un nítido cariz republicano, y los hombres que encarnaron la conducción de esa emancipación fueron firmes cultores de ese ideario. Nuevamente, se pretende ligar aquel supuesto imaginario de la revolución fundamental con las prédicas del liberalismo político que Mitre decía representar.

Alberdi insiste en actuar de aguafiestas y señala algo a esta altura indiscutible. Casi todos los próceres de la independencia eran ostensiblemente monárquicos, lo cual incluía en primer lugar a sus dos figuras más destacadas. Belgrano opta por un experimento que imagina fundado en la tradición incaica, y San Martín posa su mirada en el prestigioso modelo de la monarquía constitucional británica. Pero la lista continúa, pues otros personajes como Pueyrredón, Carlos María de Alvear, Bernardino Rivadavia o el propio Bernardo de Monteagudo consideraban que el régimen político más apropiado para la posindenpendencia era la Monarquía.

Las razones de ese llamativo consenso eran dos. Una de orden geopolítico y otra que se relaciona con la organización interna del estado. En el primer caso, es oportuno recordar que ya se había producido la derrota definitiva de Napoleón y el retorno del Antiguo Régimen en toda Europa, lo que convertía a la República en una experiencia casi insular reducida a Haití y a los Estados Unidos. Parecía por tanto imprudente alentar adhesiones a un sistema que iba claramente a contramano de las tendencias que prevalecían en el mundo visto como civilizado.

Y en el segundo caso, y en el marco de naciones que debían ser cautelosamente edificadas, el principio republicano de la irrestricta vigencia de la soberanía popular parecía entrañar el amenazante peligro de desembocar en el caos, la anarquía o la disgregación.

Sin embargo, esa aparente unanimidad no era tal. Ya es bien sabido que en el famoso encuentro de Guayaquil, Simón Bolívar le recrimina a San Martín la inconveniencia de insistir con ese régimen de gobierno y pretende que la América por ambos liberada mantenga la forma republicana, frente a una Europa vista como moralmente decrépita y reaccionaria.

De igual modo Manuel Dorrego, que siempre miró con más entusiasmo a Estados Unidos que a Inglaterra, defiende con firmeza el principio irrenunciable de la soberanía popular, lo que lo lleva a alertar junto con el caraqueño sobre los riesgos del avance del imperio monárquico del Brasil.

La figura emblemática de todos modos es sin dudas José Gervasio Artigas, quien promueve un sistema confederal de gobierno, con un Ejecutivo muy limitado en sus atribuciones, lo que obviamente involucraba rechazar el verticalismo absoluto que implicaba la concepción monárquica. Señalemos aquí un punto central, ya que el caudillo oriental era la máxima expresión de una visión que compartían casi todos los líderes del federalismo. Para muestra basta un botón. Luego de la derrota de Buenos Aires que detona la llamada Anarquía del Año 20, el Tratado del Pilar (impuesto por Estanislao López y Francisco Ramírez), establece un sistema federal pero también la aspiración republicana de gobierno.

Cabe señalar no obstante, que ese republicanismo no suponía un minucioso conocimiento de la obra de Maquiavelo o Montesquieu, sino que era en buena medida el resultado de una primordial puja política. Era, digamos, un republicanismo genuino e instintivo, producto de que todos ellos sospechaban (con total razón) de que detrás del monaquismo se encubría la intención de Buenos Aires de mantener su hegemonía apelando a un régimen centralista de gobierno.

En este punto, todo quedaba inextricablemente mezclado en torno a las principales controversias de la época. Monarquía o República (respecto a la distribución funcional del poder), y centralismo o federalismo (en torno a la distribución territorial del poder). Para los caudillos, por tanto, la forma republicana era una estrategia orientada a limitar las pretensiones despóticas de Buenos Aires.

Pues bien Alberdi, el arquitecto intelectual de la nación en el siglo XIX, se topa con estas dramáticas polémicas, y su esquema constitucional busca moverse con una precisión de relojería, tratando de ensamblar la legitimidad de cada una de aquellas facciones en pugna. Se conoce bien como procede en atención a la segunda, pero me gustaría detenerme en la otra.

El ideario monárquico hacia mediados del siglo XIX había literalmente desaparecido en América, pero los problemas que había procurado solucionar permanecían latentes. Básicamente uno, clave: el de los peligros del ejercicio irrestricto de la soberanía popular. De un pueblo, por otra parte, que toda la tradición liberal nucleada en torno a la Generación Romántica del 37 (y aquí no hay diferencia alguna entre Mitre, Alberdi, Sarmiento o Echeverría) consideraba inapto para ejercer sabiamente ese derecho.

Para conjurar esas acechanzas, el tucumano introduce una serie de recaudos institucionales calificados en la época como “poder moral”. Ultimo reservorio contra los excesos irracionales de las mayorías. Los Colegios Electorales (elenco de notables que debían funcionar como filtro), el Senado (otro tanto), el Poder Judicial (cuyos miembros nadie nunca elige) y (a cuento de esto vienen estas líneas) el Veto Presidencial. Facultad suprema que se aplica cuando un parlamento fuera de control toma decisiones alocadas.

La Voluntad de Uno contra la opinión del resto. Un Presidente que actúa como un Rey. No lo es (pues su legitimidad proviene no de Dios sino del voto popular), pero pone en funcionamiento una discrecionalidad fundada en una atribución omnímoda. Flagrante claudicación liberal por cierto, pues el poder del estado no disminuye sino que se acrecienta, frente a los desmadres del federalismo y la democracia.

Corresponde mencionar aquí, que los Vetos que recientemente implementó el Presidente Milei hubieran recogido el beneplácito de Juan Bautista Alberdi; quien fundamentalmente a partir de su texto “Las Bases” desprecia la educación pública, hace un giro hacia un liberalismo económico extremo y aboga con énfasis por lo que se denomina en estos días “equilibrio fiscal”. Aquí Milei no malversa la herencia alberdiana sino que la resucita con plena coherencia para tomar esta medida tan desgraciada y regresiva.

 

Por otra parte, es oportuno el tema para refutar el precario encuadre analítico de cierta politología que se ha empecina en contraponer al populismo (como ideología autoritaria encabezada por un liderazgo decisionista) y el liberalismo como uno horizontalismo democrático desprovisto de hombres providenciales. Ni tan tan, ni muy muy. Como queda visto, en nuestro siglo XIX, fueron los bárbaros los que exigían más República, y los civilizados los que plasmaron en nuestra Constitución el ambiguo y temerario rostro de un Presidente-Rey.