El ruido mental y las preocupaciones se enredan y giran en una calesita infernal. Su matrimonio se desintegra, el vínculo con su hijo es complejo y su trabajo como fotógrafo de un diario pende de un hilo porque comenzaron los despidos. El protagonista de Parte del caos, gran novela de Ariel Urquiza publicada por Compañía Naviera Ilimitada, intenta hacer pie en medio de trozos de pensamientos que parecen escombros, como si de las ruinas de lo que fue y creyó que tenía sentido pudiera comenzar la reconstrucción de su vida.
“Buscar certezas no siempre es buscar la verdad, y si se trata de mirar hacia atrás, hacia el pasado, nunca, nunca se vuelve a la verdad. La verdad no puede estar quieta en un rincón de la memoria, no se puede estancar. La verdad fluye o muere”, plantea este narrador tan lúcido como melancólico, que se obsesiona con el suicidio de un teólogo al que fotografió justo un día antes de su muerte.
“No sé de qué manera poner en marcha la paternidad. Existen muchos padres así. Sin ir más lejos, yo tuve uno. Con la diferencia de que él no fingía preocuparse”, revela el fotógrafo que mantiene un vínculo virtual con un filósofo costarricense, a quien engaña haciéndose pasar por Nancy, una exazafata que conoció en un viaje a Estados Unidos. Urquiza (Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires, 1972) cuenta que en Parte del caos convergen varios temas que tenía ganas de abordar como la posverdad, la religión y la necesidad de creer.
“El fotógrafo se encuentra con un erudito de la Biblia, el teólogo David Yanguas, y lo sorprende ese mundo tan diferente. Como está buscando en qué creer, necesita agarrarse de algo porque todo hace agua alrededor de él. Eso es lo que lo lleva a investigar qué había detrás de Yanguas y ahí surge su otra vocación frustrada, el periodismo”, explica el escritor, periodista y traductor de inglés, autor de la novela Ya pueden encender las luces, publicada en 2019, que fue finalista del III Premio Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional; y el libro de cuentos No hay risas en el cielo (2016), con el que ganó el Premio Casa de las Américas en 2016 y un año después fue finalista del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez.
“Me interesa cómo las personas se enfocan en sus creencias y cómo las creencias nos ayudan a dar forma al entorno”, subraya Urquiza. “Hasta el siglo XIX, las creencias eran a partir de dogmas o incluso la filosofía estaba asentada en algo más metafísico. Pero en el siglo XX todo eso se desmoronó y nos llevó a necesitar formas de creer en distintas cosas. También aparece el tema de la posverdad en la novela y las fake news; a veces lo que se busca en la noticia es lo que está de acuerdo con nuestras convicciones más que la verdad de los hechos”, reconoce el escritor. “Hace cien años atrás se pensaba que íbamos a ser hiperracionales y cientificistas. Pero eso, finalmente, no sucedió. La parte no racional del ser humano es mucho más importante de lo que creemos”.
“La fotografía es saber respirar. Una forma de meditación”. Las reflexiones del fotógrafo abundan en Parte del caos, una novela que gana espesura desde una escritura que potencia la intensidad del fragmento. “Tengo un amigo que practica arco y flecha y me cuenta la importancia de respirar. Y lo conecté con el fotógrafo porque tiene que enfocar y es también una especie de cazador que anda detrás de la imagen, que tiene que esperar el momento, prácticamente sin respirar, para hacer clic”, compara Urquiza. “Como escritor capto cosas que escucho o que veo y las voy guardando en un depósito. Después recojo los materiales, los trabajo y los incorporo a la escritura. De ahí va saliendo todo. En mi caso, soy una persona que no habla tanto sino que trata de escuchar más. Entonces voy juntando muchas cosas. No solamente cosas que se dicen, sino cómo las dicen”.
Lo más autobiográfico de su segunda novela es la peripecia en Estados Unidos. “En 1996 hice un viaje larguísimo de dos días de una costa a la otra en un colectivo que paraba en todas partes. Entonces no sabía demasiado inglés, me costaba hablar y no entendía nada”, recuerda el escritor a ese joven que se lanzó a la travesía de medirse con una lengua que entonces le resultaba ajena. Después de ese viaje, volvió a Buenos Aires, empezó a escribir sus primeros cuentos, decidió estudiar el traductorado de inglés y pasó por el taller de Liliana Heker, donde trabajó los relatos de No hay risas en el cielo.
“La escritura es una carrera de obstáculos", afirma Urquiza. Al principio me sentía más libre cuando escribía, supongo que por un poco de ignorancia y porque creía que me iba a comer el mundo. Cuando vuelvo a mirar lo que escribía hace veinte años, me doy cuenta de que hay un montón de falencias, pero era más osado. Por otro lado, con el tiempo me fui volviendo más intimista”. El escritor reflexiona sobre los géneros y las estrategias narrativas a las que apela. “El cuento lo escribo sabiendo cuál es el comienzo y cuál es el final, después voy descubriendo el camino. En cambio la novela es un lugar donde uno puede ir metiendo muchas obsesiones. En el cuento no puedo irme por las ramas. La novela es una escritura más libre, menos controlada. La novela es como un saco en el que uno va tirando muchas cosas y después les va dando forma. Al principio sentía que lo mío era el cuento, estaba mucho más cómodo porque todavía me faltaba adquirir el entrenamiento para lo que es esa carrera de larga distancia que es la novela. En la novela es necesario cambiar el aire, como cuando uno corre, y para eso se necesita entrenamiento. Una vez que vi que podía correr en larga distancia me sentí mucho mejor con la novela”.
-A propósito de una observación que hace el narrador de Parte del caos en la que se pregunta en qué momento se empezó a malinterpretar el realismo y a exigirle a la ficción un grado absurdo de verosimilitud, ¿En qué momento dejamos de apreciar las fábulas y nos convertimos en lectores y espectadores consentidos?
-Hay muchos lectores que buscan demasiado realismo; lo vemos cuando se plantea que algo está “basado en hechos reales”, que tiene que ser verdadero o que le haya pasado al escritor para que despierte interés. Antes había un pacto con el lector, entre el escritor y el lector, en el que se aceptaba la ficción en un grado más amplio. En las últimas dos décadas cada vez se fue achicando más ese pacto. Incluso a veces lo veo en la forma que la gente comenta lo que lee porque busca sentirse reflejada o identificada. No recuerdo qué escritor decía que en la literatura buscaba no un espejo sino una puerta, un umbral hacia otro mundo. Eso es lo que busco yo: no tanto el espejo sino la puerta que me transporte a otra realidad. Si bien a veces lo que escribo puede ser definido como realismo, prefiero que haya cosas absurdas y darle lugar a lo que pueda pasar por la imaginación.
-“¿De qué me ha servido la fotografía? ¿Me salvó la fotografía? No, no me salvó ni me salvará, pero algunas fotos que saqué salvaron instantes que no me pertenecen”, confiesa el fotógrafo. ¿De qué te ha servido la literatura? ¿Te salvó?
-La literatura es el anclaje que tengo, me sirve para sobrellevar todo. Los escritores tenemos una relación espiritual con la escritura porque es un trabajo muy solitario, con muchas horas dedicadas a escribir, y el resultado no siempre vale la pena. Pero esa relación con la página, más allá del resultado, es algo que uno como escritor necesita. Sentarse a escribir es una forma de relacionarse con la vida; así que definitivamente creo que la literatura me salvó.