El fantasma del rey Hamlet se presenta ante los soldados pero no habla. Se presenta de noche pero el amanecer lo hace huir hacia las profundidades del más allá. Sólo a su hijo, el príncipe Hamlet, el rey le dirige la palabra. Le cuenta que no murió como dicen que murió, que no fue una serpiente quien lo picó mientras dormía, sino su hermano que le derramó veneno en el oído. No lo mataron los enemigos en el campo de batalla, donde fue feroz, valiente, intrépido, sino su propio hermano para robarle a su esposa y quedarse con el trono. El rey Hamlet le cuenta a su hijo esta verdad con un único propósito: la venganza. Pero el príncipe duda. Duda de si es realmente su padre o un truco del demonio. Duda frente a la nuca desnuda y vulnerable de su tío mientras está inclinado rezando. No quiere mandarlo al cielo, sería un premio más que un castigo, se dice. Pero lo cierto es que lo tiene ahí, indefenso, y no lo mata. Duda al enfrentarse a su madre a quien no quiere herir con puñales sino con palabras. Monta obras de teatro, se hace el loco, acepta ser enviado a Inglaterra por su padrastro. Da una y mil vueltas antes de la masacre final, en la que no sólo muere el culpable, sino también su madre, Laertes y él mismo. Además de los ya muertos Polonio, y sus amigos de infancia Rosencrantz y Guildenstern. Pero ¿cómo no dudar frente a un pedido tan brutal como el que le hace el fantasma de su padre? El príncipe Hamlet venía de estudiar en la universidad, con la cabeza llena de conocimiento y de poesía y se encuentra en una encrucijada en la que debe matar y no sólo matar, sino hacerlo con sus propias manos. No sólo parecerse a su padre, que ha dejado los campos de batallas sembrados de cadáveres --lo cual es imposible para él, que no sabría ni por dónde empezar-- sino, de alguna manera, ser él, ser su propio padre. Ser él mismo o ser su padre. Ser (existir) o no ser (no existir). ¡Qué dilema jodido!

No hay que ser muy versado en ninguna materia para saber que mi generación se ha enfrentado a un dilema similar. Siendo hijos e hijas de madres y padres que fueron masacrados, pero fundamentalmente que fueron hacia sus ideales y proyectos en una partida a todo o nada, la pregunta no ha dejado de aparecer. ¿Somos o no somos? ¿Nos parecemos? ¿Les honramos? ¿Se revolcarían en sus tumbas, si las tuvieran, si vieran lo que hemos hecho con nuestras vidas?

Pero no es una pregunta sólo para huérfanos. El campo popular, que es el heredero más legítimo de toda esa experiencia, también es visitado por esos fantasmas. Lo sepa y se siente a conversar con ellos, o prefiera ignorarlos.

La demanda del rey Hamlet a su hijo no permitía medias tintas. O me vengás y sos valiente o dejás vivir a mi asesino y sos un cobarde. Nuestra herencia tampoco soporta tibieza. Además de que la Biblia ya se expidió de forma lapidaria acerca de los tibios: por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca, parece que dijo Dios. Sin embargo, valdría la pena preguntarse cómo se venga a nuestros mayores, antes de llamarnos valientes o cobardes.

Las Madres de Plaza de Mayo decían: “La sangre de nuestros hijos será vengada cuando nuestro pueblo sea feliz”. HIJOS que “nuestra peor venganza es ser felices”. La felicidad parece ser un punto importante en la venganza. ¿Sería entonces Ser o no Ser felices? Tal vez.

El rey Hamlet no está preocupado por su Dinamarca y los enemigos que la acechan. No le preocupa que venga Fortinbrás a reclamar unas tierras ni la guerra que se avecina. Le preocupa que su hermano ocupa ahora su lugar en la cama matrimonial. Tiene la sangre en el ojo porque otro tiene lo que antes era suyo. No le preocupa tampoco que su único hijo se ponga en riesgo para salvar su honor mancillado. Si vamos al caso, no le preocupa ni cómo está su hijo, ni cómo le fue en la universidad, ni si está enamorado de Ofelia ni nada de nada. Sólo quiere que lo venguen. Nuestros fantasmas no son tan malos padres ni madres. No los imagino heridos por las traiciones de sus hermanos ni mucho menos clamando por sangre fraterna antes que por la de los enemigos.

Cuando, en este país sitiado por enemigos de nuestro pueblo, recibiendo cañonazos de día y de noche, viendo cómo las arcas de nuestros derechos se vacían, vemos en los palacios donde los vencidos podrían estar preparando el contragolpe que se dedican a echar veneno en los oídos de sus hermanos, dan ganas de agarrar las calaveras de nuestros muertos y usarlas como piedras. Esa no es la herencia que las almas de los sin tumbas dejaron. Ese no es el legado de quienes supieron jugar a fondo, dejarlo todo, entregar su juventud. No necesitamos que vayan a homenajes, que descubran placas, que lustren baldosas ni que defiendan monumentos. Necesitamos que se sienten al borde del alba, ahí donde los espectros hacen su ronda diaria, y escuchen. Escuchen la memoria. No hagan lo que salió mal (cada cual con su banderita, por ejemplo, organizaciones verticales donde la lealtad se confunde con obediencia, por ejemplo), recuperen lo que salió bien (la unidad entre los distintos, por ejemplo, la solidaridad ante todo, por ejemplo).

Hamlet se planteaba un problema binario: ser o no ser. Nosotres podríamos empezar por ser no binaries. Tal vez para ser haya que no ser. Para ser herederxs haya que no ser ellxs. Para ser leales, haya que no ser obsecuentes. Para ser valientes haya que no ser negadores. Para ser realistas haya que no ser chatos. Pero sobre todo, para devolver el golpe hay que ubicar al enemigo. Un enemigo que se exhibe sin velos y sin embargo hay quienes logran no verlo y agarrarse de las mechas con el de al lado.

Yo, por mi parte, en estas noches en las que me cuesta conciliar el sueño, salgo a la terraza y converso con los muertos. Charlo de muchas cosas. Con mis familiares, pero también con todo el resto. La muerte es una mesa enorme en la que no se le niega un plato a nadie. Hasta ahora no me han dado la receta para salir de este atolladero, pero sí me dijeron algo importante: la lucha es colectiva y es para el colectivo; el que lucha por su pedacito de poder es indigno de tanta sangre. También me dijeron que se lucha porque es un imperativo ético. Ganar o perder es una coyuntura.

 

Ah, y que seamos felices y nos demos cuenta.