"¿Qué nos pasa a los argentinos?", se preguntaba Fabio Alberti en el programa Todo x 2 pesos, emulando a esos “pensadores” de la televisión que pretenden llevarnos a una reflexión profunda y solemne, esos que desa­rrollan un monólogo que conduce la indignación al paroxismo, un monólogo crispado para que recapa­ citemos, para que hagamos un ejercicio de introspec­ción y casi admitamos que somos los culpables de que el país, cuando no el mundo, ande como anda: mal. La desopilancia del contenido de las reflexiones del sketch no evitaba, más bien exacerbaba, la verosimi­litud del tono de aquellos que gustan de aleccionar, de levantar el dedo, de acusar siempre a los otros. El patetismo de la pretensión de saber cómo-son-las-cosas del aleccionamiento evidencia su farsa cuando, justamente, aspira a ese todo universal, ese mismo al que aspira el sentido común: “Hay gente que cree que todo lo que se hace con cara seria es razonable”, es uno de los agudos aforismos de Georg Lichtenberg. La comedia acaso sea la mejor estrategia para evidenciar este tipo de procedimientos. Lejos de la denuncia, de la indignación, de la solemnidad y de un nuevo seña­ lamiento –ahora para señalar a esos que se indignan–, la comedia es un procedimiento sutil y potente, cuyos efectos son, creo, mucho más eficaces. Algo de todo esto se va diciendo en cada episodio de Comedia, el podcast que hizo Adrián Lakerman con invitados dedicados al humor. Ahí Diego Capusotto dice que se hace humor también para desmantelar las certezas que uno mismo tiene –en el mismo sentido Alejandro Dolina dijo que sirve para ejercitar la duda–. Incluso como reacción, por miedo a la finitud, a la enfermedad, a la muerte, a eso que uno sabe que termina mal (la vida misma). Y agrega que con el humor se le da la espalda a la tragedia. No hay humor sino con el fondo de la muerte y de la repeti­ ción como ineluctables. Es lo que de alguna manera subraya Jean Allouch: que si lo cómico es superior a lo trágico, es porque en lo cómico queda disuelta la efi­cacia del terror. No es voluntario, como tampoco son voluntarias las risas. Por eso la ilusión de que pode­ mos controlar y definir de qué nos podemos reír y de qué no es solamente parte de una moral.

En definitiva, el registro cómico horada el valor trágico. Allouch plantea que “lo trágico es lo cómico echado a perder”. Pero al pensar en esta cita, siem­pre la recuerdo al revés: lo cómico es lo trágico echado a perder. Podría funcionar si lo pensamos no sólo en el sentido de algo que se pudre, que se desarma, que deja de andar, sino además en el sentido de algo arro­ jado a la pérdida, algo que se extravía, que pierde su rumbo. Lo cómico hace que lo trágico se pierda, pero también que se pudra, que se descomponga, que se diluya, que se disuelva; y en eso trágico está inclui­do lo trágico del saber. Lo cómico agujerea el saber y produce sorpresivamente una verdad nueva, algo que no se sabía a sí mismo, algo que no se sabía tam­poco de sí mismo .

Portada del libro editado por Paidós

LLORAR DE RISA

Leo lo que Charles Darwin dijo de la risa en el capí­tulo 8 de La expresión de las emociones en los animales y en el hombre, publicado en 1872. Leo sus apor­tes y voy asintiendo: “En las personas adultas la risa se provoca por causas muy distintas de aquellas que son suficientes durante la infancia, pero es dudoso que esta consideración pueda aplicarse a la sonrisa. La risa es, en este sentido, análoga al llanto, que está en los adultos casi limitado a la enfermedad mental, mientras que en los niños se produce por un dolor corporal o cualquier sufrimiento, así como a causa del miedo o la rabia. Se han escrito muchas curiosas discusiones sobre las causas de la risa en las perso­ nas adultas”. Sí, tal cual, exacto, pienso. Sigo leyendo: “Se dice a veces que la imaginación siente un cosqui­lleo agradable ante ideas divertidas. El así llamado ‘cosquilleo de la mente’ tiene un curioso parecido con el del cuerpo. Todos conocen lo desmesurado de las risas infantiles y hasta qué punto sus cuerpos se convulsionan cuando se les hace cosquillas”. ¡Ah!, qué interesante lo de “el cosquilleo de la mente”, sí, sí. Luego sigo, sigo, sigo. Me encuentro con una descrip­ción un tanto “científica” de la risa: que se produce por la inspiración seguida de contracciones, espas­mos del pecho y del diafragma, que por las sacudi­das del cuerpo la cabeza se mueve de un lado a otro, que la mandíbula inferior tiembla, “tal como ocurre en algunas especies de babuinos cuando están muy contentos”. Sigo. Continúa la descripción en lenguaje científico: “Dado que en la risa y en la sonrisa abierta las mejillas y el labio superior están muy elevados, la nariz parece acortarse y la piel del puente se llena de finas arrugas en dirección transversal”, etc. Luego habla del brillo de los ojos, característico de un esta­do placentero. Sigo. De golpe, en una parte, empiezo a reírme a carcajadas. Y entonces, pienso, ¿qué me hace reír tanto? –ya venía conteniéndome un poco desde el principio–, cuando leí: “Las personas idiotas o imbéciles proporcionan también buenas pruebas de que la risa o la sonrisa expresan ante todo mera feli­ cidad o alegría”. Pero esta vez no pude contenerme. Car-ca-ja-das. Entonces advierto que estoy leyendo lo que sigue como si lo estuviera diciendo alguien en clave paródica. La parodia del explorador: “Estando yo ansioso por saber si las lágrimas se derraman libre­ mente durante los excesos de risa en la mayoría de las razas humanas, me informaron mis corresponsales de que así era en efecto. Uno de los ejemplos fue reco­gido en los hindúes, y ellos mismos afirman que les ocurre con frecuencia. También ocurre así en los chi­nos. Las mujeres de una tribu salvaje de malayos en la Península de Malaca derraman a veces lágrimas cuando ríen a conciencia, aunque es algo que ocurre pocas veces. Gaika, el hermano del jefe Sandilli, respondió a mis preguntas sobre la cuestión con estas palabras: ‘Sí, es una costumbre suya’”. Tuve que dejar de leer. Y es que me imaginaba esas parodias de docu­mentales de National Geographic o cosas parecidas. Por otro lado pensé en Darwin creyendo exótico el desborde del cuerpo, queriendo saber si era un fenó­meno de todas las razas humanas, confirmando con sus corresponsales. También me reí de las respues­ tas que obtuvo. Y también, creo que lo cómico, para mí, residió en observar ese tic de la superioridad del explorador –“Nosotros, los europeos”–. Pensé si acaso en Inglaterra, en ese momento, la gente no reiría de esa manera, hasta llorar. Considerando que el humor inglés –cada cultura tiene su tradición en el terreno del humor, su forma de humor– es tan precioso en iro­nías, en agudeza y elegancia, en sarcasmos y sátiras, en humor elegante y fino, en negrura y en maestría en el lenguaje, lo dudo. Aunque, quizás, la mesura como rasgo distintivo haya evitado un tanto las desmesu­ras públicas. No tengo idea de qué fui a buscar al tex­to de Darwin, pero me encontré con las carcajadas que me provoca la solemnidad de la mirada civiliza­da, la solemnidad eurocéntrica, en el mismo sentido en que me reí a carcajadas en el teatro con lo que de esa mirada hizo Mariano Tenconi Blanco en las obras Las cautivas y Las ciencias naturales.

Alexandra Kohan (Foto: Alejandro Guyot)

LA LITERATURA ARGENTINA EMPEZÓ CON UN CHISTE QUE TERMINÓ MAL

Y entonces pensé en la frase “más solemne que pedo de inglés”, frase de Leopoldo Marechal que David Viñas usa de epígrafe en su novela Tartabul. David Viñas, el mismo que dijo que “la literatura argentina comienza con una violación”, en referencia a la violación de El matadero. Pero ahí mismo, en la última escena de ese relato, cuando el salvaje unitario revienta de rabia, el juez del matadero dice: “Pobre diablo, queríamos únicamente divertirnos con él, y tomó la cosa dema­siado a lo serio”.

UNA EXCURSIÓN DESOPILANTE

Lucio V. Mansilla llega con el mismo prejuicio y la mis­ma mirada civilizada y civilizatoria a las tolderías de los indios ranqueles. Pero a diferencia de los explo­radores parodiados, él mismo asume una enuncia­ción casi paródica, pero de sí mismo. Mansilla llega con prejuicios, pero se encuentra con otra cosa. El Mansilla que llega no es el Mansilla que concluye, es otro. La experiencia lo afectó ahí donde se dejó lle­ var por lo inesperado, por lo otro de lo imaginado. Mansilla se fascina con los ranqueles ahí donde, justa­mente, no encajan en el tipo y donde sacuden la mustia y típica distribución: “¿Dónde se duerme mejor, entre los salvajes o en ciertos hoteles? ¿Quiénes son más bárbaros: los cristianos que matan la vaca degollán­dola, o los ranqueles, que la atontan con un bolazo? ¿Dónde hay más civilización: en el rancho del gaucho, pobre y sórdido, sin puertas, ni cubiertos, ni platos, o en el toldo del indio, con sus camas cómodas, sus ollas, sus divisiones para evitar la promiscuidad de los sexos?” Mansilla dice que compara, pondera, traduce y sopesa ‘para sacar de la ignorancia a nues­tra orgullosa civilización’. En el balance final, hay que decirlo, los resultados no favorecen demasiado a los cristianos. Salvo en el rubro ‘baile’.

Leer el texto es tener garantizadas las risas. A medida que avanza el relato, Mansilla se deja desco­locar, no se resiste a eso otro que encuentra. Se deja llevar, se deja estar. Su escritura es lúcida, elegante e irónica y la narración tiene momentos desopilantes.

HUMOR POLÍTICO

La parodia del explorador también fue genialmen­te llevada a cabo por Tato Bores en El misterio de la Argentina (1992). Año 2492. Un explorador, el arqueólogo Helmut Strasse (Tato Bores) se dedica a estudiar un país desaparecido: Argentina. Las pre­guntas del “documental” son: ¿cómo era ese país? y ¿cómo y por qué desapareció? Una crítica corrosiva al menemismo, su revolución productiva, la clase diri­gente y, obviamente, a la censura de la que fue objeto el propio Tato Bores. El 10 de mayo de 1992 la jueza federal María Servini de Cubría pidió que se censu­rara esa parte de la apertura del programa Tato de América. Lo que la jueza pretendía censurar era, justamente, una parte del paródico documental en el que Helmut Strasse encontraba una constancia de una multa (irrisoria, 60 pesos en aquella época) que la Corte Suprema le había impuesto a la jueza. “El moti­vo por el que la habían multado era como consecuen­cia de las irregularidades detectadas en la causa por lavado de narcodólares. La causa era conocida como ‘el caso Yoma’, durante la presidencia de Carlos Saúl Menem”. La respuesta de Tato Bores a la censura no fue menos genial que cualquiera de sus invencio­nes: abrió su programa con el documental en el que se nombra a la jueza –innombrable por la censura– con el alias Barú Budú Budía. Luego, un grupo enor­me de personas de la cultura canta en el estudio al unísono “la jueza Barú Budú Budía es lo más gran­de que hay”. Los incluidos en ese gran coro contra la censura son muchísimos. Por supuesto que la censu­ra hizo lo que hace siempre: señalar aún más aquello que no se puede decir. Todos nos enteramos, además del episodio de corrupción, del modo en que una jue­za pretendió que no se notara. Fue un episodio inol­vidable para los que vivimos esa época y para los que, cada domingo, mirábamos Tato de América, también y sobre todo, como un programa político.

CASTIGAT RIDENDO MORES

Mi papá siempre se olvidaba de los cumpleaños. El mío no era una excepción –¿por qué habría de serlo?–. Luego de varios años de pretender que sí se acordaba de mi cumpleaños, luego de enojarme algún tiempo, supe que eso que yo consideraba un signo de amor que yo esperaba de él y que él no me daba no podía hacerse absoluto. Dejar mi capricho de lado, dejar de pedirle eso que él no tenía para dar, dejar de pedirle ser la excepción, dejar de pedirle que fuera el padre que yo imaginaba me posibilitó experimentar por fin su amor, el que sí tenía, el que sí había en él. Cumplo años el 29 de enero. Cada 28 de enero lo llamaba para recordárselo y, así, el 29 recibía el tan esperado lla­ mado paterno. Nos reíamos del artificio mientras nos disponíamos al juego. Y es que el análisis hace de los padres padres posibles. El humor, también.