No todo tiene que ser siempre hermoso y perfecto en el mundo digital, aunque es muy grande la tentación de querer retocar esos paisajes que las personas visitan en sus vacaciones para que sean aún más fantásticos, o pulir las selfies que se sacan en el baño –mientras cuelgan toallas usadas y calzones húmedos de fondo–. Una posible perfección está al alcance de todo el mundo, en cualquier dispositivo, sea un teléfono celular, una computadora o una tablet. Solo hay que dejarse llevar por el brillo de las pantallas y, como si se tratara de un pase mágico, las imágenes perfectas empiezan a aparecer sin parar. Sin embargo, hay quienes se resisten a esta tentación. Así como Frodo superó la tentación de quedarse con el anillo de Sauron, Mónica Heller no se entrega a la perfección digital cuando empieza a crear sus obras, sino más bien todo lo contrario: en su trabajo todo es un poco deforme, un poco satírico y otro poco grotesco.
Las botitas que todxs temen todxs quieren es su actual exhibición en la galería Piedras. En ella se reúnen videos, instalaciones, pinturas y temperas. En todas las salas del lugar la irrupción del mundo digital es muy clara, pero la apuesta de esta artista no tiene que ver con las posibilidad hiperrealistas que ofrece esta tecnología –hoy, hasta una inteligencia artificial es capaz de crear imágenes cien por ciento realista, pero este tema mejor dejarlo para otro momento–, sino deformaciones hechas de unos y ceros. Una instalación construida con tres televisores, una silla de metal y una pintura de un cielo dan forma a una persona recostada que parecería estar tomando sol. El cuerpo de este ser se desparrama en las teles, pero la imagen que devuelven es completamente deforme y por momentos hasta tiene glitches. De esta manera, se refuerza la apuesta de Heller por lo imperfecto y lo impreciso. El mismo video podría tener a una copia hiperreal de una bañista bronceándose en esa misma silla metálica, pero no; lo que se ve es algo bastante más alejado de las posibilidades high definition que la tecnología ofrece.
Paradójicamente, la obra de Heller termina siendo más realista que aquella que pretende crear una copia perfecta del mundo real. La realidad es una construcción subjetiva y, sobre todo, imperfecta. Intentar crear imágenes digitales que respeten a la perfección la mimesis de algo real es una pérdida de tiempo: el mundo es imperfecto y por lo tanto su representación también tiene que serlo. Heller se da cuenta de esa imperfección, del error que puede contener un cuerpo, una persona, un par de botitas y quizás por eso crea estas animaciones deformes. Lo que esta artista señala es lo que hay detrás de esas imágenes perfectas que inundan nuestra vida cotidiana; sus obras son reminiscencias de una realidad que, en tanto perfecta o ideal, existe cada vez menos. Probablemente, si Morfeo se encontrara con Monica Heller y le ofreciera tomar la pastilla azul -que la mantendría en una ilusión perfecta- o la roja -creada para derribar esas fantasías ideales-, esta artista elegiría aquella que le ofrezca un mundo con fallas y distorsiones.
Las pantallas avanzan y colonizan nuevos espacios con el correr del tiempo. Si hace 20 años las personas miraban televisión únicamente en el living o el comedor de su casa, ahora se pasean por todos lados mirando sus programas favoritos. La cultura del entretenimiento está en los subtes, colectivos y trenes. Honestamente, está en todos lados. En su exhibición, Heller va más allá e inserta a las pantallas adentro de una boca y de un ano gigante. La conquista de las pantallas es biológica en el universo de esta artista. Son extensiones de un cuerpo, o más bien implantes: mientras que la pantalla metida en la boca exhibe una dentadura gigante, la otra parecería mostrar un esfínter estrecho pero profundo. Estas esculturas parecen ser una versión naíf o graciosa del body horror, subgénero estilístico que cada vez se vuelve más popular –no solo en el cine, disciplina en donde se originó–, en las artes visuales y hasta en la literatura regional, como es el caso de Parásitos perfectos, el libro del colombiano Luis Carlos Barragán. Las esculturas de Heller son tan deficientes como las imágenes de sus videos. En ambos formatos el error se hace presente en la materialidad de las obras. Lejos del mármol impoluto y cerca de la papelera de reciclaje, allí es donde habitan estas esculturas.
En todo este contexto, el rol que juegan las botitas no queda del todo claro. En algunas obras se levantan como objetos preciados, en otras son extensiones del cuerpo, tal como las pantallas. También señalan contradicciones –en una animación, mientras que un perrito tiene su plato de comida vacío, la persona con la que vive tiene una biblioteca de botitas– y funcionan como el nodo en el que se encuentran todas las obras que Heller preparó para esta exhibición: están en las esculturas, en los videos y hasta en las pinturas. Sin embargo, este tipo de calzado parece tener un significado que está en permanente disputa, no es algo acabado. Las botitas funcionan como un fetiche, pero también como un símbolo de pertenencia. En el mundo Heller hasta los perros tienen las suyas porque hasta los animales parecen querer tener el reconocimiento y la validación de otros. Las botitas son esos objetos de los que nadie se puede desprender, son la adicción, el morbo, el goce y sus consecuencias.
Las botitas que todxs temen todxs quieren se puede visitar hasta el viernes 18 en la galería Piedras, Perú 1065. De miércoles a sábado, de 14 a 19. Gratis.