Michel Foucault describe a Don Quijote como “un largo grafismo flaco”. Fue lo primero que pensé cuando Gustavo Plis Sterenberg, con sus casi dos metros de altura y una sonrisa perenne enmarcada por un rostro de niño triste que contradecía su edad, se presentó en el Museo Histórico de Bahía Blanca que yo dirigía, ubicado en el subsuelo del Teatro Municipal. Era el otoño de 2005. Él hacía algo más de un año que estaba a cargo de la Orquesta Sinfónica, en el piso de arriba, y acababa de publicar su libro Monte Chingolo, la mayor batalla de la guerrilla argentina. Había venido a solidarizarse por el operativo militar que ese día había realizado el Comando V Cuerpo de Ejército en el que secuestraron los fusiles de la llamada conquista del desierto. Al parecer no les había gustado que en la exposición con la que reinauguré el Museo, en la que narraba los genocidios sucedidos en la ciudad desde su fundación hasta la última dictadura, los dispusiera apuntando a fotografías de indígenas y militantes. Al día siguiente el coronel Recchi, que había sido el interventor de La Pampa durante la dictadura, envió un camión con soldados armados que ingresaron al Museo sin autorización e incautaron los Remington. Desde aquel primer apretón de manos nació una amistad con Gustavo que duró hasta su muerte.
Hijo de una familia de inmigrantes judíos procedentes de Ucrania, había estudiado piano de chico con Domingo Marafiotti, el que grabara la Marcha Peronista, y completado su formación en el Conservatorio Nacional Carlos López Buchardo. Pero en paralelo estudió medicina. Poco antes de terminar la carrera, ya militante orgánico del PRT-ERP, iniciada la dictadura y descalabrada la organización, marchó en 1979 a Nicaragua, donde se desempeñó en la Cruz Roja como médico curando heridos, asistiendo partos, y lanzándose en paracaídas en zonas de conflicto. Pero no se limitó a esa labor; también participó como artillero en la insurrección sandinista, donde cayó prisionero y estuvo a punto de ser fusilado. “No me quedaron buenos recuerdos” -expresó en un reportaje. “Realizaron un operativo para sacarme del país; estábamos tan mugrientos que nos reconocíamos unos a otros por el olor. Tenía el uniforme con sangre porque había llevado una chica de 13 años a urgencias y la sangre me chorreaba por la camisa”. Regresó y al poco tiempo marchó exiliado a Israel, pero volvió y continuó sus estudios hasta que una delegación soviética que pasó por Buenos Aires lo reclutó y, con una beca, se instaló en San Petersburgo. Su rigor y disciplina -incansable, pasaba los días y las noches componiendo y estudiando cuanto material caía en sus manos, sin siquiera parar a descansar- sorprendía a los propios soviéticos. “No se estudia así, pibe”, le decían los profesores del Conservatorio Rimsky-Korsakov, del que egresó con honores. El esfuerzo rindió sus frutos. Sabedor de esa fama, Mstislav Rostropovich, el máximo exponente de la música de la época, lo convocó como su director asistente en el Teatro Mariinsky -ex Kirov-, trabajo que ejerció durante una década.
Gustavo dejó un libro inédito de conversaciones con el maestro Rostropovich, repleto de historias increíbles sobre las vicisitudes de los músicos en la Rusia socialista, como la de Shostacovich componiendo sus obras en el techo del teatro Bolshoi, donde fuera destinado a trabajar de bombero durante los bombardeos alemanes por sus opiniones contrarias a Stalin. En los viajes que realizaba por el mundo con “ese picaflor atorrante” Gustavo comenzó un trabajo detectivesco: ubicar a los sobrevivientes del PRT ERP para tomarles testimonio y narrar su historia. Decidió enfocarse en el episodio del asalto al Batallón Domingo Viejobueno de Monte Chingolo sucedido en la Navidad del ‘75, que acabó en desastre. Durante años dispuso en una habitación un plano a escala donde iba acumulando papelitos en cada punto sobre el que tenía un dato. “A las 10:05 el policía tal dijo tal cosa, a las 10:06 tal otro le respondió”. Con la minuciosidad y precisión que su oficio de músico le había brindado compuso la que acaso sea la más impresionante reconstrucción de un episodio setentista escrita con la forma de una sinfonía coral en la que las voces, los actos heroicos, la nobleza de sus protagonistas (incluidos algunos miembros de Titanes en el Ring que vivían en la zona y colaboraron en la operación, consumando su sueño enmascarado), así como los horrores de la represión, dibujan un panorama que explica con suficiencia la época, sus fulgores, sus lógicas desmesuradas y el final trágico.
Pero en vísperas de la caída de la URSS la vida era muy difícil. En algunas ocasiones Gustavo tuvo que dirimir cuerpo a cuerpo (su preparación militar incluía artes marciales) la disputa por una botella de leche comprada a la madrugada en el mercado negro, con 30 grados bajos cero, para alimentar a su primer hijo; en otras enfrentó varios asaltos a mano armada. Sin Estado, Rusia era un país sin ley más que la de la fuerza bruta. Sin embargo, la catástrofe también tenía sus ventajas: alcanzó a comprar colecciones enteras de primeras ediciones de Marx o Lenin provenientes del desguase de las bibliotecas (en un estante donde guardo libros en idiomas que no puedo leer atesoro una primera edición de Trotsky que me regaló en su última visita).
Como a todo expatriado, la Argentina le tiraba. Durante la guerra de Malvinas se ofreció como voluntario pese a estar clandestino y con pedido de captura. Mientras, se unió a las campañas internacionales por los derechos humanos. De a poco comenzó a volver con un objetivo muy específico: comprar información a represores dispuestos a entregar documentación por unos dólares. En el living de su casa de Bahía colgaba una bandera de Vietnam, algunas fotos con traje de miliciano o paracaidista, y, sobre la mesa, una pistola que tenia siempre a mano. Y es que desde sus varios regresos al país nunca dejó de padecer amenazas o intentos de asesinato, como cuando fue a acompañar a Ernesto Sábato a la entrega del informe de la CONADEP, en 1984. Mientras marchaban con una pequeña columna del PRT, un sicario le disparó en la cabeza. Pero un segundo antes un compañero logró desviarle la mano.
Uno de los momentos memorables que contaba entre risas fue cuando pidió conducir un tanque de la Segunda Guerra en Siberia junto a Rostropovich, y, al insistir, le permitieron disparar ante el soberano cagazo del maestro. O cuando en Vietnam, durante una gira, en un día libre visitó los campamentos del Vietcong. Aquel que había sido premiado en el Festival Internacional de Música de Viena, becado por el Mozarteum y el Ministerio de Cultura de Rusia, y actuado en los más granados escenarios del mundo, concebía el momento del combate, a la manera del Che Guevara, como el punto cúlmine de una vida, como el lugar donde mueren todas las preguntas.
Entre 2004 y 2006 dirigió la Orquesta Sinfónica de Córdoba y en paralelo, la de Bahía Blanca hasta el 2008, para desempeñarse luego en la de San Juan. A partir de entonces nuestros encuentros se restringieron a mails y algunas llamadas telefónicas. Yo le había presentado su libro y escrito algunas reseñas y cada tanto cambiábamos información sobre cuestiones vinculadas a derechos humanos. Él se había propuesto escribir un nuevo libro enfocado en el Centro Clandestino de Detención de Campo Mayo, y otro sobre la Compañía de Monte Ramón Rosa Giménez de Tucumán, y exploraba la posibilidad de comprar información a un agente de inteligencia militar que nos había estado midiendo a través de las amables visitas que nos hacía. Era el coronel Jorge Horacio Rojas, que resultó ser un feroz torturador en Famaillá y había ido a Bahía siguiendo a Acdel Vilas. Bajo sus órdenes participó en interrogatorios en el campo de concentración La Escuelita, torturando, entre otros, a los militantes peronistas Julio Ruiz y Pablo Bohoslavsky. Dado de baja, oficiaba de presidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana y acostumbraba aparecer como crítico de los “excesos” de la dictadura. Solía visitarme para discutir la línea del Museo Histórico, sugiriendo “memoria completa”, hasta que llevé a Estela de Carloto a dar una charla en el contexto de aquella exposición. Descubierto, se profugó pero fue apresado, juzgado y encarcelado por delitos de lesa humanidad, por el fiscal Abel Córdoba, a la sazón fiscal federal de Bahía Blanca, poco antes de encabezar la Procuración de Violencia Institucional.
El 9 de julio de 2007, el día que nevó en gran parte del país, al terminar de dar el discurso inaugural del Congreso de Filosofía de San Juan -aquel que cerró Cristina Fernández de Kirchner como anuncio de su candidatura-, me doy vuelta, se abre el telón, y aparece Gustavo, de frac. Nos fundimos en un abrazo antes de que con su batuta hiciera sonar los acordes del Himno Nacional Argentino. Ni él ni yo sabíamos que nos íbamos a encontrar en esa circunstancia tan extraordinaria.
Durante quince años vivió afectado por una versión atroz del mal de Parkinson, que le dificultaba ejercer su oficio. Alguna vez me contó riendo que en Rusia, durante una función, los movimientos involuntarios de sus manos hicieron que acelerara el ritmo y la orquesta terminó de tocar El Cascanueces mientras los bailarines seguían danzando en silencio. En la primavera del 2017, poco después de visitarme en Buenos Aires, decidió acabar con su vida. Tenía 62 años.
En un reportaje contó: “En Nicaragua un guerrillero sandinista -un indio con los dedos gordos- empezó a tocar la guitarra y a cantar una canción que hablaba de los pajaritos. El campesino los imitaba. Me regalaron el casete y lo guardé. Más de una vez, allá en Rusia, hice obras para música de cámara basándome en esos temas”.
Si la acción es el cementerio de las preguntas, como dijo ayer el poeta Jorge Bocanera en la Feria del Libro de Bahía Blanca, la música, la más excelsa invención de la humanidad, es el alma que las repone más allá de la muerte.