La semana pasada lo vi a Fede. La librería tenía poca gente a esa hora y él andaba buscando una biografía de Lou Reed que había visto a dos mangos en la Feria del Libro.
-¿Sabés a quién me encontré el mes pasado? A Carabelli-, me dijo.
-¿En qué anda ese aventurero? -le pregunté.
-No te imaginás lo pesado que está, da unas charlas en una tal asociación unión de patriotas o algo así -me advertía mientras pagaba con débito el libro que, al fin, había encontrado.
-El sábado da una charla, a las cuatro de la tarde. Voy a ir a verlo -le dije.
-No vayas, te vas a amargar -me aclaró mientras me estrechaba la mano a modo de despedida.
Llegó el sábado y fui. Porque me gusta comprobar las cosas por mí mismo. Nunca me entusiasmó eso de “me dijeron que…”. En la puerta había una pizarra con un póster que anunciaba la charla de Carabelli. Se presentaba como analista de vinilos. Entré. Había una treintena de tipos. Carabelli recién empezaba y yo me senté en la última fila.
Sacó un puntero de no sé dónde y, señalando una foto clavada con chinches en el pizarrón, dijo: “Hoy revelaremos los mensajes subliminales que esconde este long play publicado en el año 1972, y no me refiero a mensajes del tipo perfecta reproducción en equipo monoaural, debajo de la palabra estéreo. Me refiero a que hoy voy a probar cómo comenzó ese largo camino que nos depositó en este presente de narcotráfico y otros crímenes”. Y fue derecho al grano, sin pausa siquiera para beber un sorbo de agua de la botellita que tenía en una mesa, a un costado.
“Vamos a comenzar con el título: Vote por Tip Top. Lo de TIP, sin dudas una sigla: Tráfico Internacional de Porquerías. Pero recorramos los surcos, donde demostraré cómo en esos discos llamados “de música variada” escondían su tétrico cometido. Pasemos al Lado A: la primera canción, Ay ay Rosseta, de ese tal Camilo Sesto. Ustedes ya saben que a lo largo de la historia, las sustancias prohibidas han tenido varios apodos o motes. Lo de Rosseta, cuanto menos llama la atención. Pero detrás de esa supuesta canción de amor, viene una que tras su aire inocente, casi infantil, esconde su perversión. Se trata de Buenas noches queridos conejos, de otro tal… Rubén Mattos. Basta una línea, y bien vale el término, para identificar la intención: cada uno con su zanahoria, juntito a los ojos, tratándola de abrazar. ¡Quién quiere abrazar una zanahoria si no es en un momento fuera de sus cabales!”, vociferó Carabelli, a punto caramelo de éxtasis.
Luego prosiguió, bajando el tono: “En el afán de disimular la intención de esta edición discográfica, metieron otros temas pretendidamente amorosos como Amor juvenil, de Paul Anka, una historia de menores de edad que es a lo que apuntan. Pero, por suerte, mi oído avezado pudo detectar, y en esto la ayuda de mi amigo, el ingeniero Manye, que logró que el plato de mi wincofón tenga marcha atrás, un mensaje en la canción Se… casomai, de Claudio Baglioni: Si lo supieras por si acaso, que he estado soñando contigo durante mil años”. Carabelli sonrió y agregó con intención de sorprender al auditorio: “¿Con qué creen que estuvo soñando?”.
Algunos aplaudieron. Carabelli prosiguió tras aflojarse la corbata: “Este tipo de publicación fonográfica es tan perversa que, para hacerse los buenos, metieron dos canciones a modo de advertencia de lo mal que hace el consumo de estupefacientes”. Dio un soplido y largó: “Estrechándome, de Los Iracundos y Nuevamente solo (Naturalmente), de Gilbert O’ Sullivan, en versión de The Mike Morton Congregation. En la primera, se habla de rumores en los oídos de la gente. En la segunda, el narrador va contando a lo largo de las estrofas cómo se van muriendo de a uno todos sus seres queridos. ¿Hace falta más? Claro, no podían dejar de cerrar el Lado A sin un mensaje contundente: Me gustaría enseñarle a cantar al mundo, por una tal Marion. Una canción que fue utilizada en las publicidades de una conocida gaseosa que, y aquí pongan especial atención, allá a principios del siglo pasado se vendía como jarabe en las boticas de entonces”.
Portando el puntero como bastón, Carabelli se apoyó canchero y declaró: “Señores, ni hace falta pasar al Lado B. Aquí hay pruebas suficientes de lo que intento demostrar”.
De pronto, un murmullo entusiasta y una ráfaga de aplausos invitaron a que Carabelli continuara unos minutos más. “Bueno, bueno -puso primera con el puntero como palanca de cambios-. El lado B contiene algunos artilugios donde, por ejemplo, Manolo Galván canta por qué me falta el aire cuando no estás, por qué por quién y por cuánto (aquí Carabelli hizo ademán de poner guita con ambas manos) por qué te quiero tanto”. Luego un tema de Los Linces que empieza con no te quedes preso… “¿Hace falta algo más?”, vociferó al borde de la neurosis.
Una parejita, tipo Pimpinela pero de antes, Bárbara y Dick, canta en un tramo: tengo que beber toda tu sinceridad. Carabelli iba subiendo la voz como un candidato presidencial que intenta convencer al electorado con éxtasis, más que con la propia razón. Si la conocieras podrías comprender, no es un capricho, la quiero para mí, proclama un tal Enrico Chiari. Cuántas noches paso pensando en aquella felicidad, confirma descaradamente una banda llamada Abracadabra en su canción El amor como el viento un día se va.
Carabelli tomó con su mano derecha la botella de agua mineral, la levantó como un trofeo y exclamó con voz potente: “¡Y la cantaban en las canchas!” ¿Hace falta más? Esa otra canción de alguien que se esconde tras el seudónimo Rainbow, narra la visita de un muchachote a un dealer, acompañado de su hermanito al que, a cada momento, ante el deseo que afirma “yo también”, el hermano mayor responde “no, tú no”. ¿Hace falta algo más, amigos?”.
Carabelli destapó la botella, la elevó sobre su cabeza y, volcándose el agua fresca en su cabello, agregó: “Sí, amigos, hace falta algo más. La última canción. Pasan cosas lindas, de Alain Debray (Carabelli no sabía que era el seudónimo de Horacio Malvicino, aquel director de orquestas). Así te la venden, convenciéndote de que pasan cosas lindas, terminó Carabelli. Todo el salón aplaudió de pie. Me levanté y salí antes de que me viera.
En el hall de ingreso estaba la Tere, una mujer que alguna vez asistió a uno de los talleres de literatura que coordiné.
-¿Qué hacés acá, Tere?
-Hago la limpieza, tengo que esperar que se vayan.
-¿Seguís escribiendo? -le pregunté.
-Estoy leyendo -me dijo, El nombre de la rosa, qué novelón.
-Sí, maravillosa novela.
Le di un beso en la mejilla y me fui. En la calle alguien cantaba una vieja canción.